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Publicado en
"Etudes Médicales", segundo tomo, página 45.
Publicado en París, en 1884
Traducción de Carlos Moro
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(reproducción fotográfica de la edición original)
Tengo la convicción de que no se conseguirá completar el conocimiento de las afecciones histéricas hasta que no se haya estudiado aisladamente cada uno de sus grupos sintomáticos. Una vez realizado este trabajo preliminar, se deberán reagrupar los fragmentos y entonces recomponer la totalidad de la enfermedad. Enfocada en su conjunto, la histeria tiene unos componentes de fenómenos individuales, es decir, de incidentes sometidos al azar, tan importantes que no es posible llegar a comprender lo particular tomando como base lo general.
Este procedimiento, más que discutible si se aplica a las enfermedades limitadas en el tiempo, en el espacio, en su localización o en la modalidad de los fenómenos, se puede aplicar en nuestro caso idóneamente. Ya he intentado definir las características de la tos y de la catalepsia pasajera de naturaleza histérica; otros han dedicado excelentes monografías a las hemiplejías, a las contracturas transitorias o duraderas, a la anestesia, etc. Hoy tengo la intención de estudiar un complejo sintomático, al que nos enfrentamos tan a menudo que no lo podemos considerar como un accidente excepcional y que, además, tiene la ventaja de permitirnos penetrar en la intimidad de las actitudes mentales de las histéricas.
Son numerosos los trastornos digestivos que aparecen en el decurso de la histeria. Consisten en vómitos repetidos y, a veces, casi irrefrenables, en dolores gástricos, en hematemesis, en estreñimientos o diarreas, diferentes entre sí por su evolución o por cualquier otra de sus características.
Entre los síntomas graves, son los vómitos de sangre los que más han llamado la atención de los facultativos; por otra parte, las gastralgias, fenómenos puramente subjetivos, se conocen mal, mientras que los trastornos intestinales dan lugar a más incertidumbres aún.
Nos hemos fijado preferentemente en los extraños desarreglos del apetito, de los que abundan los ejemplos y cuyas variedades serian casi infinitas. Al referirnos a hechos singulares, a casos de apetencias raras, hemos olvidado estudiar el verdadero estado de las pacientes, y lo hemos reducido todo a asumir la convicción inoperante de que las histéricas se ven afectadas por los desórdenes más inverosímiles de las funciones digestivas. Sin embargo, sería posible intentar una clasificación de este tipo de anomalías; pero, aunque he tenido la ocasión de observar una gran cantidad de las mismas, no es mi intención hablar aquí de ellas, ni tan siquiera incidentalmente.
El objetivo de esta memoria es hacer conocer una de las formas de la histeria de localización gástrica, lo suficientemente frecuente para que su descripción, en contra de lo que sucede con demasiada facilidad, sea algo más que la generalización artificial de un caso particular, ya que es lo bastante constante en sus síntomas para que los médicos que la han observado no puedan comprobar la exactitud de la misma y para evitar que coja desprevenidos a los que se tropiezan con ella en la práctica profesional. Se podía haber reemplazado el nombre de anorexia por el de inanición histérica, que representaría mejor la parte más llamativa de los casos. He preferido, sin que por ello la defienda a ultranza, la primera denominación, precisamente porque se relaciona con una fenomenología menos superficial, más afinada y, también, más médica.
De las diversas fases que se compone la digestión, la mejor analizada por los enfermos y la que con menos detenimiento han estudiado los especialistas médicos es seguramente la apetencia por ciertos alimentos o por alguno determinado. Aunque el término de anorexia se haya adoptado generalmente para representar un estado patológico, no tiene su equivalente fisiológico, ya que la palabra "orexia" no existe en nuestra lengua. De ello resulta que carecemos de expresiones para designar los grados o variedades de la inapetencia; en este caso, como también sucede en otros muchos, la pobreza del vocabulario responde a la insuficiencia del conocimiento.
En ciertos casos, el apetito ha quedado anulado, sin que el enfermo sienta otra sensación que la pena de carecer de un excitante que le incite a comer. No por eso se convierte en repugnancia invencible y, muy a menudo, resulta acertado el proverbio de que "el comer y el rascar, todo es empezar"...
En algunas circunstancias, siente el enfermo una repulsión más o menos viva hacia ciertos alimentos; en otras, por último, toda sustancia alimenticia, sea ésta la que sea, provoca asco. Por generalizada que sea la inapetencia, muestra siempre una escala gradual, sin que los alimentos sean rechazados indistintamente con la misma insistencia.
Al contrario, existen afecciones, sean éstas del estómago o del sistema nervioso central, localizadas o diatésicas, que van acompañadas de una sensación ilusoria de apetito, que se reproduce en intervalos desiguales o casi regulares. En algunas histéricas, se observan falsos apetitos, exigentes e imperiosos, tan intensos como el hambre que afecta a algunos diabéticos. Las enfermas, obedeciendo a una hipótesis teórica, parten casi siempre de la idea de que su malestar se debe a la inanición y que conseguirían superarlo comiendo algo, por poco que fuera. La experiencia demuestra que dos gotas de láudano sirven mejor para calmar el hambre imaginaria que la ingestión de alimentos.
A la sensación exagerada de apetito, a la suposición que la comida calmará la necesidad, se contraponen, en sentido inverso, la disminución del apetito y la convicción de que la comida va a ser perjudicial. Como en el primer caso, el enfermo se comporta entonces de acuerdo con una suposición instintiva. Dócil, deseoso de ser liberado de su temor, intenta comer y va adquiriendo la certeza de que, o bien que su salud saldrá ganando si continúa alimentándose, aun con riesgo de sufrir, o que sus aprensiones estaban mal fundamentadas. Indócil, preocupado sobre todo por evitar un dolor hipotético y temido de antemano, mantiene el tratamiento que se le ha prescrito y se abstiene de tomar alimentos. Este es el caso de las histéricas cuyo historial voy a intentar describir. No se incluyen las observaciones hechas desde hace años, pues creo que es mejor presentar, en lugar de hechos particulares, un cuadro de la enfermedad en cierta manera esquemático.
Una joven entre 15 y 20 años se siente presa de una emoción que declara o disimula. Lo más a menudo se trata de un proyecto real o imaginario de matrimonio, de una contrariedad derivada de cualquier afecto o incluso de cualquier aspiración más o menos consciente. En otras ocasiones, se tiene que limitar uno a hacer conjeturas sobre la causa desencadenante, bien sea porque la joven tenga interés en encerrarse en el mutismo tan habitual en las histéricas, o porque no es consciente del motivo originario. Después veremos que, entre estas causas múltiples, muchas de ellas pueden pasar desapercibidas.
Siente un malestar inmediato después de haber ingerido un alimento: vagas sensaciones de empacho, angustia, gastralgia, bien sea post prandium o manifestada ya desde el inicio de la comida. Ni ella ni las personas de su entorno le dan la más mínima importancia, pues no resulta de ello ningún malestar duradero.
Al día siguiente, se repite la misma sensación y continúa, tenaz e insidiosa, durante varios días. La enferma se convence a si misma que el mejor remedio contra estas molestias indefinidas y extremadamente desagradables consiste en disminuir los alimentos. Hasta aquí, no ha sucedido nada de extraordinario. No existe ninguna persona afectada de gastralgia que no haya sucumbido a esta tentación hasta que llega a adquirir la certeza de que la privación relativa de alimentos no sólo no le va a ser provechosa, sino que agrava sus dolencias. En la histérica, las cosas suceden de otra manera. Reduce su comida poco a poco, ya sea pretextando un dolor de cabeza, una inapetencia momentánea o manifestando el temor de que se repitan las impresiones dolorosas que siguen a la comida. Al cabo de algunas semanas, ya no se trata de repugnancias que se suponen pasajeras, sino de un rechazo a la alimentación que se prolongará indefinidamente. Se ha declarado la enfermedad, que va a seguir su marcha de una manera tan fatal que es fácil pronosticar el porvenir.
¡Ay del médico que, desconociendo el peligro, trata esta obstinación, que espera curar con medicamentos, con consejos amistosos, o con el recurso, todavía menos indicado, a la intimidación, como si fuera una fantasía sin consecuencias, como algo que va a durar poco! Con las histéricas, nunca se puede corregir un primer error médico. Al acecho de los juicios que se emiten sobre ellas y sobre todo de la actitud de la familia, no perdonan y, una vez que consideran que se han roto las hostilidades, se atribuyen el derecho a continuarlas con una tenacidad implacable. En este periodo inicial, la única conducta racional es observar, callarse y no olvidar que, cuando la privación voluntaria de alimentos se prolonga varias semanas, se ha convertido en un estado patológico de larga duración.
Para apreciar en su valor los diversos elementos que concurren en la eclosión de la enfermedad, es importante someter cada uno de ellos a un análisis minucioso.
Ante todo, merece que nos detengamos en el dolor gástrico, que es, o parece ser, el punto de partida de los achaques. Varía de intensidad, yendo desde una sensación confusa de presión hasta una especie de contracción espasmódica estomacal acompañada de desfallecimiento, palidez, sudores o incluso de escalofríos; sin vómitos ni ganas reales de vomitar, ni tan siquiera en los casos extremos; es sólo la enferma quien pretende que un grado más provocaría los vómitos.
Si nos atenemos a las apariencias, las crisis dolorosas no se diferencian en nada de aquéllas que tan frecuentemente se observan en todas las afecciones de las vías digestivas. Es la alimentación la que las desencadena, pues, si no se come, no se producen. Si esto fuera así, nos faltarían los signos distintivos y nos veríamos obligados a incluir la gastralgia en la lista, ya bastante numerosa, de las neurosis histéricas localizadas.
La sensación dolorosa no se produce solamente por efecto de la comida, persiste, más o menos viva, en el intervalo entre las ingestiones, ya sea con carácter insignificante, ya sea con un malestar más intenso, tan atenuada a veces que la enferma se queja de una desazón general sin poder asignarle un punto fijo. Sean cuales sean sus formas, su localización y su gradación, ¿se debe la sensación de malestar a una lesión estomacal o es sólo la manifestación refleja de una perturbación del sistema nervioso central? No creo que la respuesta sea dudosa siempre que nos hayamos formulado la pregunta correctamente.
La angustia precordial, el sentimiento de opresión y de contracción epigástricas que también se producen incluso por efecto de emociones fugaces, nos las encontramos en el inicio de un gran número de enfermedades cerebroespinales. Todos nosotros hemos sentido esta especie de ansiedad y la hemos relacionado con la causa moral determinada que la produce. Supongamos, por el contrario, un individuo afectado súbitamente por una constricción epigástrica que surge sin motivo apreciable, el malestar es tal que despierta la inquietud. El enfermo se pregunta de dónde puede provenir esta impresión extraña y muy a menudo es precisamente con una búsqueda semejante por donde comienza el delirio de los perseguidos. Suponiendo que la afección encefálica no desemboque en consecuencias tan graves, la primera hipótesis del enfermo, y la más natural, es que sufre una enfermedad del estómago. Cualquier ansiedad epigástrica, con la aprensión y el semivértigo que lleva consigo, aumenta con la alimentación, razón de más para creer en la existencia de una irritación gástrica.
No es imposible diferenciar los caracteres de esta gastralgia de causa refleja, dado que las circunstancias en las que se la puede observar no son nada raras.
Se distingue de las irritaciones dolorosas del estómago: porque no está localizada exactamente y va acompañada de una inquietud especial, porque tiene una aparición repentina y no ha estado precedida por trastornos gradualmente crecientes de la digestión y porque, por otra parte, no va seguida de manifestaciones dispépticas, porque las funciones intestinales quedan indemnes, salvo un estreñimiento persistente de fácil tratamiento, porque la naturaleza de los alimentos no ejerce influencia alguna en las crisis y, por fin, porque las características del dolor, cuando éste existe en realidad, no tienen ninguna analogía con las molestias gástricas ocasionadas por una lesión, por superficial que ésta sea.
Desde el momento en que se ha adquirido certeza sobre la naturaleza del malestar, se ha hecho un progreso importante para establecer el diagnóstico.
Nunca se insistirá lo suficiente sobre estas neurosis de los órganos esplénicos y sobre sus relaciones con ciertos estados cerebrales.
Después de algunas indecisiones de corta duración, no duda la histérica en afirmar que la única posibilidad de alivio a su alcance consiste en abstenerse de ingerir alimentos. Es un hecho que los remedios indicados para otras gastralgias son absolutamente ineficaces, por mucho celo con que el enfermo y el médico los apliquen. También actúa una razón de otra índole, de las que desempeñan siempre un papel preponderante en la histeria. La enferma ha perdido la sensación de apetito y necesitaría, para que consienta en alimentarse, vencer el temor al dolor sin ser instigada o incluso alentada a ello por el deseo de comer: por el contrario, absteniéndose, satisface simultáneamente dos inclinaciones. Todas las manifestaciones histéricas, si es que se dan, quedan en suspenso a partir de esta primera fase. La enferma, lejos de debilitarse, de entristecerse, desarrolla una especie de vivacidad que no le era habitual: casi se podría decir que toma sus precauciones para los períodos ulteriores y que está preparando los argumentos que no olvidará de emplear.
La repugnancia a alimentarse sigue su marcha en lenta progresión. Las tomas de alimentos se van reduciendo cada vez más, en general sólo queda una comida que pueda ser considerada como aporte alimenticio, bien sea ésta el desayuno o el almuerzo. Casi siempre, la enferma suprime sucesivamente uno de los ingredientes de la alimentación, el pan, la carne o ciertas legumbres. Algunas veces, está de acuerdo en reemplazar un alimento por otro al que se entrega con predilección exclusiva durante algunas semanas; por ejemplo, sustituye el pan por tostadas o galletas secas, a lo que renuncia después, para reemplazar o no los platos aceptados provisionalmente.
Esta situación se prolonga así durante semanas y meses, sin que el estado general de la salud aparezca influenciado desfavorablemente, la lengua permanece limpia y fresca, ni asomo de sed. El pertinaz estreñimiento desaparece con la ayuda de laxantes ligeros, el vientre deja de retraerse, el sueño sigue siendo más o menos regular.
Aunque lo ingerido representa apenas la décima parte de la dieta habitual de la enferma, no hay pérdida de peso.
Es bien conocida la fuerza de resistencia de la salud general de los histéricos, para que nos extrañemos de verlos soportar sin deterioro una privación de alimentos sistemática, a la que incluso mujeres robustas no se expondrían impunemente. Por otra parte, hay que tener presente que la disminución de alimentos ha tenido lugar gradualmente y sin brusquedad; de esta manera, el metabolismo se adapta más fácilmente de lo que parecería a esta disminución de la dieta. Todos nosotros lo hemos vivido durante el asedio de París y hemos constatado que las carencias que tenían que soportar los más pobres no han alterado sensiblemente su salud de buenas a primeras.
Otro hecho igualmente comprobado es que, lejos de debilitar las fuerzas musculares, la disminución de alimentos tiende a acrecentar la capacidad de movimiento. La enferma continúa sintiéndose más activa, más ligera, monta a caballo, da largos paseos a pie, recibe y hace visitas y lleva, si es necesario, una vida mundana fatigante, sin acusar el cansancio del que se habría quejado antes.
No existen signos visibles de clorosis o de anemia, por lo menos no se puede decir que los haya provocado la privación de alimentos, porque la mayoría de estas enfermas eran ya más o menos cloroanémicas.
Aunque la situación no varía por lo que se refiere a la anorexia y al rechazo de los alimentos, la actitud del entorno se va modificando a medida que el mal se prolonga y, paralelamente, el estado mental de la histérica se manifiesta más claramente.
Caso de que el médico hubiera prometido una mejoría rápida o no hubiera sospechado de antemano la mala voluntad de la enferma, haría ya mucho tiempo que había perdido su autoridad moral. Sin embargo, la enferma acepta excepcionalmente la administración de cualquier medicamento. Cuanto más se resiste a la toma de alimentos, tanto más dócilmente se presta a ingerir los remedios menos atractivos. He visto a algunas que incluso se deleitaban masticando trozos de ruibarbo y que no hubo manera de hacerles que se decidieran a saborear una buena costilla. Los estimulantes gástricos más activos, los purgantes, benignos o drásticos, las aguas minerales digestivas quedan sin efectos útiles o perjudiciales. Esto mismo sucede con los estimulantes de amplio espectro, con las gomas fétidas, con la valeriana, con la hidroterapia, con las duchas a temperatura variada, e incluso con los reconfortantes, los ferruginosos, las especialidades cutáneas, etc. El único servicio que proporcionan los laxantes es el de suprimir el estreñimiento, sin embargo, con los otros preparados tan siquiera se consigue una atenuación de la anorexia.
Cuando, después de varios meses, la familia, el médico y los amigos se dan cuenta de la ineficacia inalterable de todos los esfuerzos, comienza la inquietud y con ella el tratamiento psicológico. Es en este momento cuando se va a perfilar la perturbación mental, que es casi característica por sí misma y que justifica la denominación que, a falta de otra mejor, he propuesto de anorexia histérica.
La familia no dispone más que de dos métodos que agota siempre: rogar o amenazar, y que sirven, tanto el uno como el otro, de piedra de toque para probar la bondad o maldad de la situación. Se multiplican los primores que se sirven a la mesa con la esperanza de despertar el apetito, cuanto más aumenta la solicitud, más disminuyen las ganas. La enferma prueba despectivamente los manjares nuevos y, después de haber dejado constancia así de su buena voluntad, se considera algo así como libre de la obligación de hacer nada más. Se le suplica, se le pide, como un favor, como una prueba soberana de afecto, que se resigne a añadir un solo bocado suplementario a la comida que se empeña en haber terminado. El exceso de insistencia provoca un aumento de la resistencia. Es una ley bien conocida y experimentada por todos, que el mejor medio de doblegar la obstinación de las histéricas es dejar caer la suposición, expresada explícita o implícitamente, que si ellas quisieran podría dominar sus impulsos enfermizos. Una sola concesión les haría pasar del estado de enfermas al de niñas caprichosas; no obstante, nunca aceptarán esta concesión, mitad por instinto mitad por una idea preconcebida.
La anorexia se convierte poco a poco en el objetivo de las preocupaciones y de las conversaciones. Se forma así una especie de atmósfera alrededor de la enferma que la envuelve y de la que no se escapa durante ningún momento del día. Los amigos se unen a los padres, cada uno contribuye a la obra común según las peculiaridades de su carácter o el grado de su afecto. Sin embargo, hay otra ley no menos positiva que dice que la histeria sufre el tirón de su entorno y que la enfermedad se desarrolla o se condensa tanto más cuanto más se estrecha el círculo donde se mueven las ideas y los sentimientos de la enferma. La afección no depende exclusivamente en un vicio patológico del carácter. Es un hecho que las histéricas, bajo el influjo de sensaciones que recuerdan en más de un aspecto las impresiones de los hipocondríacos y las ideas delirantes de los alienados, son incapaces de liberarse de este yugo mediante el solo esfuerzo de su voluntad.
Como máximo, pueden llegar a olvidar por intervalos, si se consigue distraerlas, siendo estos espacios las únicas treguas que conceden. Cuanto más concentran su atención en sí mismas, tanto más aguda se vuelve la sensación de malestar. Al final de un período variable, sumida en este ensimismamiento funesto, entra la enferma en una fase nueva, ha hecho sus deberes, sistematiza a la manera de ciertos alienados y deja de dedicarse a buscar argumentos: las respuestas se vuelven todavía más monótonas que las preguntas.
Sin embargo, a todos aquellos que han participado en estas escenas dolorosas de familia, el cuadro no les parecerá ni demasiado exhaustivo ni demasiado sombrío; nos hemos cansado de suplicar y empezamos a exigir. Nueva tentativa, más infructuosa aún que las precedentes.
En efecto, ¿Qué se puede decir aparte de que la enferma no puede vivir con una cantidad de alimentos que no seria suficiente ni para un niño de corta edad? La enferma responde que su comida le es suficiente y que, por otra parte, ni ha cambiado ni adelgazado, nadie le puede reprochar que haya escondido el bulto a la hora de realizar una tarea o de enfrentarse a un esfuerzo; no hay nadie que sepa mejor que ella lo que necesita. Por otra parte, le sería imposible tolerar una alimentación más abundante.
Si se le dice que la falta de comida provocará a la larga una enfermedad de estómago, responde que nunca se ha encontrado mejor, que no siente dolor alguno y que su bienestar pone en entredicho tales temores.
En este período se han atenuado o disipado ya los dolores del principio y, caso de que vuelvan a aparecer, lo harán espaciados por largos intervalos o con intensidades fácilmente tolerables. Un argumento más a favor del régimen al que la enferma atribuye su mejoría.
Por otra parte, el ayuno no es absoluto y no tiene nada de común con el rechazo a los alimentos de los melancólicos. La anorexia no se ha agravado y, sobre todo, no se ha convertido en una inapetencia análoga a la que afecta a los tísicos y a muchos cancerosos. Siempre que se la deje tomar lo que más le plazca, la enferma participa de buen grado en las comidas de la familia.
Lo que domina en el estado mental de la histérica es, ante todo, una quietud que yo definiría como una complacencia casi patológica. No sólo no aspira a la curación, sino que se encuentra a gusto en su situación, a pesar de todas las contrariedades que le ocasiona. No creo pasarme de la raya, si comparo esta satisfacción complaciente con la obstinación del alienado. Si se estudian todas las demás anorexias, se verá en qué medida se diferencian. Incluso en el momento más agudo de sus repugnancias, el canceroso espera y solícita un alimento que despierta su apetito, está dispuesto a hacer toda clase de tentativas, aunque sea incapaz de superar su repugnancia. El dispéptico sin lesión orgánica se las ingenia por variar su dieta, por ayudarse con todos los medios, se queja con la amargura propia de los que sufren del estómago. En nada se parece a esto nuestro caso, por el contrario, lo que se da es un optimismo inexpugnable, contra el que se estrellan las súplicas y las amenazas. No sufro, luego me encuentro bien, tal es la fórmula monótona que sustituye a la precedente que decía: no puedo comer porque sufro. He oído a los enfermos repetir tantas veces esta frase que ya la considero un síntoma, casi una señal.
Si le doy una importancia que quizá pueda parecer excesiva al estado mental, es porque toda la enfermedad se resume en esta perturbación intelectual: suprímanla y se encontrarán con una afección banal, destinada a ceder a la larga por los procedimientos clásicos de tratamiento; llévenla a sus extremos, y no llegarán nunca demasiado lejos, están Uds. en presencia de una dispepsia sin parangón con las otras, que sigue un curso predeterminado e imposible de superar con los medios habituales.
Por otra parte, no pienso que la histeria gástrica sea una excepción a lo anterior: en las otras localizaciones histéricas, se tropieza uno, como mínimo, con una indiferencia igual, por muy incómodos o penosos que sean aparentemente los achaques. La histérica afectada de tos convulsiva no pide que se la libere de un espasmo irritante y ridículo a veces: se queja formando coro al unísono con los que se compadecen de ella, pero, cuando se trata de luchar activamente contra el mal, aporta al tratamiento más despreocupación que celo. Esto mismo sucede con los parapléjicos condenados al reposo absoluto, que aceptan vivir así sin exigirle al médico, cansado por tentativas inútiles, que recurra a medios heroicos.
He observado, en compañía de otros dos compañeros, un caso raro, que pone bien de manifiesto la característica que intento resaltar. Se trataba de una joven de 20 años que se vio afectada por una indisposición espasmódica o de otro tipo en la laringe a consecuencia de ejercicios de canto. El dolor, si es que la sensación merecía este nombre, era impreciso, inexplicable, pero molesto en extremo; la enferma dejó de cantar inmediatamente, con obstinación y sin querer someterse a nuevas experiencias, declarando de antemano que estaban por encima de sus posibilidades. Lo único que pidió era que la dejaran cuidarse y que no se le exigieran nuevos esfuerzos. Los tratamientos más razonables quedaron sin efecto. Mientras tanto, la indisposición se prolongó casi un año.
Los mismos fenómenos semidolorosos se reproducían ya no sólo cantando, sino por el mero hecho de hablar, vagos y molestos también. La enferma se condenó a sí misma a un mutismo completo, prefiriendo escribir en una libreta a articular una sola palabra. Así pues, se confinó en un aislamiento voluntario que suprimía todas las relaciones con los suyos y el resto del mundo, escribiendo, entre sus reflexiones, que su situación le parecía intolerable. Aunque no rechazaba ninguna medicación, era incapaz de decidirse a hablar bajo la presión insistente de su entorno. Interrogada con la comprensible porfía sobre la naturaleza del obstáculo que le hacía renunciar, respondía que el sufrimiento no tenía nada de extraordinario, pero que no se sentía con fuerzas para enfrentarse a él. Cuando, por una rara condescendencia, articulaba una o dos palabras, resultaba una voz sonora, bien timbrada y sin acusar lesión alguna; reconocida la laringe exhaustivamente, resultó encontrarse en perfecto estado.
Sin embargo, las ocasiones de observar enfermos afónicos, roncos, incapaces de hablar sin sufrir las más ligeras molestias son tan frecuentas como las que tenemos de ver a dispépticos con anorexia. ¿Es posible encontrar una sola vez fuera de los estados histéricos la particularidad que acabo de describir, con el mantenimiento completo de la voz y el temor no menos completo a correr el riesgo de un malestar que parece ser exclusivamente local?
También he observado en jóvenes histéricas, en una edad más próxima a la pubertad, que este mismo peso de la inercia se derivaba hacia otras funciones. A una enferma de 16 años de edad, que se había visto afectada por varios ataques clónicos, el deambular, e incluso el estar de pie sin moverse, le provocaba, según decía ella, sensaciones dolorosas en los miembros inferiores y un malestar general indefinido, sin que existiera, sin embargo, ningún debilitamiento muscular perceptible.
No obstante, la adolescente empezó a restringir sus movimientos, no abandonaba la cama más que para dar algunos pasos; más tarde, sólo consintió que se la llevara de la cama a un sillón, donde permanecía sentada durante algunas horas; más tarde, acabó condenándose a sí misma a un decúbito absoluto día y noche, en el que permaneció más de dieciocho meses.
Aquí, a la inversa de la fonación y de la alimentación, se podría recurrir a una especie de gimnasia pasiva, levantar a la enferma, mantenerla de pie, hacerle que avanzara con nuestro apoyo. Se repitió la experiencia un número incalculable de veces, pero siempre con el mismo fracaso. La familia, a pesar de las más convincentes explicaciones para que se tranquilizara, llegó a inquietarse y a pensar en una paraplejía; algunos médicos, ante la persistencia del mal, llegaron a dudar de su naturaleza histérica. La muchacha se mantuvo en este estado durante el largo espacio de tiempo que he indicado y sólo se curó después de una lenta mejoría atribuida a los baños calientes de mar.
En la histeria, en la hipocondría y en un gran número de afecciones del sistema nervioso central, se constata la existencia de aprensiones desproporcionadas frente al dolor. El hecho se explica a primera vista por lo que se llama una susceptibilidad exagerada, se da por supuesto que el enfermo aumenta desmesuradamente la importancia del mal y que su inquietud se basa en una concepción teórica. Suponiendo que esto fuera así, sería ya de por sí una aptitud mental patológica, propia de los enfermos imaginarios; pero las cosas suceden de otra manera. Cada sensación local va acompañada de un malestar general, de una perturbación imposible de describir, de un sentimiento de colapso, de decaimiento tanto más penoso cuanto más confuso es y en el que no se sabe a qué atenerse para calibrar su importancia. Todos nosotros hemos experimentado más o menos un efecto análogo al principio de una indigestión, como preliminar de un vómito o como comienzo de una enfermedad naciente.
Es cierto que el malestar estomacal de los histéricos no consiste nada más que en una simple gastralgia, sino que ésta forma parte de un conjunto de síntomas inquietantes. La prueba de ello la tenemos en que, cuando a continuación de la administración de un medicamento el estómago está irritado y doloroso, la enferma no confunde este dolor, por así decirlo artificial, con los que había sentido anteriormente. Esto es típico de los dolores reflejos, que me limito a mencionar sin ampliar desmedidamente la descripción del fenómeno.
La enfermedad permanece uniforme durante este segundo período, caracterizado por los siguientes fenómenos: falta de apetito, temor de una sensación indefinida, rechazo absoluto y creciente a intentar alimentarse. La obstinación dura meses y, a veces, años. En un caso, en el que yo sustituí como médico a una de nuestros maestros, la enferma recibió asiduos cuidados durante dieciocho meses y repetía, con una indolencia mezclada con un punto de causticidad, la conversación invariable que se intercambiaba dos veces al día entre ella y su médico: "Hija mía, ¿se ha decidido ya a comer? -Dr., he hecho lo que he podido, pero no lo he conseguido. -Algunos esfuerzos más y todo irá bien".
Al final, la tolerancia del metabolismo, por maravillosa que sea en los histéricos, se agota y la enfermedad entra en el tercer estadio.
Las menstruaciones, insuficientes e irregulares hasta entonces, dejan de producirse y aparece la sed. Ahora nos encontramos, por regla general, con los primeros avisos de complicaciones inminentes. La exploración objetiva nos permite detectar una retracción de las paredes abdominales que no existía hasta entonces; la auscultación indica una disminución progresiva de la elasticidad, síntoma habitual de las inapetencias prolongadas. Aunque la enferma no se queja de dolores espontáneos, la región epigástrica se ha vuelto dolorosa a la presión. El estreñimiento persistente no cede ya a los purgantes. La piel está seca, rugosa, sin flexibilidad, el pulso acelerado.
El adelgazamiento hace rápidos progresos y, con ello, aumenta la debilidad general. La actividad física se ha vuelto laboriosa, la enferma prefiere permanecer en posición de decúbito; cuando se levanta, o sufre vértigos o se encuentra mal e incluso sufre crisis de síncope. La cara se encuentra pálida, sin coloración en los labios. Se constata un rumor de soplo cardiovascular, casi constante y de origen anémico que, aunque a veces se había anticipado a la afección, raramente deja de aparecer en sus períodos avanzados. Aquí es necesario reflejar exactamente en este cuadro las diferencias individuales que se observan. Unas veces domina el adelgazamiento, otras el debilitamiento, otras el estado anémico con su cortejo de manifestaciones locales o generalizadas; excepcionalmente, aparecen trastornos nerviosos espasmódicos, neuralgias, etc., los síntomas activos parecen borrarse a medida que baja la fuerza de la resistencia vital.
La aparición de estos signos, cuya gravedad no le pasa desapercibida a nadie, redobla las inquietudes: los amigos y los parientes empiezan a ver la situación como desesperada. Que nadie se sorprenda si ve que, en contra de mi costumbre, establezco siempre un paralelismo entre el estado mórbido de la histérica y las preocupaciones de su entorno. Estos dos términos son complementarios y se tendría una noción errónea de la enfermedad si limitáramos nuestra atención a la enferma. Desde el momento en que interviene un elemento social, cuya existencia está aquí fuera de duda, el medio en el que vive la enferma ejerce una influencia que sería tan lamentable omitirlo como desconocerlo. Se ha pasado de la aflicción verdadera y sincera a los reproches: la histérica ha ingresado ahora en la categoría de enferma, más por la fuerza de los sentimientos que por la situación que se crea al surgir el nuevo agravamiento de la afección, y ya no se encuentra entre los que se mueven libremente en la vida ordinaria. Me ha parecido que este cambio inconsciente en las posiciones respectivas de la enferma y de sus familiares desempeñaba un gran papel. La joven comienza a inquietarse por el entorno entristecido que la rodea y su indiferencia satisfecha se desconcierta por primera vez: si, previendo el porvenir, ha asumido la responsabilidad de seguir asistiéndola, le ha llegado al médico el momento de recuperar su autoridad; ya no se acepta el tratamiento con una condescendencia pasiva, se le recibe con una ansiedad que la enferma todavía quiere disimular. Es curioso seguir y fácil de constatar, si no se deja traslucir nada de lo que se está comprobando, la lucha que se inicia entre el pasado y el presente.
Dos caminos se abren ahora ante la paciente: o está lo suficientemente distendida para volverse obediente sin restricciones, lo que es el caso más raro, o adopta una actitud de semidocilidad, con la evidente esperanza de evitar el peligro sin renunciar a sus ideas y, posiblemente también, al interés que despierta su enfermedad. Esta segunda tendencia, la más común en la mayoría de los casos, complica enormemente la situación. No es cosa fácil restablecer el funcionamiento regular del estómago condenado desde hace tanto tiempo a la inactividad: se pasa por alternativas de éxito y de fracaso y, muy a menudo, sólo se llega a un resultado insatisfactorio. Sé de enfermas que desde hacia diez años, época a la que se remonta el inicio de la enfermedad, no habían recuperado la capacidad de nutrirse como todo el mundo; siguen viviendo, su salud no ha quedado afectada profundamente, pero lo indicado sería que esta mejoría llevara a la curación definitiva.
Algunas veces, un acontecimiento inesperado acaba rompiendo el decurso de la enfermedad, una boda, una aflicción o una perturbación moral profunda. Otras veces, puede ser un incidente físico, un embarazo, un afección febril; pero algunas se resisten a estos dos tipos de poderosos revulsivos.
Como tesis general, hay que prever que el cambio hacia la mejoría se producirá lentamente, por sucesivas sacudidas, pero hay que tener cuidado en asegurar de antemano que se va a llegar al grado sumo de mejoría con el que nos daríamos por satisfechos.
Por fundamentadas que estén las preocupaciones, todavía no he visto que la anorexia acabe directamente con el fallecimiento, aunque bien es verdad que, a pesar de esta certeza experimental, me he visto sorprendido por repetidas perplejidades. Probablemente sucede que la sensación patológica, primera causa de la inapetencia, desaparece por el hecho de la caquexia creciente. No es sólo la fiebre la que desencadenada los espasmos, pues el mismo fenómeno se da también en otros numerosos estados patológicos. Liberada de su preocupación subdelirante, se incorpora la histérica al grupo de todos los dispépticos, resistiéndose a la curación con las dificultades a las que estamos acostumbrados. La histeria por sí misma, por extrema que sea su gravedad, no es mortal, pero se convierte en la causa ocasional o, si se quiere, indirecta de enfermedades con desenlace fatal y, en primer lugar, de la tuberculosis pulmonar. En una sola circunstancia, en el caso de una señora casada, histérica desde hacia tiempo y de 30 años cuando apareció la anorexia, he sido testigo de la transformación de la que acabo de hablar.
La repugnancia hacia la comida la habían ocasionado pesadumbres más imaginarias que reales, pero que la afectaban profundamente. Mi sospecha desde el principio fue que se trataba de una tentativa solapada de suicidio. La sucesión de los hechos no tardó en hacerme desechar esta suposición, después de que la enferma hiciera demasiado tarde verdaderos esfuerzos por aferrarse a la vida.
Las histéricas han sanado siempre más o menos completamente después de años, pasando, en el período decreciente, por apetitos limitados o incluso exclusivos y un tanto raros a veces. Remos atendido en compañía de Trousseau a una joven profundamente histérica desde la pubertad y que, sin causa apreciable, había sido afectada por una anorexia invencible. La enferma había llegado a una emaciación y debilidad tales que le era imposible abandonar el lecho. Su alimentación consistía exclusivamente en algunas tazas de té cortadas con leche. Al pertinaz estreñimiento había sucedido una diarrea serosa con exudados seudomembranosos. No por eso dejó de quedarse encinta y, por influjo del embarazo, se las ingenió para buscar comidas que le vinieran bien a su estómago. Durante seis meses, no se alimentó más que de café con leche al que echaba, a guisa de sopas de pan, pepinillos adobados en vinagre; poco a poco pero muy lentamente, añadió algunas féculas a este régimen tan extraño. Hoy se encuentra en un estado de salud de lo más satisfactorio, aunque siempre con una delgadez excesiva.
Lo más ordinariamente, el apetito se limita a alimentos escogidos menos caprichosamente, y es entonces cuando se la da libre curso a la fantasía. Recuerdo una enferma soltera, de 26 años de edad, la cual, residente en una provincia lejana, ni quería ni podía comer más que galletas sin azúcar preparadas por un panadero de París; otras se limitaban a una sola clase de legumbres, rechazando la carne y el pan; otras no consentían alimentarse más que con platos cuyo gusto estuviera disimulado por las especias.
Aunque estas restricciones sean una señal favorable, las enfermas siguen soportando sin apetencia la comida que han escogido a falta de otra mejor. La anorexia persiste indefinidamente, incluso durante mucho tiempo después de haber vuelto al régimen ordinario. Nunca he visto que la enfermedad recidive; una vez consolidada, la curación, relativa o completa, se mantiene. En la época en la que la afección histérica había cedido o había tomado otras formas, les pedí a las enfermas algunas informaciones más exactas sobre las sensaciones que sentían y que las habían alejada de la alimentación: esta encuesta, no me ha proporcionado información alguna que difiera de la que he expuesto. La fórmula tipo reaparecía tal y como se manifestaba en el curso de la enfermedad: No me era posible, era más fuerte que yo y, por otra parte, me encontraba bien.
Las observaciones que han servido de base a esta memoria suman ocho, todas relativas a mujeres, la más joven tenía 18 años, la mayor 32. La histeria se había manifestado en ellas con síntomas diversos; una sola, afectada de cloroanemia, no había sufrido ningún ataque, pero su madre había padecido, aparte de numerosas crisis, dos accesos de hemiplejía histérica.
Es bastante fácil asignarle una fecha a los comienzos, pero la anorexia se perdía pasando por degradaciones tan imperceptibles que no se es capaz de fijar una duración precisa hasta la terminación. Para situarse lo más cerca de la verdad, se puede decir que la afección, incluyendo en ella las fases que he indicado, nunca ha durado menos de dieciocho meses a dos años.
Aunque en realidad los hechos fueran poco numerosos, tenían entre sí una semejanza tal que los últimos casos no me permitían duda alguna en lo referente al diagnóstico o al pronóstico; así, pues, todo sucedió de acuerdo con la norma. Al describir estos hechos, me he propuesto, tal y como decía al principio, destacar una categoría o un fragmento, pero sobre todo señalar el papel considerable que desempeña en ciertas formas de la histeria la disposición mental de las enfermas y mostrar, una vez más, los lazos íntimos que relacionan la histeria con la hipocondría.
(Archivos Generales de Medicina, abril de 1873)
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