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Número 9 - Diciembre 2001

Derechos Humanos y Vejez

Diana Singer
dsinger@elsitio.com

Dicen los considerandos de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre en el Acta Final de la IX Conferencia Internacional Americana en San José de Costa Rica, realizada el 22 de noviembre de 1969, y que el Congreso argentino convirtió en Ley de la Nación el 1º de marzo de 1984:

Que, en repetidas ocasiones los estados americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de ser nacional de determinado Estado, sino que tienen como fundamento los atributos de la persona humana. Y el preámbulo comienza así:

Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están por naturaleza de razón y conciencia deben conducirse fraternalmente los unos con los otros... los deberes de orden jurídico presuponen otros, de orden moral que los apoyan conceptualmente y los fundamentan.

Es deber del hombre servir al espíritu con todas sus potencias y recursos porque el espíritu es la finalidad suprema de la existencia humana y su máxima categoría.

Es deber y derecho del hombre entonces asumir el compromiso de vivir y el Estado debe garantizar que existan organizaciones legales y sociales que permitan cumplir con este compromiso. Otra de las cosas que el Estado debe garantizar es que los ciudadanos conozcan sus derechos y deberes para facilitar el acceso a las instituciones encargadas de protegerlos.

Acompáñenme en un recorrido. El cachorro humano nace en un absoluto estado de indefensión dada la prematurez con que la especie decidió terminar su período de gestación. Para poder vivir debe ser acogido por los otros, quienes con cada mamada, con cada caricia y en cada beso, irán poniendo en él ideales que poblarán su espíritu y tras los que irá avanzando como el burro del cuento, con la ilusión que va a poder comerse la zanahoria, sin darse cuenta que la zanahoria se aleja a medida que él avanza, por que la lleva atada a su espalda con una caña y un hilo de manera que pende delante de sus ojos y se desplaza a medida que el burro lo hace.

Así es como la vida avanza en el tiempo. Al avanzar se va llenando de gestos, actos, palabras que nos hacen quererla y la llenan de sentido que se va tejiendo en la relación con el otro, con más de otro, con las instituciones, orientado por los ideales y persiguiendo ilusiones.

Siempre hay una ilusión que nos motoriza y construirlas, es una condición de la existencia humana. Ante la muerte de la ilusión el sentido[1] se quiebra y la vida está en peligro. Para recomponerlo, modelamos organizaciones en el caos, armamos figuras en algo que en un momento previo resultaba inaprensible y sólo podemos constituirlo en un combate sin pausa contra el desánimo, contra la desagregación, contra la desafiliación. En el amor.

Naturalmente, el sentido bascula y se resignifica en el atravesamiento de las crisis, tiempo en que la depresión se impone y es entonces en ese fondo sombrío donde el sujeto encuentra sus representaciones y sus saberes, que sólo pueden ser cuestionados por el encuentro con el otro. Es en la interpelación deseante donde el sentido arranca del discurso su novedad, su modificación. La búsqueda de sentido va a estar determinada por el pasado, que modelando lo que aún es simple ensoñación, la atraviesa con la historia. Y es allí, en lo indecible de la historia donde empieza a escribirse el futuro. Sin pasado no hay futuro. Y cuando los otros aparecen demasiado renuentes a otorgarnos satisfacción, sentados en la mecedora, las reminiscencias convierten el pasado en futuro.

Silvia es muy linda. Tiene 66 años, es viuda y su hijo varón murió a los 29 años. Forma parte de una agrupación religiosa donde desempeña tareas de voluntariado. Lleva algunos años de tratamiento, interrumpido en ocasiones por sentirse bien y considerar innecesario continuar. Esta última etapa de tratamiento comienza hace 1 año, donde consulta por la presencia de síntomas físicos erráticos y malestares posteriormente vinculados a dificultades en tramitar la pérdida de su hijo. Tiene una buena jubilación y nuevos y viejos amigos que conserva.

Nora tiene 68 años, viuda hace 5, consulta por algunos signos de depresión, no puede hacer gimnasia -indicada por su cardiólogo pues tuvo un infarto hace 2 años-, atraviesa estados de desánimo y tiene deseos de abandonar la empresa donde es socia.

Hace muy poco tiempo ambas, el mismo día durante sus sesiones, dicen la misma frase: "Tengo miedo de estar quedándome sin lugar". "Siento que no hay lugar para mí". Me impresiona la coincidencia. Me indigno, pienso que este maldito discurso mass- mediático en boga que sostiene insistentemente la falta de lugares, debido a la transformación del sistema económico, recae con mayor intensidad sobre la población de esta etapa etaria y produce sus efectos en la subjetividad de mis pacientes. Me digo que esto no es bueno para la ilusión. Sin embargo, como analista, debo recuperarme, restituir ciertos contenidos al orden que los produjo y ver cuál es el espacio psíquico de cada una de mis pacientes, reconociendo -en una tarea sublimatoria no implicada- cuál es la fuente singular, de la violencia que las está afectando.

Veamos. Los hijos de Silvia están muy ocupados. La que vive en Buenos Aires acaba de tener un bebé, habita a 100 Km de la capital y ese día no la llamó por teléfono. La otra hija reside en Tucumán, es la mamá de Malena que tanto se parece a ella, y está atravesando como ella, muchas dificultades en la adolescencia. Es decir que su entorno afectivo más íntimo alteró su tensión, puesto que está exigido por la producción y cuidado de sus crías. Ella, mujer independiente, desenvuelta, que pertenece a instituciones y tiene buenos amigos, vacila. Está afligida, el apuntalamiento habitual zozobró y no sabe por qué pero siente que se está quedando sin lugar. Al final de la sesión cuando nos despedimos dice:

"Vio, se mató Favaloro, ¿y ahora? Era el único tipo con el que me hacía los ratones".

Vayamos ahora a Nora. Expresa las dificultades en terminar de elaborar la muerte de su marido en un síntoma somático recurrente en el que concentra su atención y la angustia desde hace dos años. No tiene hijos. Tiene amigos, es muy sociable, pinta, trabaja, pero tuvo una rencilla con su hermana que le dificulta la relación con su sobrino predilecto, a quien siente como un hijo y con el que además trabaja.

Quiere dejar la empresa de la que es socia. Es en ese contexto que dice con lágrimas en los ojos: "Pienso que me estoy quedando sin lugar".

En realidad, en la clínica cotidiana uno puede hacer un recorrido como éste, cualquiera sea la edad del analizando. Podremos ver cómo el espíritu humano, la realidad psíquica y los afectos para los psicoanalistas, se colorean y tonifican en la ínter subjetividad. Lo que ocurre cuando trabajamos con gente grande es que al estar generalmente raleada la trama vincular por la modificación de muchas variables, la incidencia de estos apoyos adquiere mayor visibilidad.

El aparato psíquico no flota en el aire. Se apoya, se apuntala y se sostiene en el grupo, en el propio cuerpo y en la cultura. Es allí donde encuentra el sentido que construye la vida psíquica," espíritu humano" orientado por la relación con la satisfacción de los ideales, cuyo cumplimiento otorga lugares. Cuando hablo de lugar no hablo de una residencia sólida que se encuentra por adherir a los criterios de sentido de sus grupos, sino de una articulación específica que tiene que ver en su origen con la formación del sí mismo, y la continuidad a través del tiempo sosteniendo la mismidad. El lugar sólo existe en el despliegue afectivo, en la actualización concreta, permanente y casi material que significa una trama vincular. Encontrarse a sí en el cruce de múltiples interpelaciones que conminan, modelan, significan, es decir, sostienen apoyando y poniendo tope a nuestra propia identidad, ofreciendo objetos a nuestro deseo y obligándonos a desplazarnos permanentemente, tratando de construir un espacio propio. Nos reconocemos como sujetos de una cultura cuando además del acuerdo con el orden en que habitamos, nos invade el sentimiento de pertenecer. Un bienestar que emana de la satisfacción que se experimenta por el cumplimiento del contrato narcisista. Ser para sí y para los demás objeto de deseo, nos permite seguir adelante forjando ilusiones, asumiendo los imperativos sociales como nuestros y renunciando a pulsiones que nos tornarían incompatibles con el conjunto.

Estar de acuerdo con el ideal del yo, negativizando el horror del yo. Sin embargo, sabemos bien que el lugar en la sociedad para los prejubilados, los jubilados o los viejos, es inquietante y restringido.

Gobiernos amnésicos o poco agradecidos, asediados a veces por magros recursos o por políticas que no han resuelto todavía qué hacer con las tasas de morbilidad, cómo distribuir los recursos, hacen vacilar las declaraciones de derechos humanos. Fallas en la equidad y a veces en la idoneidad, dificultan sostenerlos.

El Estado y sus organismos son los encargados de tutelar el cumplimiento de los derechos humanos, ora transformados en leyes, ora en otro tipo de organizadores socioculturales. No desconocemos que con las transformaciones económicas la función de lo que fue ell Estado tutor durante la Modernidad,está fracturada por multiples determinaciones.

Es en el seno familiar donde comienzan a circular, decía,según apropiaciones singulares del discurso social, los primeros intercambios concernientes a la apropiación subjetiva de los derechos y deberes que atañen al hombre. Así se empieza y a lo largo de toda la vida, el sujeto va a seguir perteneciendo a grupos e instituciones que serán garantes simbólicos de la versión que tenga de sus atribuciones y obligaciones en cada espacio que va ocupando. Sabrá así qué renuncias pulsionales deberá efectuar y qué contratos narcisistas deberá suscribir, para sostener su lugar y seguir perteneciendo a esa cultura. Silenciosa, de manera inconsciente pero insistentemente, su realidad psíquica se constituirá sobre esas pertenencias, tanto como sobre su propio cuerpo, como anticipé algunas líneas más arriba.

Cuando alguno de esos apoyos se rompe o vacila, el sujeto entra en crisis.

Podemos observar la ferocidad y la violencia que esas pertenencias se encargan de contener y sostener, en los desenlaces del ingreso a algunas instituciones de claro corte asilar, donde los internados quedan lejos de lo suyo, lejos de sí mismo, perdiendo sus deberes y derechos humanos, a merced de un personal burocratizado y desvitalizado que los sujeta a los vaivenes de su voluntad.

Muchas muertes en las instituciones asilares no son otra cosa que suicidios larvados porque las vidas que ahí habitan han perdido el sentido. Cuadros demenciales que testimonian que es preferible perder la razón ,a tener que percibir semejante abolición de sus derechos. Los efectos del institucionalismo son un relato dramático de la muerte de la ilusión por destrucción de la mismidad.

Hombres y mujeres esculpidos en los bancos, mirando nada, indiferentes, parecen haber vaciado su espíritu. El institucionalismo arrasa la subjetividad que se va tras la pérdida de sus derechos y deberes. Estos efectos de catástrofe psíquica son casi siempre el correlato de mini-catástrofes sociales, cuya intensidad se mide justamente por la pérdida de derechos humanos.

Este tono apocalíptico al que llegué sin proponérmelo es el efecto de extremar tensiones para visualizar estos fenómenos que me sirven para describir la fragilidad y la permeabilidad de los sujetos a sus contingencias. Por suerte en el otro extremo de estos verdaderos tanatocomios, existen los espacios donde la vida florece y donde hombres y mujeres siguen siendo tales. Buenas instituciones gerontológicas, organizaciones naturales como la familia, los clubes de jubilados y algunos espacios asistenciales que pertenecen a la red gerontológica de la ciudad de Buenos Aires, por mencionar los que conozco de cerca. Allí las técnicas grupales convocan a profesionales y viejos a ilusionar un cuerpo inmortal. Cuerpo erógeno que iguala y unifica y protege de la angustia de muerte.

El grupo es un mediatizador entre el yo y la cultura que sirve para resignificar las asignaciones depresógenas que la ecología humana hace caer sobre la vejez. El símbolo achatado por la depresión, vuelve en el grupo, por su cualidad erogeneizada y erogeneizante a recuperar espesor.

El grupo, proveedor de vínculos, es el mejor báculo para avanzar por la vida que transcurre cada vez más aceleradamente en el tiempo.

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[1] Sentido: razonamiento, significado y sentimiento,representación.

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