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Se expresan los adultos mayores

Los códigos

Benito Mario Guerstein
bubi@terranet.com.ar

A Jaime, Gladys, Yago, Débora y Rut

-¿Tomamos una cervecita?

-¡Acepto!- le contesté, sediento, y entramos al boliche de Azopardo.

El sol caía a plomo, en ese día de los últimos de diciembre, con un calor que rajaba la tierra. Así como uno se encandila cuando pasa de la oscuridad a la luz intensa, nosotros pasamos a una penumbra, que para mi era una oscuridad total, aumentada por mis anteojos negros.

El local, de menos de tres por tres, difuso, estaba vacío en apariencia, y sólo se percibía la sombra recortada del mostrador. Me saqué la gorra, me desprendí un botón más de la camisa, manoteé el pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y me sequé la frente. Me quité los anteojos. Olor a boliche, muy difícil de describir, pero fácil de identificar: una mezcla de olor a vino y a otras bebidas baratas, a mugre, a sudor rancio de hombre y de animal, a barajas gastadas, a cuero sin curtir, a tabaco del fuerte, a viejas colillas, a humo; olor a odios, a guapezas y cobardías, a todos los miedos juntos, a esperanzas retorcidas, a celos, a pobreza, a ignorancia, a sueños. Pero más a pesadillas. Olor a muy lejanas mujeres: el eterno femenino en todo esto, también. Un común denominador de todos los boliches de esta parte del continente, que eran lo que había conocido hasta entonces.

Don Telmo ordenó la cerveza, mientras me acodaba en el mostrador, con la cara a la puerta, por la que se filtraba un pequeño haz de luz, y cerré los ojos, con un gesto de distensión. Relajé el cuerpo, ocupando en apariencia más espacio, a lo ancho, como si quisiera alcanzar las paredes laterales con la punta de los dedos, mientras oía que apoyaban los vasos, el ruido de destapar la botella, y a Don Telmo servir lentamente, para que no rebasara la espuma.

Bebimos en silencio, mientras se adaptaba mi vista a la pobreza de luz del pequeño local, y fueron desfilando por mi mente los acontecimientos de los últimos días, e imaginando los que nos esperaban en los próximos, hasta dejar el lugar y volver el año próximo. Don Telmo pagó.

Fue entonces que un dedo duro se apoyó en mi espalda y dió contra una de mis costillas, como si empezara a taladrarme el tórax, lastimándome. Aunque mis refrejos estaban totalmente conservados, me volví muy lentamente. Allí, a menos de medio metro, estaba un personaje oscuro, que se había acercado desde el rincón, donde quedaba otra sombra junto a la puerta, y que yo no

había visto. El dedo había bajado y apuntaba al suelo, pero la mano derecha estaba en la empuñadura del cuchillo. No hubo palabras, pero el lenguaje que reflejaba la mirada del hombre contenía el odio más antiguo, todos los odios sumados en la historia de la humanidad, dirigidos a mí, en unos ojos inyectados

con sangre. En la mía había una mezcla de extrañeza, perplejidad, sorpresa. Miedo, creo. Sí, también miedo.

Así estuvimos mirándonos, plantados uno frente al otro, por un tiempo que me pareció una eternidad, como dos estatuas. Intuía que en cualquier momento se desencadenaría algo, y contuve la respiración. No hubo palabras, repito. Y entonces percibí que yo era el objeto único de ese hombre, que ese oscuro personaje era mi único problema en la vida, y que yo estaba al borde del abismo. Percibí que él me quería matar y que yo no quería morir, por lo menos sin saber la razón. Mis músculos se pusieron rígidos, tensos, como una cuerda de guitarra, después de la flojedad de unos segundos antes, en ese instante de situación extrema.

Entonces el hombre se movió.

-¡Vamos!- gritó don Telmo, y me apartó con una mano, mientras con la otra empujaba en forma ruda al hombre, que cayó hacia un costado. Escuché un ruido metálico contra el suelo y un quejido, que no parecía humano. Don Telmo agregó fuerte y con firmeza: -¡No moleste a este hombre, que es mi amigo!- Y me empujó a la calle.

Caminamos en silencio hasta el auto de Don Telmo, e iniciamos el camino de regreso a la chacra. No hablábamos.

Yo no sabía qué preguntar, y Don Telmo estaría eligiendo cuidadosamente las palabras, como siempre. Por mi mente, no sabía bien porqué, fueron desfilando las figuras del rastreador, del baqueano, del gaucho malo. Por fin, me detuve en el recuerdo de Don Segundo Sombra y lo miré con los ojos de Fabio Cáceres. Era mi protector. En alguna horma, me había salvado la vida.

El corazón me latía con premura, y Don Telmo sabía que yo lo miraba intrigado, detrás de mis anteojos negros; pero sabía que el silencio sería roto por él, como siempre, y habría tiempo de preguntar y de repreguntar, más tarde.

Mientras tanto, no cesaba de pensar en los códigos que había dejado pasar, con tan alto costo;s así y todo.

Por fin, el coche se detuvo bajo la arboleda de la entrada, después de pasar el guardaganado. Don Telmo apagó el motor y me habló suavemente, con su cordial sonrisa:

- Usted es un forastero aquí, y él no lo conoce. Usted lo ha ofendido mortalmente en lo único que le queda de su honor, porque es un borracho perdido y ha recurrido a lo más primitivo de su personalidad, o a los últimos vestigios que le quedan de ella. Ha sentido invadir sus jurisdicciones así, sin miramientos, y ha sentido que se le aparta sin respeto a un costado. La explicación tiene que pedirla a gente con más conocimientos que yo, pero usted se interpuso entre él y su vaso de vino, que estaba sobre el mostrador. Usted no vió a ninguno de los dos.

Bahía Blanca, junio de 1993.

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