Se expresan los adultos
mayores
Las hermanas sardas
( Tomado del libro " De allá para acá" de Nilo Puddu)
Eran tiempos de sequía, guerras y miseria en Europa a principios del 1900, los hombres jóvenes emigraban buscando donde trabajar, vivir en paz y desarrollar una familia. Para las jóvenes era más difícil emprender los caminos del desarraigo, por lo que muchas de ellas a falta de hombres llegaban a ancianas siendo señoritas.
El ímpetu de la sangre relacionaba a los inmigrantes con criollas casaderas de cualquier origen racial, aunque muchos sólo pretendían mujeres de su nacionalidad o a lo sumo hijas de paisanos. Entre los inmigrantes se establecieron amistades sinceras especialmente entre españoles e italianos. Un caso fue el de Giuseppe Carta, (Pepe) y Manuel Alonso, (Manolo), italiano uno, español el otro que aprendieron juntos a comer asado y tomar mate como los criollos compañeros de trabajo en el Frigorífico La Negra. Ambos llevaban unos diez años en América y consideraban que estaban en condiciones de contraer matrimonio. ¿ Pero, con quién? Tanto pensaron en la elección que Pepe escribió a su pueblo proponiendo a su primo Efis, padre de cinco hijas, el casamiento de dos de ellas, una para él y la otra para Manolo.
Al enterarse de la propuesta las candidatas se divirtieron mucho pensando que no llegaría a concretarse ya que apenas habiendo salidas de la adolescencia no estaban en condiciones de viajar a América para contraer matrimonio, aparte de que ni recordaban al primo emigrado hacía tanto tiempo y menos aun al "gallego". Por esos motivos la respuesta de Italia tardaba en llegar a los ansiosos "novios en espera".
Los decididos hombres insistieron acompañando fotografías mostrando sus redondeados rasgos el español y prolijos mostachos el sardo. Las marrones fotografías pasaban de mano en mano de las hermanas, presuntas candidatas, pero la elección no se concretaba.
Ante respuestas ambiguas a sus propuestas los hombres estaban a punto de desistir cuando el crudo clima de la isla apuró las tratativas. La sequía arruinó la magra cosecha. Efis y Giusta en insomnes noches de discusión decidieron pedirles dinero a los "enriquecidos" enamorados para "garantizar" las sanas intenciones matrimoniales además del necesario para ajuares y pasajes de las casaderas muchachas. En realidad se trataba de una venta encubierta para escapar a la miseria. Dinero que entraba y bocas para alimentar que se iban podrían equilibrar su desquiciada economía. Como el clima, la realidad los trataba con crudeza.
Las candidatas no estaban definidas, ninguna de las cinco tenía interés en correr esa aventura pero su padre apremiado por las circunstancias decidió realizar un sorteo entre las niñas. En su gorra estaría el destino de las hijas. Echó dentro cinco guijarros, dos negros y tres blancos. Los negros "premiarían" a las casamenteras. La primera en meter la mano en la gorra fue Lidia, la mayor: guijarro blanco y María la segunda, de 20 años también blanco. Franca de 18 recién cumplidos: blanco, las dos menores echaron a llorar, ¡eran tan jóvenes! Efis, inflexible quería continuar con las de 15 y 16 años a pesar de los sollozos. Ante tan triste situación Lidia y María, que tenían un notable parecido físico, asumieron su papel de hermanas mayores ofreciéndose ellas para el sacrificio. Presionadas de esa forma llegó el momento de aceptar a los galanes y la pregunta era obvia ¿Quién para quién? Volvieron a repasar las fotografías, ahora con mayor seriedad surgiendo otras incógnitas como donde vivirían y como se entenderían con el español.
Consultado el cura del pueblo comprendió los argumentos del padre y su mujer y preparó los matrimonios una vez recibido el dinero convenido. Lagrimeando comenzaron a bordar sus ajuares pero también ansiosas de convertirse en "señoras" y escaparle al triste destino de señoritas. Por otra parte se comentaba que la tierra americana era fértil y benigna y se sentirían bien, aunque sin muchas respuestas a sus preguntas, se conformaban... El cura exigía saber como serían las parejas , la decisión fue de ellas. Pepe sería para Lidia y Manolo para María, con esa fórmula el religioso las casó por poder ante el altar con representantes de los novios y los testigos. Ya podían viajar.
Inexorables los días para la partida se acercaban. Las amigas festejaban la suerte de las hermanas por varios motivos, algunos sanos, porque se casaban, otros ocultos porque dos posibles competidoras se retiraban ampliando sus propias posibilidades de matrimonio en el pueblo. En cambio Giusta sentía las despedidas como fúnebres cortejos, ya que estaba segura que jamás volvería a ver a sus muchachas.
A Lidia y María la cercanía de los acontecimientos las hizo madurar de golpe. Las jocosas referencia s sobre su futuro eran ahora cosas serias y empezaron a descubrir en los tejados del pueblo, en el río y en los campos con mirtos y papaveri imágenes que debían atesorar dentro de sí porque, tal como pensaba su madre, ellas también dejarían de ver para siempre todas esas cosas y esos afectos.
El día llegó, un cortejo de lágrimas las acompañó hasta la corriera que las llevaría al puerto dejando de lado nuraghes y alcornoques para siempre. Juntas, las tres con su madre se asombraron al ver por primera vez el mar color esmeralda. Nuevas sensaciones sintieron al subir la planchada del barco y ver el rostro de la mamma que con gesto apretado por no llorar les pedía perdón y les deseaba una sola cosa: buena suerte. ¡Quedaba tanto por enseñarles! Pero así era la vida.
Ya en cubierta, aferradas a su magro equipaje descubrían una nueva sensación: sus pies se apoyaban en algo inestable. Esa sensación no duraría el tiempo de navegación, duraría hasta que se consolidaran sus destinos. O tal vez, nunca.
El "Ligure" fue separado despacio por humeantes y ruidosos remolcadores. Cuando los últimos esfuerzos visuales por distinguir a las patéticas figuras del muelle y su madre se deshizo entre grises azulados, ellas abrazadas, se juraron estar unidas para siempre defendiéndose mutuamente ahora que la "familia" eran Lidia y María. Nadie mas. En el medio de la bahía el buque fue abandonado por sus remolcadores para que busque su propio rumbo hacia América como la multitud de emigrantes ansiosos que transportaba en su vientre para parirlos en el Río de la Plata.
Al paso de los días y en soledad imaginaban como serían cada uno sus maridos tratando de ignorar versiones de "esposos por poder" que vendían a sus mujeres para explotarlas como prostitutas una vez llegadas al puerto. Pepe y Manolo no podían ser esa clase de gente. De serlo huirían juntas para volver a su pueblo.
Acercándose a Buenos Aires, ya mas distendidas comenzaron a prepararse prolijamente para el desembarco peinando sus largos cabellos negros con recatados rodetes, alisando sus abundantes cejas y sus mejillas, casi adolescentes, no necesitaron rubores artificiales, eran rosadas y frescas naturalmente.
La madrugada del gran día llegó y se pusieron sus mejores ropas. Salieron a la húmeda cubierta cuando los rosados rayos del amanecer pintaban la chatura de la ciudad recostada sobre el río, sus corazones comenzaron a latir con otro ritmo, más fuerte que nunca. El momento lo justificaba, comenzaba la otra parte de sus vidas y donde necesitarían lo que su madre les había deseado: mucha suerte. ¡ Qué cercano estaba su destino !
Con sus pasaportes, su equipaje y cada una con la fotografía de su marido apretadas entre sus manos hicieron fila para descender después de las trabajosas tareas de amarre. Bajar por la inestable planchada frente a la multitud que gritaba y gesticulaba buscando a sus amigos o familiares les recordó que ahora el que se movía era el piso de la tierra firme.
Fueron momentos de desorientación, siempre aferradas ellas y sus pertenencias, con trámites y más gritos y gente esquivando bultos que buscaba cada uno, desordenadamente, su nexo en Argentina. De repente Pepe y Manolo, ataviados con sus mejores trajes y sendos ramos de flores, las encontraron confundidas en la multitud. La sorpresa mayúscula fue cuando sin preámbulos Pepe tomó a besos a María mientras le entregaba las flores al tiempo que Manolo hacía lo mismo con Lidia a quien susurraba palabras de amor en sardo enseñadas por su "cuñado". Tal actitud cariñosa y amante a ambas halagó y allí mismo con un guiño en un descuido de sus ardientes esposos intercambiaron disimuladamente sus pasaportes con las fotos de ellos dentro. Desde ese día y para siempre Lidia fue María y María fue Lidia. La elección, que a ellas tanto les había costado, los varones la hicieron espontáneamente, a primera vista en cuestión de segundos.
Lidia fue mi abuela y María mi madrina.