Se expresan los adultos
mayores
Cuando el cuerpo cambia
Chiche de la Torre
No me llevo bien con mi cuerpo. (Y no porque acostumbre asociarse a menudo con cuestiones tan incómodas y medicamentosas como gripes, ciáticas, reumatismos, o cualquiera de esas afecciones que gustan atacar a humanos desprevenidos que van acercándose a edades provectas brindándoles interesantísimos temas para conversar con sus copadecientes contemporáneos. Nada de eso, soy bastante sanita, a Dios gracias) El autorechazo a mi envoltura terrenal está sólidamente fundado en esta odiosa tendencia a una continua ampliación hacia a los costados y alrededor del esqueleto cada vez más difícil de intuír bajo tanto material excedente. Dicho en otras palabras: sufro del oprobioso, segregado y antielegante "Síndrome de Cormillot". Soy gorda ¡Bah!
La cosa no siempre fue así, si me esfuerzo puedo atisbar, en un remotísimo pasado, períodos de cuerpito gentil que podrían acercarse, muy ligeramente, a los cánones que acepta esta enajenada sociedad admiradora de patéticas flacas raquíticas.
No tuve una gorda infancia, si bien, allá por los 40 toda nena de buena familia debía lucir abultados cachetes y un formidable apetito para zafar del Calcigenol y del aceite de hígado de bacalao. Siempre comí bien, al contrario de mi hermanita, tres años menor, quien rechazaba los alimentos que yo ingería sin demasiado esfuerzo. Resultado: el médico de la familia recetaba a mi hermana, la flaquita, vitaminas, calcio y alguna que otra cucharada del asqueroso aceite y, como yo andaba por ahí, por las dudas, también solían hacerme víctima inocente de esa aberrante ingesta contra la muy mal vista flacura infantil. Siempre me he preguntado cuánto de mi actual sobrepeso se debe a aquellos medicamentos que me enchufaron de rebote y sin merecerlos. En fin ¡Mami, te perdono!
Aparte de lo ya mencionado, no hubo en mi niñez preocupación por la gordura o el enmagrecimiento. Pero, la felicidad siempre es corta... Y la cosa empezó a cambiar, a agrandarse.
Un buen día, los pezoncitos que había portado casi sin darme cuenta, se montaron sobre dos promontorios que crecían y crecían sin freno y, no satisfechos con ese desmesurado comportamiento, me hacían lagrimear de dolor cada vez que me acertaban un pelotazo en el pecho. Pronto descubrí que, al menor roce, los pezones se erguían, se ponían duritos y el acariciarlos -aparte del terror que significaba el caer en el pecado mortal del toqueteo, gravemente sancionado por la voz entrecortada y melosa del cura confesor- me producía un placer calentito y cosquilleante.
Fue todo muy rápido y me tomó desprevenida. Cuando mis amigas y compañeras de escuela (estas últimas un año mayores que yo) aún eran tábulas rasas, yo debía caminar con los hombros hacia delante soportando el descomunal peso de la vergüenza que me producía el portar ante el mundo esas odiosos prominencias carnosas que eran objeto de impiadosas burlas (hoy pienso que producto de lisa y llana envidia). Y vino el asunto del corpiño y me vi obligada a enfundar mi redonda femineidad en esos incómodos artilugios, duros y puntudos que se usaban allá por los 50. Para colmo de desdichas, debía aguantarme los berrinches de mi hermana, que aún hoy luce pecho cuasi liso, pidiendo a grito pelado un corpiño igual al mío. No podía entender por qué ella deseaba lo que yo no quería ver ni en figuritas.
Este asunto del crecimiento hacia el frente, que yo intentaba ocultar infructuosamente, fue acompañado por un desborde pilífero a la altura de las axilas y la cachucha. Si bien esta última no me preocupaba demasiado -no se acostumbraba el streep-tease en esas épocas- los pelitos enrulados de los sobacos me hicieron pasar más de un veraniego papelón cuando, desprevenida, levantaba las extremidades superiores estando en malla o con vestidito sin mangas: -¡Mirá, mirá! ¡La Chiche tiene pelos abajo de los brazos! ¿A ver? ¡Mostráme!
Esto de ser la vanguardia en los cambios, sin preparación previa, fue bastante problemático, por no decir rejodido, para una niñita de nueve años educada por las piadosas, retrógradas y culpógenas monjitas de la Misericordia de San Fernando.
Y vino la aterradora pérdida de sangre que descubrí una mañana, cuando fui a hacer pis. Puse un pedazo de papel higiénico entre lo goteante y la bombacha, para disimular, pero mamá se dio cuenta al ver la sábana manchada y me explicó cómo ponerme un extraño cinturón de elástico con dos extensiones, delante y atrás, provistas de botones para sostener las "toallitas higiénicas", que eran de toalla de verdad, pero ¡minga de higiene! había que lavarlas y tenderlas a escondidas para que nadie se diese cuenta del inmundo incidente al que el cuerpo nos condenaba irremisible y periódicamente. Y encima, aguantarsde a las tías, amigas de la familia y vecinas que me miraban con sonrisa maliciosa: -¿Así que ya sos señorita? ¡Te felicito!
Fue demasiado temprano. No había cumplido los diez años. El cuerpo estaba maduro, pero a todo lo demás le faltó la maceración suficiente como para aceptar esos cambios que acabaron con una infancia sin problemas de excesos corporales. Quizás fue por ese desarrollo adelantado que dejé de crecer hacia arriba. Hasta ese momento siempre había sido de las más altas del grado. Me quedé ahí, pero el cuerpo no se detuvo y, acostumbrado al agrande, comenzó a hacerlo hacia los costados y allí sobrevino la tragedia: dietas, gimnasia, anfetaminas "-No tengo de tu talla" etc., etc., etc. Pero ésa, es otra historia.
Chiche de la Torre
Mayo de 2004
( Alumna del Seminario Reminiscencia, Nuevos Recursos)