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Número 5 - Noviembre 2002

De la amenaza de suicidio al suicio como llamado
Singularidad de la urgencia en la institución

Mariela Garvich


La paciente de la que voy a hablar hoy se llama C., al iniciar el tratamiento tiene 42 años de edad y concurre por primera vez en diciembre de 1999, luego de consultar a diferentes especialistas (neurólogo, clínico, especialista en columna y en vértigo), incluyendo a una psicóloga. Se le hicieron varios exámenes y estudios según los cuales no se puede establecer patología de origen orgánico. Ella se queja de "mareos", los cuales describe como "hormigueos en las muñecas, falta de sensibilidad en las manos, (...), que algo en las plantas de las manos y de los pies se mueve. Movimiento constante. También en las arterias de la cabeza. Las cosas, las paredes y el piso parecen de gelatina, y cuando se quiere agarrar, se le acercan o alejan de repente. Cuando se acuesta a dormir, se le mueve la cama; y si se acuesta en el piso, se mueve el piso. El ‘síntoma’ la despierta cuando se puede dormir ". También su cuerpo es como de gelatina. Esto comenzó aproximadamente dos años antes de la primera consulta, cuando ella trabajaba cuidando a una paciente esquizofrénica, en el domicilio de esa señora. Dice sentir impulsos de agredir a otras personas, y haber pensado en el suicidio (un intento hace dos años con pastillas para dormir). Lleva siempre con ella una carta donde explica las razones por las que quiere matarse, por si algún día se mata. Dice que ya no aguanta lo que le pasa y que los médicos no le encuentran nada, no saben qué es lo que ella tiene. Interrumpo esta primera entrevista para hacer interconsulta con guardia, y desde entonces la paciente es tratada médicamente por un psiquiatra del Servicio de Psicopatología de este hospital, mientras continúa en psicoterapia conmigo.

A partir de este primer fragmento, quisiera destacar que, en todo el tratamiento fueron fundamentales el trabajo interdisciplinario y las supervisiones, aspectos ambos que hacen, para mí, a las singularidades del trabajo en el marco de una institución, en cuanto a la posibilidad de acceder a ellas en el momento en que aparece la urgencia.

Tomando fragmentos del discurso de la paciente y algunas maniobras que se pudieron ir realizando, se pueden delimitar tres momentos, no cronológicos ni independientes entre ellos. Mientras los desarrollo, voy a plantear algunos interrogantes, así como ciertas articulaciones teóricas posibles, que podrían ser retomadas al final para su discusión.

Primer Momento. Podría llamarse "momento de la duda diagnóstica". No se discute, por supuesto, la importancia y la necesidad de poder definir el diagnóstico en términos de la estructura, en tanto ello determina nuestro posicionamiento y el lugar de nuestras intervenciones y dirección de la cura. Sin embargo, en el discurso de C. era muy difícil establecer si se trataba de alucinaciones en tanto fenómenos elementales, o intentos de transmitir lo que sentía, "como si... ".

Ejemplo:

C: - No puedo lavarme la cara, la pileta se me acerca y se me aleja de repente.

P: - Ud. ve que se acerca y se aleja...

C: - Por el mareo, como si se me viniese encima y después se alejara de vuelta... Las paredes del consultorio, ahora están sueltas... Es como si estuviera todo suelto.

En supervisiones e interconsultas tratábamos de establecer un diagnóstico diferencial, sin conseguirlo. Hasta que se hace evidente que, entre tanto, la paciente seguía hablando, pero yo ya no escuchaba, ya que estaba pendiente del diagnóstico. Se me plantea, entonces, una primera pregunta acerca del lugar del diagnóstico diferencial, y cómo evitar que se transforme en una interferencia.

La paciente, entre tanto, se hace escuchar: pone fecha límite al tratamiento: "si no me curo hasta esta fecha (supongamos el 10 de mayo), me mato. Ya compré el arma". Se maniobra en conjunto con el psiquiatra: por mi lado, promesa de trabajar en función de la cura, pidiendo de su lado un poco más de paciencia, y se aumenta a dos las sesiones semanales (apostando a que, si se trataba de una paciente neurótica, esta promesa, sostenida por el sujeto supuesto saber, estaba destinada a caer. Esta estrategia se sostenía en la transferencia positiva, muy fuerte desde el primer momento. Era una intervención posible frente a la urgencia). Del lado del psiquiatra, se cambió el nombre comercial de la medicación, pero no la droga, diciendo a la paciente que había que esperar a ver qué efecto hacía el cambio. Llegada la fecha en cuestión, la paciente no hace ningún comentario. Pero aún así, la muerte tendrá siempre un lugar casi diría de privilegio en su discurso.

Antes de irse, la paciente siempre me pide que anote el día y la hora de la próxima entrevista, a pesar de mis insistentes aclaraciones acerca de que ése es su espacio.

 

Segundo Momento. Después de la supervisión citada arriba, empiezo a recortar el discurso de C. Entonces ella empezará y terminará siempre con una queja acerca de su malestar. Pero en el intermedio, empezará a contar su historia. Vive con su madre, de más de 60 años, y su hija de 23. Las relaciones entre las tres mujeres son muy malas, especialmente entre C. y su madre, y C. y su hija. Esta problemática, que sería muy extenso analizar, es determinante para la enfermedad de C.

A partir de una supervisión en la que estuvo presente también el psiquiatra, descubrimos que la paciente cuenta dos versiones de su historia: una al psiquiatra y otra a la analista, adoptando con el primero una actitud seductora y con la segunda una posición de víctima. La conducta que decidimos fue clarificar los campos: se le dijo a la paciente que era muy importante lo que le sucedía y por eso no debía descuidar las indicaciones de los médicos, a quienes debía relatar todo aquello relacionado con su enfermedad, porque de eso, yo no entendía nada. En el espacio que yo le ofrecía hablaríamos de su vida más allá de esto.

Una nueva amenaza: llama a mi casa para decirme que se siente muy mal, tanto que si tuviera el arma a mano se mataba. Pero en lugar de eso, me llama. Le digo que vaya a la guardia del hospital, donde estaba el psiquiatra esperándola. Voy yo también. Había faltado tanto a terapia como a la entrevista de control de medicación, por lo que estaba sin medicar. Esto, según el médico, causó la crisis. Rescato el llamado, que plantea una alternativa al suicidio.

En otra entrevista, le pregunto acerca del para qué del suicidio. Ella decía que, una vez que una persona muere, adquiere otro valor para los que quedan. Eso habría pasado con su hermano, que se suicidó de un disparo en 1991. Sin embargo, venía diciendo ahora que la hija le dijo que quiere que se muera, y que no le va a llevar ni una flor al cementerio. Tomo esto para preguntar, entonces, cuál es el sentido que ella le da ahora a su muerte. Se sorprende.

Tercer Momento. De las formaciones del inconsciente. En la próxima sesión C. dirá: "siempre sueño con la muerte", y me cuenta dos sueños, que empiezan a ser trabajados. Asocia. Recuerda escenas de felicidad con el padre. Recuerda, también, una experiencia vivida a los 9 años, que cree cercana a la sensación de la muerte: "si eso es la muerte, no me quier o morir más". A partir de entonces, siempre le tuvo miedo a la muerte. Recuerda además un violento ataque sufrido a los 26 años.

En esta entrevista C. se alegra cuando habla del padre, se angustia cuando recuerda las escenas en que sintió que se moría. La angustia y el temor, que siempre tiñeron su discurso, aparecen por primera vez, en el discurso, ligados a escenas que recuerda y que, por ende, puede reencontrar o perder. Dice: "a mí me quitaron todo lo bueno y me dejaron todo lo malo". Le señalo que tanto el ataque sufrido como las vivencias con su padre son, ambas, escenas del pasado, recuerdos, y que eso nadie se lo puede quitar. Se sorprende.

Nueva llamada: "¿Podemos cambiar el día de la sesión? (su día caía en feriado) Estoy mal porque se enfermó un amigo, está internado". Acepto. Trabajamos. Cuando se va, a punto de salir del consultorio, recuerda el ritual: "me tiene que anotar la próxima sesión. Bueno, me lo anota en el pasillo." Salimos. Le reitero que este es su espacio, como lo hice otras veces. Esta vez, no es necesario anotar en el papelito.

El trabajo con C. continuó por 2 años, plazo en el cual se avanza con relación a su conflictiva familiar. Constituye una pareja y comienza a trabajar nuevamente, siempre con personas añosas con enfermedades crónicas en etapa terminal.

Comentario

C. fue una de mis primeras pacientes, en el hospital y en la clínica. Implicó para mí muchos cuestionamientos, sobre todo acerca de mi posición como analista en este tratamiento que no se parecía demasiado a lo que había estudiado. C. me hablada de dolores y mareos, de tratamientos médicos, efectos adversos, etc. No había allí nada para interrogar, para poner en juego, ningún lapsus o al menos un chiste para poner a trabajar. C. no consultaba a un analista acerca de su malestar, sino que buscaba el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad que la aquejaba. Sin olvidar que, si no lo encontraba, ya tenía decidida la salida.

En estas primeras entrevistas, se trataba de escuchar lo que a veces se tornaba insoportable, sosteniendo un espacio en el que el deseo estaba del lado del analista y no del sujeto, que se encontraba arrasado por el goce e imposibilitado de tomar la palabra. Espacio que no era otra cosa que un lugar en el otro en el cual C. pudiera alojarse. A partir de esto podemos situar ya una diferencia. Ante hechos similares a los que, en un primer momento, la empujaban a matarse, en este segundo momento encuentra otra alternativa: me llama.

En las entrevistas posteriores a este llamado, cuestiono el lugar que ella daba a su suicidio, como único modo de obtener un valor para sus seres queridos. Por un lado, en su familia solo se valoraba a los muertos (su padre, su hermano). Por el otro, en su propio relato estaba claro que esto no sucedería con ella. Y si sucedía, cómo iba ella a beneficiarse con esto. Entonces, matarse para que la valoren, qué sentido tenía? Esto ella nunca lo había pensado porque, cuando C. comienza a hablar de su complicada relación con su madre y su hija, lo que hace es una narración de una serie de acontecimientos, en la que ella aparece como víctima y espectadora. Las cosas le pasan, los demás deciden, ella padece. Interpreta un rol que le fue dado, y desde el cual no le está permitido cuestionar. Sólo le queda buscar salidas dentro del repertorio de lo conocido.

Con estos cuestionamientos, busco crear al menos la posibilidad de que el sujeto cuestione su propio relato y pueda comenzar a armar su propia versión de la historia. Así C. puede recuperar los recuerdos de los momentos gratos que compartió con su padre y percibir que no sólo los recuerdos feos le pertenecen. Puede recuperar intervalos de la cadena de hechos que no sabía perdidos. La muerte como valor aparecerá ahora en su elección de trabajo. Ella cuida enfermos terminales. En estrecha relación con la muerte. Pero ella es la que brinda cuidados al enfermo, la que lo sostiene, al enfermo y su familia, en este penoso transitar. Y no es la "depositaria de la basura" (frase que solía usar la paciente refiriéndose a sí misma) sino que encuentra alguna satisfacción en la tarea que eligió desarrollar.

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