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Número 1 - Noviembre 2000
La supervisión en las residencias(*)
Elida Fernandez

Egresamos de la Facultad de Psicología munidos de un diploma que nos habilita a anteponer al nombre propio la palabra Licenciada/o, y algunas verdades irrefutables, que cambian según los ciclos.

Hace treinta años salíamos pertrechados con un pecho bueno, fuente de todas las cosas necesarias para amar y ser feliz, y un pecho malo, enemigo acérrimo de todos los logros de la vida. El instinto de muerte atacaba al yo y lo ponía en situación de splitting, que era "lo peor". Uno era adulto y genital cuando juntaba ambos pechos y entonces reparaba, se casaba, tenía hijitos, ganaba plata, pagaba los impuestos, y se analizaba cuatro veces por semana.

El análisis era otro tema fundamental para ser un buen psi: lo más importante era el encuadre, que nada ni nadie debía alterar y para lo cual el analista ejercía una especie de paranoia sistematizada por la cual todo lo que escuchaba lo refería a él. Por ejemplo si uno llegaba a la sesión farfullando improperios contra algún progenitor y/o novio/a con el/la que se hubiera peleado, el analista decía que la bronca era con él. Y esto no nos producía ninguna sospecha o escozor particular. Era así, para cada uno y para todos igual. La transferencia de todos modos sostenía y promovía camios y también sublevaciones que fueron abriendo camino a otras lecturas, por ejemplo, a los textos freudianos que en aquellos claustros apenas se leían por considerárselos superados por la escuela inglesa.

También se interpretaba sistemáticamente lo que a uno le pasaba los fines de semana, que, generalmente, eran actings por extrañar al análisis y/o al analista. Ningún analizante que se preciara de su buen nombre y honor tomaba la más mínima decisión sin consultarla en análisis. También supervisábamos, y se discutía sobre si era o no análisis de control. Egresábamos y teníamos la posibilidad de presentarnos para entrar en una Residencia. En ese momento - hace treinta años - había que atravesar un período de prueba llamado "pre-residencia", luego del cual, de trescientos debían quedar ocho,cuatro para el Borda y cuatro para el Moyano. Una vez atravesada la prueba, si se tenía éxito, uno pasaba a ser "Residente de primero".

Esto tenía algunas consecuencias: entre ellas que los de segundo nos miraban desde arriba con la superioridad de que ya saben, los de tercero no nos miraban. Los instructores nos recibían o como chicos de preescolar o como un paquete pesado. Por fuera y alrededor de la residencia, recubriéndolo todo: la locura, la extraña locura, esa otra lengua que sólo –suponíamos- algunos entendían, esos ojos vacíos que miraban a la meca y esa conducta siempre imprevisible de la cual podíamos resultar víctimas.

Entre la humillación de no entender y el peligro de los locos nos desplazábamos en bloque como siameses. Cuando nos dieron a cada uno un guardapolvos respiramos aliviados, algo nos diferenciaba de los otros. Salíamos de la desesperación apostando a las verdades aprendidas y algún ataque de manía por el cual alucinábamos que cuando empezáramos a desplegar nuestros talentos el Borda y el Moyano iban a cerrar sus puertas, caerían en desuso o se transformarían en simples dispensarios.

Estaban también los residentes médicos que escuchaban azorados cómo hablábamos de penes voladores dentro del vientre materno y escandalizados, como múltiples reencarnaciones de Bunge, nos acusaban de poco científicos.

Nosotros los pensábamos chatos, simplistas y de poco vuelo para comprender las sutilezas de los pechos y penes, además no se analizaban... pero pensábamos que la verdad tarde o temprano también los iluminaría.

La contundencia de las psicosis nos transformó a todos, nos perdonamos, nos juntamos para hablar de los pacientes, los enigmáticos pacientes psicóticos. Pedíamos, necesitábamos la supervisión.

 

Actualmente

Las verdades con las que se egresa son otras pero la función que cumplen es parecida.

El arsenal es más sofisticado: "El deseo es el deseo del Otro", "El discurso nos viene del Otro en forma invertida", "El neurótico no retrocede ante su propia castración sino ante la castración del Otro".

Todas estas recetas van condimentadas con goce, mucho goce, tanto que ya no se reconocen otros elementos (dolor psíquico, tristeza, entusiasmo). La entrada en las residencias sigue siendo abrupta, las caras de los residentes, que ahora son "R1", son parecidas.

El desconcierto, el miedo, el retraimiento y el desasosiego se reinstalan.

Los psicóticos no se modernizan. Los delirios son tan inexpugnables como siempre. La medicina mejoró los neurolépticos pero los hospitales siguen alojando esa mezcla de locura, pobreza, marginalidad y desolación. Diría Artaud a "Los suicidados de la sociedad".

El límite sigue produciendo impotencia y a veces, si uno logra sobreponerse, deseos de desintrincar algo de esa verdad familiar y siniestra.

Pero para eso hay que admitir en algún pliegue del pensamiento que en algo nos parecemos, que por extraño que sea el decir psicótico, por más extravagante que sea su presencia, por más vacía que tengan la mirada, ellos tienen una verdad mal dicha y maldita que nos concierne. Y nos concierne más allá de que vistamos un guardapolvos blanco, nos sentemos del otro lado del escritorio y repitamos verdades que también parecen una lengua extraña, y que, según las épocas, serán Kleines o Lacanés.

Porque algo de esa verdad y de ese sufrimiento nos concierne podemos querer hacer algo con esos sujetos encerrados por dentro y por fuera, presos y apresados en su padecimiento. Las psicosis nos angustian, nos cuestionan, nos interrogan.

Las "verdades" absolutas caen, y si no caen, nos encierran y nos empobrecen. Vamos a los textos, buscamos, nos peleamos con ellos, a veces nos expulsan, a veces navegamos en ellos y la experiencia es única, pero éstos nunca hablan de lo que acaba de hacer o de decir nuestro paciente o quizás sí pero no lo podemos saber en ese momento. Allí se instala la necesidad de la supervisión. Las psicosis hacen hablar a los "psi", los empujan al encuentro de otros "psi " que hayan escuchado antes y en principio hayan sobrevivido a la experiencia y que, además, sigan queriendo desintrincar algo de ese misterio sin desmentirlo.

Así el espacio de supervisión en las residencias, donde los jóvenes profesionales hacen su encuentro cuerpo a cuerpo con las locuras y psicosis, se instala como una demanda propia de la tarea en cuestión, como una necesidad.

Pero una vez posibilitado este espacio que el encuentro con el psicótico demanda hay que soportarlo.

¿Por qué digo "soportarlo"?

Porque el relato de nuestro encuentro con el paciente nos lleva a tener que contar qué le dijimos o qué callamos y, es más, ¡se nos puede pedir que fundamentemos por qué ! ¿Y esto no tiene el riesgo de una "confesión"? ¿Y esto no hará que el supervisor y/o nuestros colegas nos cataloguen, nos juzguen, nos critiquen? ¿No será mejor ni mencionar nuestras intervenciones, callar nuestras palabras? O quizás podríamos incluirlas con un prólogo de "Bueno acá me mandé una macana, creo, pero le dije...".

Así podríamos situar como distintos momentos de participación en la supervisión: 1) cuando el material se presenta como largos monólogos donde supuestamente el "psi" sólo escucha en silencio y sin moverse, 2) cuando el profesional empieza a aparecer tímidamente en escena, a veces sólo mencionando que "algo dije pero no anoté o no me acuerdo qué" , hasta que por fin 3) el profesional se anima a relatar y cuestionar o poner en cuestión su propia intervención, fundamentarla y esperar su efecto.

Estos momentos pueden articularse con distintas imaginarizaciones del supervisor que en principio es tomado a la letra, se le supone una super- visión y se cree que con relatar más o menos deshilvanadamente los decires del paciente el dueño de la super-visión nos dirá diagnóstico, dirección de la cura y todo esto con garantía de eficacia.

A veces, también es cierto, los supervisores pueden verse tentados a hacer semblante de todo saber y ahí el encuentro es colisión contra el paciente que queda abandonado, hablando solo. Pero cuando el supervisor no ocupa este lugar de "lo sé todo" y puede acompañar en el interrogante, su tarea con los residentes será fundamentalmente la de ayudar a que éstos puedan formularse preguntas lógicas o conducentes a continuar con una ruta posible.

La teoría organiza una lógica posible para el abordaje del fenómeno clínico que siempre es nuevo, único y singular. La teoría es un recurso para pensar el hecho clínico pero siempre es incompleta, fallida y se constituye en torno a su propio agujero. Esto hace a la posibilidad de que la podamos usar para producir y no sólo para repetir. Cuando hacemos de la teoría soliloquio, reiteración monótona de dogmas aceptados, ignoramos que por estructura el conocimiento es agujereado y contiene el error y la falla que hace posible avanzar, a veces en zig - zag, a veces en forma de bucle, a veces luego de una caída y varios porrazos. Avanzar en una disciplina conjetural como la nuestra no es sin transgredir la religiosidad, no es sin conocer la subjetividad de la época, no es sin sustentar una posición ética.

Estar analista, "saber - hacer - con" los desafíos permanentes de la clínica al saber establecido se alcanza y se sostiene con los trabajos que implican el propio análisis, la lectura de los textos y la supervisión como apuestas reiteradas al efecto del Inconsciente.

"Autorizarse a sí mismo" fue otra de las consignas que produjeron confusión y estragos y se imaginaron rápidamente como una mera posición declarativa. "El analista se hace producir, de objeto a con objeto a" nos dice Lacan en su reseña del seminario del Acto. Pensando en esto es que podemos ubicar la supervisión como un lugar propiciatorio para que el analista se haga producir y algo de la transmisión tenga lugar.

Cuando situamos la supervisión en las residencias que funcionan en los hospitales que alojan a los locos, podemos precisar, cuestiones particulares. Si la teoría psicoanalítica es para cada caso singular de cada neurótico como un vestido que chinga, para los psicóticos no hay vestido, hay paño para cortar y coser, modelo a diseñar, y a veces cuando lo tenemos hecho ya no le va y hay que inventar otro. Esto tiene sus ventajas y también sus vicisitudes. Vicisitudes que conocen de varias maneras los residentes.

Otra de las "cuestiones particulares" está dada por las características de la institución: su propia legalidad, su propia transgresión establecida y la inserción en cada institución de "la residencia", inserción compleja cuyas vicisitudes también conocen los residentes.

La institución, el loco y el residente convergen en el espacio de la supervisión para que algo allí sea posible, quizás no lo que la institución, el loco y/o el residente demandan, ya que, además, cada demanda se da de patadas entre sí, sino para que algo de la escucha se habilite y se habite, entre los residentes del hospital, los locos, la institución y el supervisor, para que allí apostemos a renovar la sorpresa y el asombro que produce la verdad a pesar del saber.

Notas

(*) Trabajo presentado en las jornadas de residentes municipales de Buenos Aires, diciembre de 1999

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