Salud y adaptabilidad referencias inequívocas en el ciclo vital
Juan Francisco López Paz
La salud puede ser concebida como el modelo de una capacidad de normatización vital que permite a la persona gozar de su armonía psicofísica en equilibrio dinámico con su circunstancia natural y social (Taylor, 1990; Zeng et al., 2010). El papel de "sano" no es simplemente la ausencia de enfermedad, sino algo positivo, una gozosa actitud, una alegre aceptación de las responsabilidades.
La OMS (1986) considera a la salud como un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedades. Esta definición confiere a la salud un carácter estático y, puesto que como característica vital es dinámica, ya que el hombre está en permanente evolución, la salud perfecta o plena no se alcanzará nunca.
El completo bienestar de la definición de la OMS (1981) pone a la salud como un objetivo, utópico en cuanto a inalcanzable, pero importante en cuanto a meta a conseguir, para lo cual es preciso ir poniendo en práctica los mecanismos y actitudes adecuados para lograr la salud para todos. Limita el objetivo de la salud: el de lograr el bienestar, con lo que se confunde con ideologías del tipo del utilitarismo, apoyándose en filosofías hedonistas y olvidando la transcendencia.
La subjetivación de la definición de salud convierte a ésta en la propia opinión respecto a particularidad personal. Influye, desde luego, la capacidad de introspección y de autoanálisis de la persona y en gran parte de su sensibilidad, la cual depende sobremanera de su estado de salud. La percepción del bienestar como tal está influida por los aspectos psicológicos y es relativa a la situación en salud que el grupo en el que se inserta el sujeto tiene, y a las expectativas y vivencias personales. Así pues, el bienestar no es puramente subjetivo, ya que depende en gran parte de los demás, de la situación de la persona en el mundo y de su ser social. Si la sensación de salud depende tanto de criterios psicológicos y sociales, se deduce que poco tendría que ver con ella la medicina. El sano no se siente bien conscientemente, sino que vive, piensa y se comporta sin sentirse mal. Subjetivamente, lo perceptible es el malestar, dado que el bienestar, por ser una condición normal, no constituye un estímulo con respuesta consciente. La salud en cuanto bienestar no se siente, salvo cuando se recupera después de haberla perdido, cuando se viene de la enfermedad (Leventhal y cols., 1986; Lowis, Edwards & Burton, 2009; Wiesmann, Niehörster & Hannich, 2009).
El bienestar está a menudo en las cosas pequeñas, en mirar una puesta de sol, en tomar tranquilamente un café, en leer un poema o en hablar con un amigo. La salud subjetiva, la del bienestar, se nota a menudo por la ausencia de signos negativos, el dolor, la impotencia funcional, ... pero también positivamente. Es decir, es más fácil definir la enfermedad que sería la alteración de las estructuras y de las funciones con malestar, disforia, fiebre, dolor, debilidad, insomnio, angustia, etc., que la salud.
La existencia humana es una pregunta, una exigencia de respuesta no contestada definitivamente hasta la muerte. La vida es proyecto o al menos está proyectada a la realización de unas finalidades.
La salud debe ir, como todo lo que corresponde al hombre, dirigida a la consecución de los objetivos vitales. La salud apoya la libertad, es decir, la posibilidad de elegir en un acto racional. La libertad y su cesión son actos humanos. La salud es, pues, un medio, no un fin. La naturaleza y la sociedad controlan la libertad humana ayudando o perjudicando la propia realización (Matarazzo, 1982; Ibañez, 1990; Bilotta, Case, Nicolini, Mauri, Castelli. & Vergani, 2010). El sentido que demos a nuestra vida tiene más valor en cuanto lo dedicamos con mayor libertad y responsabilidad. La salud efectivamente ofrece la integridad de los sentidos y la disponibilidad del cuerpo y de la mente, da soporte emocional, estimula la cooperación, la amistad, y el amor/aprecio a los demás, posibilitando el trabajo y el uso del tiempo libre adecuadamente, y permite actitudes creativas y de resistencia frente a las frustraciones.
La salud decide en gran parte la vida personal, el destino humano. La salud es una aptitud personal óptima para una vida completa, fructífera y creativa. El hombre en el ejercicio de su libertad elige los objetivos a los que va a aplicar su salud. La salud puede emplearse para lograr una mayor perfección atlética, deportiva, artística, intelectual o creadora, con objeto de rebasar los límites existentes o alcanzables. El mundo actual es muy competitivo y exige estar sano (Bacal, 1996; Williams, 2008).
Por último, el hombre puede dedicar y agotar su salud en el cumplimiento de sus fines transcendentales, lo cual confiere a la salud una máxima categoría. Si aceptamos que en la salud debe haber relaciones armoniosas con el propio cuerpo, tanto en el soma como en la psique, y con nuestros semejantes, hay que ampliar igualmente esta idea a la naturaleza espiritual.
El hombre adquiere transcendencia o sea una finalidad que está más allá de la biología, de la psicología y de la sociedad en que vive. Los fines transcendentales dependen de la ideología y de la escala de valores que cada persona tenga.
Un hombre que vive conscientemente su fragilidad, su individualidad, su reacción con los demás, integra en su vida la experiencia del dolor, de la enfermedad y de la muerte. La capacidad de afrontar estas tres situaciones de manera autónoma es fundamental para la salud del individuo. En la medida en que su experiencia interior venga a depender de una organización, el individuo renuncia a su autonomía y su salud declinará.
Por otro lado, la salud desde el punto de vista objetivo es la resultante de los criterios de las personas que nos rodean respecto a nuestra situación en relación con una serie de normas, aplicables a los diversos niveles en los que se estructura el hombre.
El hombre está estructurado en niveles o planos diversos, formados cada uno de ellos por una serie de elementos, cuya interrelación caracteriza la estructura del nivel (Maibach y Murphy, 1995; Williams, 2008). Estos niveles son los siguientes: por un lado, el nivel fisicoquímico que el hombre comparte con la materia inerte y que está constituido por: el subnivel atómico, formado por las partículas de materia y los cuanta de energía, el subnivel molecular, cuyos elementos son los átomos. Un segundo nivel, el biológico, compartido con el medio vivo, capaz de desarrollarse y reproducirse, comenzó para el hombre hace dos millones de años. Está formado por las células cuyos elementos son los orgánulos celulares, formados por conjuntos de células con funciones determinadas, la mayoría de las veces reunidos físicamente, y los sistemas, constituidos por conjuntos de órganos. En este nivel, la interrelación se efectúa por medio de la sangre, linfa, sistema nervioso y vegetativo, el endocrino y el inmunitario. Desarrolla los sentidos para la comunicación con el medio exterior. El tercer nivel, el psicológico, en el que se forjan los instintos, emociones, sentimientos y pensamientos que el hombre comparte con otros. Y el nivel sociocultural, que permite el aprendizaje de los hábitos, actitudes y conocimientos específicos al contexto (Zeng, Gu, Purser, Hoenig & Christakis, 2010).
Cuando hay alteración de los mecanismos anatómicos y fisiológicos, la enfermedad puede ser estudiada y tratada, con arreglo a unos principios positivos, técnicos, con gran tradición en la cultura médica.
1. Armonización de parámetros válidos para la promoción de la salud
Cada individuo tiene una percepción y vivencia personal de lo que es la salud de acuerdo con lo que considera normal, su experiencia personal, su nivel cultural y socioeconómico, religión, forma de vida, etc. y los conceptos que los grupos sociales en los que participa tienen de ella. Así pues, el concepto de salud es múltiple.
Al ser un concepto que depende de la cultura en la que se produce, ésta es la que suministra el patrón que define la forma de estar o de ser sano. Depende de la filosofía propia de la época, de las características del estar sano y de las directrices terapéuticas más eficaces del momento, en esa sociedad, y, por ende, de sus conocimientos, métodos de vida, tecnología que se conoce y emplea, relaciones sociales, incluidas las que se producen entre las clases, ideas que tiene la población sobre la salud y la enfermedad, y los modos de sentirse sano o enfermo de los componentes de la sociedad (Diehl & Hay, 2009).
Sabemos que a lo largo del siglo pasado ha ido incrementándose la importancia dada a la salud, especialmente a partir de los años 50. Actualmente, la preocupación por este área ha superado el concepto tradicional más pasivo por un acercamiento más activo como mejorar la calidad de vida, o en términos más coloquiales "sentirse en forma".
La medicina ha sido, tradicionalmente, la encargada de llevar a cabo esta tarea; los logros conseguidos se han basado en un determinado modelo de entender la salud, considerándola como algo que hay que mantener o recuperar frente a agresiones puntuales como accidentes, infecciones o intoxicaciones, para las que se han desarrollado dos potentes armas de intervención: la cirugía y la farmacia.
Pero, realmente, el problema se plantea cuando cambia el modelo de salud, desde posiciones conservadoras como algo a conservar, a posiciones activas, algo a desarrollar; para esta tarea el valor de la cirugía y de la farmacología no es suficiente. Son escasas las posibilidades de intervención de estas dos áreas disciplinares.
La acción de curar a un sujeto con trastornos infecciosos puede ser abordada fundamentalmente con procedimientos farmacológicos y para traumatismos o fracturas con procedimientos quirúrgicos, pero ni unos ni otros parecen la solución idónea para prevenir situaciones relativas al control del estrés, ansiedad, ... o sea capaz de controlar su activación en determinados acontecimientos. Todo ello ha provocado que desde la propia medicina se estén fomentando nuevos tipos de acercamientos desde otros ámbitos y disciplinas que se centren o ayuden a centrar más bien la incidencia sobre los hábitos de vida de las personas: higiene, alimentación, entretenimientos, laboral, académico, ... (Ogden, 1996; Simon, 1999). Es decir, se ha pasado de intervenir de forma invasiva por procedimientos físicos y químicos, a intervenir de forma no invasiva sobre los propios hábitos de conducta de los sujetos; y frente a un objetivo de recuperación del estado anterior (curar) a un objetivo de mejora o desarrollo positivo o al menos no empeoramiento de la salud (Lowis, Edwards & Burton, 2009).
Los profesionales de la salud constatan en su actuación como gran parte de los problemas mentales tienen componentes o conllevan concomitantes físicos, por ejemplo, alteraciones del sueño, nutrición, ... Es más, desde la propia medicina se ha comenzado a remitir a otros profesionales y especialistas de la salud, a personas afectadas de diferentes trastornos caracterizados como funcionales (Veenhoven, 1995). Esto ha hecho que, una vez superada la dicotomía físico-mental, se trate de abordar con diversas técnicas de intervención desde un modelo más amplio de salud, como salud integral.
Lo que el individuo hace o las conductas que lleva a cabo determinan la forma de actuación de su organismo (funcionamiento biológico) y en concreto la forma en que este organismo se desorganiza y enferma. Este modelo es aplicable a las nuevas concepciones de la salud: para mejorar la salud es necesario incidir sobre lo que el individuo hace, sobre su forma de comportarse, sobre sus conductas. Es evidente que se ha superado la tradicional parcelación del área de la salud, en física y mental, considerando a la salud como un concepto unitario, global, holístico en el que se engloban esos distintos aspectos con frecuencia interaccionados y sólo artificialmente separados (Sánchez López, 1997; Ho, Chan, Woo, Chong & Sham, 2009).
El trabajo aislado de cada una de las disciplinas (Medicina, Psicología, Sociología, Antropología, ...) aunque puede conseguir logros más o menos importantes, debe dejar paso a un trabajo de colaboración dada la confluencia en objetivos y la divergencia en conocimientos y procedimientos (Bayés, 1982; Leipold & Greve, 2009).
El nuevo panorama interdisciplinar de los últimos 30 años pretende facilitar y promover la integración de conocimientos y la coordinación de esfuerzos de las distintas disciplinas implicadas en el área de la salud.
La salud sería la existencia de una adecuación de la estructura y de la función, la cual permitirá una suficiente y flexible resistencia del organismo ante las agresiones excesivas del ambiente en el que se vive y se trabaja con buen rendimiento (Sánchez López, 1997).
Concretamente, la salud física es muy fiable pero de poca validez ya que lo que mide lo mide bien, pero no es exactamente salud lo que mide; usa características heterogéneas, por ejemplo, tener una cifra alta de glucosa y buena relación conyugal.
La actuación de la medicina en el campo de la salud, considerada objetivamente, debe estar de acuerdo y en armonía con lo que el sujeto experimenta respecto a ella.
De los distintos factores que contribuyen a lograr calidad de vida (trabajo, salud, educación, ...) destacan el tiempo libre y ocio y, en concreto, las actitudes hacia tales aspectos, la participación e implicación en actividades de recreo y el empleo adecuado del tiempo de asueto. El disfrute del tiempo libre se ha convertido en un indicador significativo de calidad de vida.
Calidad de vida entendida no sólo como condiciones objetivas de vida sino como experiencias subjetivas positivas percibidas por los miembros de una comunidad (p.ej. satisfacción vital, bienestar psicológico, sentimientos de felicidad), puesto que la calidad de vida, sobre todo, depende de la importancia y significado que el individuo atribuye a las experiencias que tiene y a las relaciones que establece con el ambiente (Blanco y Chacón, 1985; Munné, 1992; Lowis, Edwards & Burton, 2009).
En la cultura actual, a pesar de la fuerza que está adoptando esta nueva filosofía, se sigue socializando para el trabajo y no para el ocio, y convive la idea de que éste es un estado de inactividad condicionada por el tiempo de trabajo (estado de actividad) que repone física, mental y psicológicamente para poder seguir trabajando de forma productiva, con la idea de que el trabajo es, simplemente, un medio obligado para subsistir y el ocio un estado de actividad deseado.
La revalorización del tiempo de recreo se refleja, en la vida cotidiana, en el aumento de la práctica del ejercicio físico y deportes, de la participación social en actividades culturales y de las demandas ciudadanas de lugares públicos para disfrutar del tiempo de asueto y favorecer los encuentros sociales, en las escapadas de fin de semana al campo y al aire libre y en las visitas a distintas ciudades y países, por citar algunos ejemplos.
La importancia del tiempo libre se pone también de manifiesto en las actuaciones institucionales. Desde la óptica ambiental y ecológica las ciudades están experimentando cambios en cuanto a la creación de infraestructura, la mejora de los lugares de juego y esparcimiento y la preocupación por la conservación del medio ambiente. Desde el ámbito cultural se observa el aumento de la oferta en cuanto a cantidad, diversidad y calidad de las actividades organizadas. Desde los servicios sociales, el ocio se ha convertido en un objetivo de los programas de intervención y en una estrategia de actuación empleada por los profesionales y paraprofesionales para prevenir problemas sociales, ofrecer asistencia a personas con necesidades específicas y favorecer la adaptación a los cambios vitales y la integración social, especialmente de colectivos marginados (Conde y Isidro, 1995; Ziegelmann & Lippke, 2007). Desde la perspectiva profesional han surgido agentes de cambio social, como el caso de animadores socio-culturales, monitores de tiempo libre, entre otros.
La preocupación creciente de la comunidad, de sus grupos e instituciones, por aprovechar y usar adecuadamente el tiempo libre, responde, asimismo, a una dimensión temporal, a la cuantía del tiempo de esparcimiento de que disponen algunos sectores de la población y al aumento del mismo en algunos colectivos sociales como consecuencia de los cambios habidos en el ámbito laboral.
Con frecuencia las personas asocian el tiempo libre con estados fisiológicos y psicológicos positivos de relajación, placer, satisfacción, disfrute o diversión. Otras, en cambio, relacionan el tiempo libre con estados negativos que se plasman en aburrimiento, apatía, nerviosismo, ansiedad o estrés. Estas formas contrarias de entender el tiempo libre no son más que el reflejo de que el ocio es un fenómeno dinámico (Kleiber, 1999), sujeto al significado que el individuo atribuye a la conducta de recreo y a las características de la situación en la que lleva a cabo la actividad (Ajzen, 1991; Ziegelmann, 2007). La subjetividad y dependencia situacional del ocio demuestra claramente que no puede ser definido en función de la actividad.
Una explicación de tiempo libre que aporta Gete (1987) recoge la cualidad del ocio, el ser deseado, esperado o evitado. Esta perspectiva no concede al ocio una identidad propia y parte de su condición de dependencia del trabajo y de ser un tiempo contrapuesto al trabajo. Son dos realidades distintas, ni siquiera tienen que ser contrapuestas.
Se demuestra, en investigaciones que reportan Iso-Ahola y Coleman (1993), que la satisfacción con las oportunidades de recreo de la comunidad afectan a la satisfacción laboral y a la mejora del rendimiento, y que la satisfacción con el trabajo influye en la satisfacción con el ocio.
El ocio se entiende que, bajo la concepción de Castilla y Díaz (1988), es un espacio del tiempo libre y que el tiempo libre no está sujeto a obligaciones sean del tipo laboral, doméstico, de estudio o de satisfacción de necesidades básicas como comer o asearse. Por otro lado, piensa en el ocio como un tiempo positivo, constructivo, innovador y enriquecedor. Y, finalmente, consideran que hay un "no ocio", que puede ser frustrante, en el cual las personas cubren otro tipo de necesidades y obligaciones.
El ocio alude a las experiencias que tiene el individuo cuando realiza actividades orientadas a alcanzar satisfacción, autoexpresión, autoconocimiento y desarrollo personal e implica percepción de libertad de elección, autonomía y capacidad de decisión (Driver, Brown y Peterson, 1991; Soto, Borjas, Ramos & Chávez, 2007). En concreto, San Martín e Iso-Ahola consideran que la percepción de libertad de elección es la condición sine qua non para poder hablar de ocio. En relación con esta percepción, Iso-Ahola enunció la existencia de un umbral de ocio diferente en cada persona, por encima del cual el individuo experimenta falta de control de sus decisiones.
Dumazedier (1998) define el ocio de forma similar, se centra en la voluntad personal de realizar actividades que sean satisfactorias en sí mismas, pero añade el factor sociocognitivo, pues las actividades de recreo favorecen la interacción adecuada con el ambiente y el establecimiento de relaciones sociales satisfactorias, sean informales o formales.
El ocio conlleva, por tanto, sentimiento de libertad, motivación intrínseca y autoactualización. Sin los tres elementos no se estaría ante un auténtico ocio (Deci y Ryan, 1985). En este sentido, el ocio es un medio activo que posee el individuo para explorar y conocer sus límites y potencialidades, y a través de este autoconocimiento crecer como persona. Es un medio que proporciona las oportunidades que necesita el individuo para plantearse retos constantes que desafíen su personalidad, le procuren nuevas habilidades y conocimientos y contribuyan al bienestar físico y psicológico, sin que haya lugar para el aburrimiento y el tedio, puesto que motiva que la persona tenga siempre nuevas experiencias (CsikszentMihalyi y Kleiber, 1991; Diehl & Hay, 2009).
En definitiva, la revalorización del ocio obedece a los beneficios que se le han reconocido a lo largo de los años. Beneficios que traspasan los límites de lo personal e inciden en el nivel social y comunitario, y van del bienestar físico y psicológico al desarrollo y bienestar comunitario (Coleman, 1993; Cuenca, 2000). Este protagonismo responde a un doble papel: el ser un contexto de riesgo social y el ser un marco potenciador.
2. Apoyo social y salud, binomio multifactorial favorable en el ciclo vital
La salud es un componente básico de la calidad de vida; se podrían contemplar, principalmente, tres significados: el descriptivo que sería lo que convierte a una persona en tal o cual, individualizándola y diferenciándola de los demás seres. El segundo significado sería el cuantitativo, medible por cualquier indicador como el producto económico; y, finalmente, el significado ético, de respeto a la vida. Más comúnmente, se la relaciona con la vida agradable, con el bienestar, protección y progreso social. La salud sería el grado de satisfacción que una persona o comunidad tienen de acuerdo con su situación y las experiencias vividas.
Así pues, la calidad de vida estaría integrada por una serie de bienes, posibilidades y servicios que se valoran subjetivamente con condicionamientos psicológicos tales como la comunicabilidad, la curiosidad, el equilibrio entre la razón y el sentimiento, etc., y sociales (comparativos).
Los grupos sociales pueden conceptuar la salud como el grado de aptitud para realizar los roles sociales. La salud estaría constituida por las cualidades de la vida humana necesarias para enfrentarse con las exigencias sociales, superando el grado mínimo de funcionamiento orgánico que le permita un desarrollo pleno y fuerte. Esto es relativo, pues el límite de desarrollo pleno y vigoroso no está establecido ni se alcanzará nunca. Podría reducirse a lo alcanzable por el más apto y evaluarla en relación con estos logros teniendo en cuenta, por ejemplo, la aptitud física, fuerza estática y dinámica, equilibrio de movimientos, coordinación, capacidad de moverse con poco consumo energético, resistencia a la fatiga, factores emotivos y psíquicos, según sexo y edad (Berger y Wankel, 1991; Coleman, 1993; Soto et al., 2007).
En este sentido, el entrenamiento aumenta la salud, pero la perfecta adaptación excluye el deseo o el estímulo para la reforma. Aunque cambios profundos o demasiado rápidos causan confusión y estrés, el simple hecho del cambio, sin ser excesivo, estimula al pensamiento y a la acción.
Y qué se entiende, en definitiva, por apoyo social ? Aquel conjunto de vínculos interpersonales que tiene una persona determinada, bien sea individualmente, bien como miembro de un grupo, familiar, laboral, asociativo, etc. En la situación de enfermedad el apoyo puede tener muy diversas manifestaciones (ayuda domiciliaria, acompañamiento, asistencia doméstica, ...) o ser de naturaleza comunicativa o psicológica (estímulo, refuerzo ante las dificultades de la enfermedad, ayuda para afrontar los problemas, etc.) (Burleson, Albrecht y Saranson, 1994).
El supuesto generalmente admitido es que el apoyo social está negativa e inversamente relacionado con la enfermedad. A mayor apoyo social, son menores las probabilidades de que una persona, familia o entorno enferme. Para ello es condición necesaria que la persona perciba el apoyo social como tal.
El apoyo social ejerce un papel moderador de los efectos del estrés, entre los cuales se encuentra la enfermedad. Algunas de las situaciones en las que se ha estudiado y evidenciado el efecto amortiguador del estrés que ejerce el apoyo social son: primeramente, el apoyo social ante comportamientos de salud, como por ejemplo la búsqueda de asistencia médica, operando como factor discriminatorio ante el momento, el tipo de asistencia, la búsqueda de soluciones alternativas, las respuestas comportamentales positivas del entorno, el cumplimiento de las prescripciones terapéuticas, etc. En segundo lugar, el apoyo social y adaptación a la enfermedad. El apoyo social es un importante modulador en las enfermedades crónicas. Aunque se considera que el apoyo social está relacionado con la recuperación de la enfermedad, no se han establecido evidencias con carácter general. Los programas de intervención basados en el apoyo de grupos, terapia de grupo y grupos de apoyo social han revelado su eficacia al facilitar la recuperación o la adaptación a la enfermedad. Y, por otro lado, el efecto modulador del apoyo social se ejerce a través de la amortiguación de los acontecimientos estresantes o mediante la prevención de éstos, lo que incide favorablemente en la prevención de enfermedades o en el efecto de retroalimentación informativa sobre las conductas de salud, y que también incide directamente en un ambiente que promueva conductas de salud (Zeng, Purser, Hoenig & Christakis, 2010).
En resumen, la aplicación de las actuaciones a favor de la salud o de la mejora y diversificación de las respuestas ante la enfermedad tiene una base conceptual en el ámbito de la psicología y, en particular en la psicología de la salud así como en la medicina comportamental, cuyos conocimientos han de incorporar los profesionales para optimizar las respuestas de los individ uos.
Conoces que la investigación epidemiológica ha identificado una gran variedad de comportamientos relacionados con la salud (Bayés, 1985; Rodríguez Marín, 2001), entre otros: a) La actividad física regular: la actividad física puede ayudar a demorar, o impedir, el comienzo o reducir la severidad de varias de las principales enfermedades degenerativas, responsables por otra parte de incapacidades prematuras de las culturas industrializadas. El ejercicio físico regular y adecuado beneficia particularment e el control de peso, la prevención de la enfermedad coronaria, la normalización de lípidos y el metabolismo de carbohidratos. La evidencia empírica y clínica sugiere que el ejercicio tiene también beneficios psicológicos por cuanto que facilita la estabilidad emocional y mejora el autoconcepto. b) las prácticas nutricionales adecuadas: una dieta sana es aquella que minimiza el riesgo de desarrollar enfermedades relacionadas con la nutrición. Esto significa que la dieta debe proveer cantidades adecuadas de todas las sustancias nutritivas esenciales y, al mismo tiempo, debe minimizar el riesgo de enfermedades asociadas con el exceso de consumo. El consumo de una cantidad adecuada y variada de nutrientes es una necesidad humana básica y un objetivo específico para la salud. c) Los comportamientos de seguridad: los accidentes son la tercera causa de muerte en los países desarrollados después de las enfermedades cardiovasculares y los procesos oncológicos. d) El consumo de estupefacientes: diferentes clases de tumoraciones, enfermedades del aparato respiratorio, la cardiopatía isquémica, las enfermedades cerebrovasculares, y desajustes sociales e interpersonales están en estrecha relación con el consumo de drogas. e) Las prácticas adecuadas de higiene: problemas y enfermedades asociadas con el tracto digestivo (caries dental), enfermedades de transmisión sexual, hepatitis, tuberculosis, ... afectan a más del 95 % de la población ubicada en países desarrollados. f) El desarrollo de comportamientos de autoobservación: existen procesos de riesgo cuya única forma de ser detenidos es observando muy tempranamente su aparición para poder así adoptar medidas eficaces de enfrentamiento (hipertensión, asma, diabetes, ...). g) El desarrollo de un estilo de vida minimizador del estrés: el patrón de conducta A como un factor de riesgo de la enfermedad coronaria. Este patrón conductual caracterizado esencialmente por ambición intensa, impulso competidor, preocupación constante por la falta de tiempo y un sentido de vivir con urgencia facilita el desarrollo del estrés.
El comportamiento implicado en la salud se entiende, por tanto, como cualquier acción que influye en la probabilidad de consecuencias físicas y fisiológicas inmediatas y a largo plazo que afectan al bienestar físico y a la longevidad (McAlister, 1981; Maibach y Murphy, 1995; Sanjuán & Magallanes, 2007). Estos comportamientos pueden promover o impedir un funcionamiento humano óptimo y gratificante.
La conducta de un individuo mantiene una regularidad con su ambiente, está embebida en un contexto ambiental en el que hay circunstancias y sucesos que la preceden y la siguen (Sánchez López, 1997). Su comportamiento relacionado con la salud también está controlado por estos estímulos.
La probabilidad de adoptar o cumplir una recomendación de salud (cepillarse los dientes, seguir una dieta, una medicación) está vinculada a unas condiciones antecedentes o preparatorias de la conducta y a unas consecuencias que tienen la función de fortalecerlas.
Por un lado, las condiciones antecedentes que comprenden cuestiones como: a) la historia biográfica: las interacciones previas de un individuo influyen en su disposición a tener uno u otro tipo de comportamiento. La motivación general hacia la salud, el valor percibido de la amenaza de tener una enfermedad, la probabilidad percibida de que el comportamiento de seguimiento de la perscripción reducirá la amenaza, y las creencias y atribuciones en general son antecedentes disposicionales adquiridos a lo largo de la historia interconductual de un sujeto. Son de gran importancia puesto que facilitan o interfieren los sentimientos, opiniones e intenciones favorables a tomar decisiones acerca de la adopción o cambio de conducta. b) Los factores disposicionales: las características estructurales (servicios de salud, mensajes, leyes, costumbres, ...) y demográficas (sexo, edad, status social, ...) del contexto sociológico en el que tiene lugar la acción de salud, introducen matizaciones que modifican y facilitan el comportamiento de seguimiento. Incluso, estas variables contribuyen a jerarquizar las necesidades de los individuos y, por tanto, a modificar su sistema motivacional. c) El modelado: la observación de la conducta de otros es un modo muy efectivo de comenzar el proceso de adquisición de conductas saludables. La observación proporciona conocimiento de qué hacer, así como constituye un ejemplo de cómo hacerlo, y por tanto es un excelente estímulo antecedente para proporcionar comportamientos saludables. d) La interacción: las habilidades y destrezas en comunicación verbal y no verbal de los proveedores de servicios de salud constituyen un poderosísimo antecedente disposicional en el cambio de conducta por razones como: en primer lugar, tienen un fuerte impacto en la comprensión, recuerdo, satisfacción y acuerdo de las prestaciones de salud, elementos todos ellos necesarios para un adecuado cumplimiento; y, en segundo lugar, el tono emocional o impacto en la interacción puede influir decisivamente en el consentimiento del individuo para adoptar la oportuna conducta saludable. e) La comunicación persuasiva: se trata de una comunicación que además de informar aporta la motivación necesaria para que la persona pueda pasar a la acción. Este tipo de comunicación lleva incorporado un mensaje motivacional que influye sobre las opiniones, sentimientos e intenciones del individuo (Salleras). Se basa fundamental en la anticipación de condiciones reforzantes o aversivas que sucederán de seguir o persistir con un determinado comportamiento. f) Las señales discriminativas para la acción: estas señales o estímulos pueden actuar como desencadenantes activos de las conductas saludables. Así mismo, también existen señales discriminativas internas y/o vinculadas al mismo organismo que pueden igualmente ejercer la función de detener o promover un comportamiento específico (Mueser, Pratt, Bartels, Swain, Forester, Cather & Feldman, 2010).
Por otro lado, las condiciones consecuentes: son los estímulos que siguen a una conducta y tienen el efecto de fortalecerla o debilitarla y extinguirla. Al proceso por el cual una conducta que va seguida de determinadas consecuencias se fortalece le denominamos reforzamiento, y extinción al proceso que describe el debilitamiento de una conducta por no ir seguida de consecuencias reforzantes, o por haber perdido estas consecuencias su valor reforzante. Existen condiciones de aplicación del refuerzo que aumentan su eficacia: inmediatez, discriminativo, ... En el ámbito de la salud, se plantea el desarrollo de comportamientos incompatibles y/o la extinción y castigo de los hábitos no saludables (Sanjuán & Magallanes, 2007). En definitiva, la implantación, interiorización y asunción de un comportamiento saludable está en función de condiciones antecedentes y consecuentes.
3. Recursos asociados al modelo biopsicosocial.
El impacto real del modelo biopsicosocial ha sido en general bastante pobre, debido principalmente a que carece de operatividad, y por ello es de poca utilidad práctica (Cott, 1986). Los postulados básicos de este modelo responden al concepto de que los procesos de salud y enfermedad son el resultado de la interacción de factores biológicos, psicológicos y sociales, y de que es necesario tener en cuenta estos tres tipos de factores a la hora de considerar los determinantes de una enfermedad y su tratamiento. No obstante, la formulación de este modelo constituye un estímulo, que ha dado origen a numerosas investigaciones sobre los factores psicosociales relacionados con la aparición y mantenimiento de la enfermedad, lo que ha permitido la aplicación de una serie de constructos teóricos que podemos agrupar desde la perspectiva global de la conducta de enfermedad (Ogden, 1996; Godoy-Izquierdo, Godoy, López-Chicheri, Martínez, Gutierrez & Vázquez, 2008).
Uno de los más importantes críticos ha sido Engel (1977), para quien el modelo biomédico ha logrado extenderse tanto en el ámbito científico como en el popular asumiento el status de imperativo cultural. Según este modelo, los signos y síntomas de un individuo son el resultado de un desequilibrio o trastorno biológico y por tanto, las intervenciones son guiadas por principios biológicos y el pensamiento mecanicista basado en las explicaciones categoriales o unicausales. Engel planteó la necesidad de realizar una formulación comprensiva de la enfermedad, que tuviera en consideración en el mismo nivel de importancia, los factores biológicos, psicológicos y sociales implicados en la enfermedad, y que pudiera dar cuenta de los vacíos explicativos del modelo biomédico.
Las contribuciones más significativas de la Medicina Comportamental han resaltado el papel central de los procesos cognitivos en la comprensión de la experiencia individual de la enfermedad (Davidson y Davidson, 1982; Maibach y Murphy, 1995; Yamasaki, Uchida & Katsuma, 2009). Desde esta perspectiva, los modelos cognitivos consideran que los individuos no permanecen pasivos frente a la enfermedad, sino que seleccionan la información (interna y externa) que reciben y elaboran significados personales en virtud de sus creencias, valores, expectativas y atribuciones, que contribuyen en definitiva a la construcción de la experiencia subjetiva de enfermar.
Una aportación importante ha sido la aplicación del modelo teórico del estrés de Lazarus y Folkman (1984), que ha conducido a la descripción, por analogía, de lo que podrían ser las estrategias básicas de afrontamiento de la situación de enfermedad. Estos autores han identificado la enfermedad como una situación de estrés en la que los esfuerzos del individuo para adaptarse a ella dependen de la evaluación que haga de esta situación. Se refiere al proceso de evaluación cognitiva descrito por Lazarus, que implica todo un proceso de enjuiciamiento, discriminación y elección basados en experiencias pasadas. En general, se consideran evaluaciones estresantes las que significan pérdida, daño, amenaza o desafío, cada una de ellas con unas implicaciones emocionales y adaptativas diferentes según las características personales del individuo y la situación de enfermedad de que se trate.
Junto a un primer proceso de evaluación de la situación en términos de significado, el individuo realiza también de manera interactiva una valoración de los recursos cognitivos y conductuales con los que cuenta para enfrentarse a ella. Nos referimos a un segundo proceso cognitivo mediador de la conducta de enfermedad, el afrontamiento. El afrontamiento se ha definido como el conjunto de esfuerzos cognitivos y conductuales, permanentemente cambiantes, desarrollados para hacer frente a las demandas específicas externas, internas o de ambos tipos, evaluadas como abrumadoras o que exceden de los propios recursos. Básicamente cumple dos funciones primordiales: manipular o alterar el problema con el entorno causante de perturbación (afrontamiento dirigido a la solución de problemas) y regular las respuestas emocionales que aparecen como consecuencia (afrontamiento dirigido a la emoción) (Wiesmann, Niehörster & Hannich, 2009).
La importancia de los modos de afrontamiento utilizados por el individuo para lograr una respuesta adaptativa adecuada a la situación de enfermedad, depende, como señalan Lazarus y Folkman, de la integración equilibrada de las estrategias dirigidas a la resolución de problemas, como el cumplimiento de la prescripción del rol de enfermo, el seguimiento de indicaciones médicas, etc., con áquellas dirigidas a controlar el disturbio emocional que la situación de enfermedad produce.
El desarrollo de estrategias de afrontamiento eficaces para enfrentarse a las demandas de esta situación está condicionado por los sentimientos del individuo sobre competencia y dominio del entorno. Se han descrito diversos conceptos relacionados con la percepción de control del medio, como son las expectativas de control interno-externo y las atribuciones. Bandura (1977) ha identificado un importante proceso cognitivo que ha denominado expectativa de control o autoeficacia. Durante los años setenta, este autor desarrolló un constructo unificado (autoeficacia) para integrar los factores que subyacen a la motivación, en relación con la iniciación y el cambio conductual. Bandura define así la autoeficacia: la expectativa de eficacia es la convicción de que uno puede ejecutar con éxito una conducta para producir determinados resultados. Este auto distingue entre expectativas de eficacia y expectativas de resultado, definiendo estas últimas como las estimaciones hechas por una persona respecto a que ciertas conductas van a conducirle a determinados resultados.
La autoeficacia es, como señala Caro (1987), un concepto que representa el conocimiento, la percepción que tiene una persona sobre sus propias capacidades, lo que le conduce a elegir y a mantener determinadas líneas de acción.
El supuesto básico de la teoría de la autoeficacia es que ésta mejora la predicción. Es decir, los resultados de las medidas de autoeficacia nos ofrecen predicciones sutiles tanto de las acciones humanas como de las reacciones afectivas. En este sentido, superan como predictores a la conducta manifiesta. Así, si se poseen las habilidades apropiadas y los incentivos requeridos, las expectativas de autoeficacia son el determinante principal que explica la elección de actividades, cuanto esfuerzo se va a dedicar a la realización de una tarea y cuánto tiempo se va a mantener ese esfuerzo al enfrentarse a situaciones estresantes (Mueser, Pratt, Bartels, Swain, Forester, Cather & Feldman, 2010).
La integración de ambas expectativas (eficacia y resultado) se puede resumir, según Bandura, entendiendo que los resultados que una persona espera, dependen especialmente de que considera que va a ser capaz de hacer en determinadas situaciones. De esta forma, no podemos separar las expectativas de resultado de los juicios sobre la ejecución. Los resultados que uno espera derivan, en su mayor parte, de los propios juicios, que cuestionan hasta qué punto se está realizando bien la conducta exigida.
En relación con el concepto de autoeficacia aplicado a la conducta de enfermedad, podemos concluir que empíricamente las personas que se representan a sí mismas como incapaces de controlar el entorno y que perciben éste como impredecible y amenazante, responden ante sucesos de la vida estresantes, como la enfermedad, con tendencia a presentar síntomas ansiosos y depresivos, y a desarrollar conductas no adaptativas ante esta situación (Ho, Chan, Woo, Chong & Sham, 2009).
Una importante línea, y que no debemos olvidar, es la que gira en torno al concepto de estilos de vida. Dicho concepto surge históricamente de la psicología individual de Adler, aunque en la actualidad ha cobrado un nuevo auge y significado dentro de la psicología de la salud. Tradicionalmente se ha venido hablando de hábitos de vida, estilos de vida o patrón de conducta, lo que ha creado a veces una cierta confusión terminológica. En concreto, se pueden identificar diversos estilos de afrontamiento relacionados con los problemas de salud y enfermedad (Ibañez, 1990; Yamasaki et al., 2009): 1) estilo introversivo: suele utilizar un estilo cognitivo de minimización de los problemas. Tienden a pasar por alto las implicaciones de su enfermedad y se muestran indiferentes a los procedimientos médicos que normalmente condicionan ansiedad ; 2) estilo inhibido: suelen ver la enfermedad como castigo, esperado y sentido como justo, lo que les lleva a desarrollar actitudes fatalistas hacia la enfermedad; 3) estilo cooperativo: ven la enfermedad como un alivio de sus responsabilidades rutinarias. La adopción del rol de enfermo es para ellos una oportunidad de volver a un estado de dependencia infantil; 4) estilo sociable: se trata de individuos extrovertidos, comunicativos, preocupados más de la forma que del fondo de las relaciones. Ven la enfermedad como una estrategia para asegurarse el apoyo de los demás. Su interés está centrado más en la apariencia externa de su cuerpo que en su salud real; 5) estilo confiado: se muestran calmados, aunque temen a la enfermedad. A menudo están motivados para recuperar su salud, buscando y esperando una atención especial; su estilo suele ser el de evitación; 6) estilo enérgico: el estado de afrontamiento de coping puede denominarse de ataque. Se niegan a aceptar el rol de enfermos y se enfrentan abiertamente a los retos y limitaciones que esta situación representa; 7) estilo respetuoso: suelen mostrar autocontrol, disciplina y seriedad. Ven la enfermedad como una debilidad, como un proceso propio y como una pérdida del autodominio, por lo que se sienten culpables; 8) estilo sensible: se trata de individuos impredecibles y emotivos, a menudo se quejan y relatan un historial de diagnósticos erróneos y operaciones quirúrgicas complicadas; actúan como si hubieran nacido para sufrir.
Un modelo interesante en relación con el estudio de la conducta de enfermedad es el desarrollado por Leventhal (modelo de autorregulación). Este autor define los esquemas cognitivos como las estructuras de conocimientos previos sobre sí mismo que organizarían la información del individuo. En este sentido, la información interna o externa coherente con el propio esquema es más fácilmente procesada que la incoherente. Como señala Taylor (1990), los esquemas de enfermedad del individuo pueden mantener o exacerbar una conducta de enfermedad crónica, además de explicar en gran parte las conductas de demora y la baja adherencia a las prescripciones médicas.
Leventhal y cols (1990) parten de la base de que el paciente es un procesador activo que realiza una representación de su enfermedad y en función de ésta regula su comportamiento. A partir de este supuesto, proponen un modelo sobre cómo los sujetos autorregulan sus experiencias estresantes de enfermedad, siguiendo los esquemas del procesamiento de la información. Por tanto, se trata de entender cómo los sujetos definen o representan la amenaza de enfermedad y cómo actúan para hacerle frente. Proponen una serie de premisas básicas sobre el modo de regular su experiencia: 1) parten de la consideración del individuo como un ser activo que recibe e interpreta la información, actuando en consecuencia; 2) plantean una relación simétrica entre síntomas y enfermedad, es decir, los síntomas son el punto de partida para deducir si se está enfermo o no; 3) señala cómo la representación sintomática facilita los análisis de la atribución causal; 4) plantea que los síntomas y sus atribuciones forman teorías implícitas y organizadas acerca de la enfermedad y el tratamiento; 5) sostiene que la representación sintomática es una guía para planificar las estrategias de afrontamiento; y, 6) los pacientes utilizan su representación sintomática de la enfermedad para evaluar y regular el uso del tratamiento y las estrategias de afrontamiento.
En definitiva, el modelo y sus planteamientos sirven para ofrecer a la persona unas pautas que permitan comprender mejor la enfermedad, que construyan representaciones más adecuadas de ésta y que produzcan estrategias eficaces de afrontamiento.
Otro aspecto deseable, que es un importante factor en la determinación de la conducta de enfermedad y que contribuye a explicar las diferencias individuales en las formas de respuesta y afrontamiento de la enfermedad, es el significado que para los enfermos tiene esta situación.
Estos significados, que reflejan las experiencias personales previas, el grado de conocimiento y el bagaje cultural, así como las creencias del enfermo, funcionan como un núcleo cognitivo que influye sobre las respuestas emocionales y motivacionales ante la enfermedad. Por tanto, determinarán la valoración o interpretación que el individuo hace de esta situación.
Finalmente, en el estudio de las variables cognitivas en la conducta de enfermedad aparece el concepto de introspección que Mechanic (1995) define como una orientación culturalmente aprendida hacia la autoatención difusa, que desempeña un papel importante en la percepción del malestar y de los síntomas físicos, y puede exacerbar la sintomatología y la incapacidad en el caso de los enfermos crónicos.
El hecho de que la gente se enfrente muchas veces a la enfermedad sin conciencia es un elemento central en el conocimiento personal y la adaptación social. Hacerse consciente, empezar a ser autoconsciente, es un indicador más de un problema cotidiano, un mayor desafío y una ruptura con el curso de la actividad normal. En cualquier momento, podemos enfrentarnos a una enfermedad severa o una tragedia personal, pero desde el punto de vista psicológico no es económico preocuparse sobre lo que uno no puede predecir o controlar, de manera que los individuos mantienen un sentimiento de invulnerabilidad debido a la inatención a la amenaza potencial (Buendía Vidal, 1999; Ziegelmann & Lippke, 2007). Es decir, mantendríamos nuestro bienestar gracias a una considerable filtración de la información potencialmente amenazante.
La relación entre este concepto y la conducta de enfermedad es evidente, y es bastante probable que en breve plazo, la introspección sea un proceso que intervenga de manera central en el entendimiento y la explicación de algunos de los hallazgos sobre la conducta de enfermedad que desconciertan a muchos investigadores.
En resumen, los diversos aspectos de la evaluación cognitiva, las estrategias de afrontamiento, los estilos cognitivo-conductuales y el significado de la enfermedad, así como la importancia de las dimensiones de la personalidad, las circunstancias biográficas y los patrones de relaciones interpersonales, estudiados por las corrientes más actuales de la medicina comportamental y la psicología clínica y la psicología de la salud, han contribuido significativamente a la exploración de las variables psicológicas que inciden en las respuestas de los individuos ante la enfermedad (Ogden, 1996; Sanjuán & Magallanes, 2007).
El ocio, por ejemplo, como un método de intervención, como una estrategia de potenciación, de participación y de cambio personal y social que trata de atender a las necesidades de las personas y promocionar la salud y la calidad de vida.
La intervención en el ocio se puede orientar a modificar las relaciones entre individuos, grupos y organizaciones que originan las desigualdades y problemas sociales, con el fin de provocar un cambio social y personal positivo.
Entender el ocio como estrategia de prevención y promoción de la comunidad significa que es utilizado para potencia r los recursos (psicológicos, de relación, de servicios, de infraestructura) de la comunidad de referencia que favorezca el desarrollo de las competencias sociales e individuales.
Las investigaciones que han examinado los beneficios del ocio en la salud han comprobado de forma consistente los efectos positivos que produce el ocio en la salud física y psíquica. Ahora bien, hay que tener en cuenta que no todas las actividades de ocio tienen el mismo impacto en la salud, depende de las características de las personas y de la situación. Una de las actividades de tiempo libre más estudiadas en relación con la salud ha sido el ejercicio físico. De todos es sabido que la práctica adecuada de ejercicio reduce los riesgos de padecer distintos tipos de enfermedades (cardiovasculares, reumáticas, ...), pero son menos conocidos los efectos que produce en el bienestar psicológico. Autores como Wankel y Berger (1991) señalan que el ejercicio físico reduce la ansiedad, el estrés y la depresión.
Distintos mecanismos son los responsables de que la actividad física influya en la salud. Así, el ocio ejerce de factor de distracción, crea un humor positivo, proporciona apoyo y aumenta la autoestima y autoeficacia. Biddle y Mutrie (1991) comprobaron que la actividad física y el deporte aumentaban la autoeficacia percibida. Balaguer, Blasco, García, Valcárcel, Pons y Atienza (1993) demostraron que en los universitarios la autoeficacia física era la variable que mejor explicaba las diferencias entre los que practicaban deporte y los que no. A su vez, los estudiantes que hacían deporte se sentían más eficaces físicamente y tenían una percepción más alta de sus habilidades físicas que los que no se sentían autoeficaces. Coleman comprobó que en hombres y mujeres la salud física de los que estaban más motivados intrínsecamente era mayor que la de los que estaban motivados extrínsecamente.
La experiencia positiva de ocio contribuye a que el individuo desarrolle habilidades y competencias sociales, no se perciba sometido a presiones externas, posea sentimientos de control y dominio y esté dominado por el desafío. Ello implica que cuando se encuentra ante situaciones potencialmente estresantes (rutinarias, aburridas, frustrantes) las interprete de forma positiva y no como dañinas y lleve a cabo acciones encaminadas a modificar las circunstancias de la situación, a prevenir el estrés y las consecuencias negativas que de él se pueden derivar. De hecho el estrés psicosocial es una reacción negativa que experimenta el sujeto como consecuencia de haber fracasado a la hora de afrontar las demandas continuas y específicas con las que se encuentra en la vida, porque considera que no tiene las capacidades para afrontar determinadas situaciones. Coleman e Iso-Ahola (1993) comprobaron que las personas que participaban en actividades de ocio estaban más satisfechas y eran menos vulnerables al estrés que aquellas que no participaban.
El ocio, en definitiva, proporciona recursos que ayudan a las personas a sentirse con capacidad para afrontar efectivamente los problemas. Al respecto, Coleman e Iso-Ahola consideran que el efecto preventivo del ocio se produce a través de dos procesos básicos. Por una parte, la participación en actividades de ocio incrementa la percepción de apoyo social, puesto que favorece las relaciones interpersonales, la competencia social y el desarrollo de una identidad social por medio de la pertenencia a grupos. Y, por otra, aumenta la autodeterminación, es decir, la percepción de control y dominio de los acontecimientos y situaciones potencialmente estresantes.
4. Conclusión: afrontamiento sistémico en el ciclo vital
La condición humana no puede comprenderse mediante el análisis aislado de los elementos que la integran, sino que tiene que contemplarse en su totalidad la que está implicada en cada fenómeno, cada conducta, cada proceso. Esto sucede, además, sin pérdida de la individualidad de los subsistemas que, sin embargo, persiste y es capaz de arrastrar al conjunto de los subsistemas.
El valor de la salud y su prevención han de fundamentar su actuación en el análisis previo de la estructura cognitiva en cada momento, cada lugar y cada persona. El papel de la Psicología en la promoción de la salud y en la prevención de las enfermedades se ha visto limitado al no haberse prestado atención a las vías por las que el contexto social afecta a procesos regulatorios, biológicos y cognitivos, del comportamiento de salud (Ewart, 1991; Durán, Valderrama, Uribe-Rodríguez & Linde, 2008).
La salud y los comportamientos sociales son variables de los procesos de salud y enfermedad estrechamente vinculadas entre sí. La sociedad y los grupos de pertenencia marcan pautas y determinan creencias y concepciones que se traducen en conductas favorables o desfavorables.
En el proceso de enfermedad, desde el principio hasta el final, todas las respuestas del individuo que condicionan tanto el pronóstico, como las expectativas el bienestar o malestar, la calidad de vida, el proceso de sanar, etc., están estrechamente ligadas y dependen del sistema general (Bilotta, Case, Nicolini, Mauri, Castelli & Vergani, 2010).
La familia ejerce un papel en la interpretación de los síntomas de la enfermedad, y del propio concepto de salud, así como en la interpretación de la eficacia de la respuesta, de los comportamientos de los profesionales, de los enfermos y del propio tratamiento, con marcadas repercusiones sobre el razonable pronóstico de una enfermedad. Por ello, su influencia sobre los criterios para una política de promoción de la salud es determinante (Huici, 1985; López & Crespo, 2007).
Toda esa urdimbre de concepciones, estereotipos y experiencias intensas, como lo son las relacionadas con la salud, hace que los grupos sociales, y en un ámbito más reducido la familia como núcleo integrador, representen una fuerza de mediación en la reproducción de estilos de comportamiento ante: los síntomas de enfermedad y las subsiguientes demandas de atención, las conductas preventivas de la salud, las relaciones con los profesionales de la salud bien sea en el ámbito primario bien a escala de asistencia hospitalaria, hábitos de vida saludables.
El cambio de conducta, en consecuencia, es una compleja función que depende de diversas variables ya citadas y, por supuesto, la plasticidad personal, además de las derivadas de la interacción de la persona con el entorno y con el grupo de referencia (Spacapan, 1987).
Los estilos de vida son el resultado de un conjunto de variables que se presentan de manera diferente en los grupos dependiendo de variables personales y sociales, y que determinan las respuestas de los individuos ante los problemas de salud y la promoción y educación ante las conductas de enfermedad (Barriga, 1990; Rodríguez Marín, 1991; Sanjuán & Magallanes, 2007).
Asimismo, las relaciones sociales condicionan el rol del enfermo, con amplias diferencias en función de otras variables personales, culturales, educativas, etc. Las respuestas comportamentales ante cualquier iniciativa, sea ante episodios de enfermedad sea ante medidas de prevención, están estrechamente condicionadas por los factores sociales como por factores externos como por la mediación cognitiva que ejercen.
Para cualquier iniciativa relacionada con programas o actividades de intervención en la promoción de la salud o en la prevención de enfermedades específicas, es indispensable partir de un análisis, desde la perspectiva de la psicología de la salud, de los factores que condicionan las respuestas comportamentales. Dada la condición social del ser humano y el funcionamiento intersistémico de nuestro organismo, cualquier factor que le afecte se encuentra involucrado en todos y cada uno de los sistemas de los que forma parte. La estrecha dependencia de unos y otros genera una especie de mecanismo de policausalidad en el que cada uno tiene alguna responsabilidad en los fenómenos o procesos que se desencadenan aparentemente aislados, en cualquiera de los restantes subsistemas.
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