Investigación à Psicoanálisis

Contribuciones de la Epistemología, la Filosofía y la Semiótica
a la
Teoría de la Investigación en Psicoanálisis.

La lógica en Peirce:
Algunas herramientas conceptuales
de interés para la investigación y el psicoanálisis
1.

Oscar Zelis - Gabriel Pulice - Federico Manson

«La controvertida imagen popperiana de la ciencia, como campo de «conjeturas y refutaciones» -Popper, entre otras ideas, sostiene que la inducción es mítica, la búsqueda de la certeza científica imposible y todo el conocimiento eternamente falible-, fue anticipada en sustancia por Peirce, a quien Popper considera, dicho sea de paso, como «uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos», aunque la falsación, como una técnica más de la lógica, no fuera en absoluto desconocida ni siquiera en la Edad Media».2

 

1. ¿Quién fue Charles Sanders Peirce?

Hasta hace no mucho tiempo, Peirce (1839-1914) ha sido prácticamente desconocido en nuestra lengua, resultando aún hoy bastante difícil acceder a la escasa publicación existente de su obra. En verdad, sus escritos -que recibirían de sus compiladores el nombre de «Collected Papers»- no fueron publicados sino en 1931, casi 20 años después de su muerte, y sólo parcialmente, a pesar de ser reconocido en forma indiscutida como uno de los más importantes precursores de la moderna teoría semiótica. Peirce ha sido el autor de una obra monumental y de extremo rigor en los más diversos campos del «conocimiento científico»: matemáticas, lógica, física, química y filosofía. Sin embargo, durante largo tiempo, sólo ha sido apreciada su gravitación como iniciador del «Pragmatismo»3, en tanto que la revalorización del conjunto de su producción tuvo que esperar hasta hace no muchos años atrás, centrándose actualmente el mayor interés en su aporte a la «teoría de la significación».

Fue Peirce uno de los más notables filósofos del «grupo de Harvard4», que en la década de 1870 se inclinó hacia la consideración de «lo científico» en Estados Unidos. Era el momento de germinación del positivismo y de la expansión general de las ciencias, marcado por la teoría de la selección natural de Darwin. Cabe destacar, sin embargo, algo que agrega un matiz muy particular a la configuración de su pensamiento científico y su personalidad en general: por tradición familiar, especialmente de parte de su padre -«un hombre de amplias miras»-, Peirce fue creciendo en permanente contacto con los escritores, artistas y científicos que constituían el vasto y variado entorno social de su hogar. De acuerdo a una comunicación personal de Max H. Fish citada por Thomas A. y Jean Umiker Sebeok, «la familia de Peirce había demostrado, a lo largo de generaciones, interés por el teatro y la ópera, hasta el punto de invitar actores a su casa. Se cuenta que Peirce, todavía un muchacho, ya se distinguía por sus habilidades oratorias, ya fuera leyendo obras como El cuervo de Poe o como miembro del grupo de debates de su escuela». Desde entonces, su atracción por las artes literarias, por la declamación, la retórica y la representación teatral, parece haberse cultivado incesantemente: durante el primer año de sus estudios en Harvard, se hizo miembro de la sala de ejercicios literarios, en donde se practicaban debates, discursos, procesos en broma, y representaciones teatrales. Fue además, en 1858, uno de los miembros fundadores de la O.K. Society del Harvard College, dedicada a las artes retórica y oratoria aplicadas al campo literario5. Su sostenido interés por la literatura puede verificarse, más adelante, en la asidua referencia que hace en The Nation6 a escritores europeos y norteamericanos de la época. Asimismo, sus menciones de la obra de Edgar Allan Poe ubican a éste como uno de sus escritores favoritos; y, por sus referencias a Los crímenes de la calle Morgue, parece haber tenido además un especial interés por las historias de detectives, no constando sin embargo que tuviera conocimiento de las historias de Holmes. Durante su permanencia en París, Peirce frecuentaba el teatro y la ópera, y junto con Juliette Tourtalai, su segunda esposa -quien además era actriz- cultivaron la amistad con personas del ámbito teatral, manteniéndose siempre en contacto con ellos aún residiendo en los Estados Unidos.

Peirce se graduó en Harvard en 1859, obteniendo el Masters Degree en química, luego de lo cual trabajó como físico durante algunos años. Fue maestro de lógica en la Universidad John Hopkins, entre 1879 y 1884, la cual fue la primera Escuela para Graduados en su país. Al cabo de cinco años de docencia carecía de todo reconocimiento como profesor, habiendo llegado a reunir sólo 12 alumnos por clase. Se supone que influyó en esto su vida personal: sus hábitos irregulares, su divorcio y nuevo casamiento con una mujer francesa, sumados a la forma irascible de manifestar en sus clases y conferencias su indignación moral, estuvieron a punto de valerle el calificativo de persona non grata en los círculos académicos. Aunque fue designado miembro de la Academia Nacional de Ciencias, Peirce vivió en la más extrema pobreza desde 1900 hasta su muerte en 1914. No hubo siquiera dinero para el entierro, y su viuda -según dicen- vendió todos sus manuscritos a la Universidad de Harvard por 500 dólares. Habiéndose publicado hacia 1931 los primeros volúmenes de los Collected Papers, como decíamos, en 1958 se publican los volúmenes VII y VIII, quedando aún numerosos manuscritos inéditos, suficientes para llenar varios tomos más.

Peirce, tal como señaláramos, fue el iniciador del «Pragmatismo», que sería luego divulgado (y simplificado en exceso, según la opinión de Armando Sercovich7) por William James -a quien mencionábamos entre los pensadores que recibieron su influencia-, diferenciándose de éste el esfuerzo de Peirce por distinguir las propiedades objetivas concernientes a los «hechos que estamos obligados a reconocer lógicamente como independientes de nuestro pensamiento», por un lado, del «significado subjetivo de las creencias». Diferencias luego soslayadas por William James.

Junto a Georges Boole, Gottlob Frege y Schröder, Peirce es considerado como un precursor del cálculo de proposiciones, clases y relaciones. Demostró de qué manera la lógica simbólica podía ser utilizada para investigar los fundamentos de las matemáticas, en un casi permanente antagonismo con Bertrand Russell. Según Roman Jacobson, Peirce ha sido «el más inventivo y universal de los pensadores norteamericanos, tan importante que ninguna universidad encontró lugar para él».

 

2. Del pensamiento científico a «la ciencia de la semiótica».

A comienzos del siglo pasado, mientras en sus célebres cursos sobre lingüística general Ferdinand de Saussure concebía la semiología como «una ciencia por constituirse», definiendo su objetivo como «el estudio de la vida de los signos en el seno de la vida social», Peirce afirmaba, en forma casi simultánea:

«Por lo que sé, soy un adelantado en la tarea de despejar el territorio para abrir el camino a lo que denomino semiótica, es decir la doctrina de la naturaleza esencial y las variedades fundamentales de la semiosis posible».8

Vamos a intentar articular aquí cómo se conectan la vocación de Peirce por todo lo relativo al conocimiento científico, y su apasionada atracción por la semiótica. Uno de los temas que aparecen en el centro de su obsesión podría resumirse en los siguientes interrogantes: «¿Cómo se logran los avances científicos? ¿Cómo es el razonamiento del hombre de ciencia?». Peirce ensaya algunas respuestas: una inteligencia científica es capaz de aprender a través de la experiencia por un proceso que llamará «abstracción», a partir de la observación de los caracteres de los signos: la «observación abstractiva». A través de este proceso, que es en el fondo muy parecido al razonamiento matemático, podemos llegar a establecer algunas conclusiones acerca de «qué sería cierto respecto de los signos en todos los casos». Se trata entonces de una ciencia de observación, que apunta a descubrir «lo que debe ser» y no necesariamente «lo que es en el mundo real». Entonces, podemos situar en Peirce tres etapas en la conducta del hombre científico que enfrenta al «mundo real» (o la «Naturaleza»)9:

1) En primer lugar, hay un presupuesto: el mundo como un universo de signos, compuesto exclusivamente de signos.

2) Luego, el científico realiza una operación: la «observación abstractiva» que le permite distinguir los caracteres de los signos, y «leerlos».

3) Finalmente, el científico realiza generalizaciones sobre los signos para formar «leyes», se formulan así leyes que dictaminan lo que «deberían ser los caracteres de todos los signos -y no necesariamente «lo que es»- de los que se vale una inteligencia científica, o sea, una inteligencia capaz de extraer un aprendizaje de la experiencia».

La atribución de sentido lleva a decidir cuáles son los signos mutuamente convertibles en un texto semiótico. Otorgar sentido -al mundo, a la naturaleza, etc.- es, entonces, «el efecto permanente del productor semiótico»10. Resuena entonces con la observación científica de Peirce, el eco del método de observación de Sherlock Holmes, pudiéndose incluir a ambos dentro del marco ideológico que lleva a concebir el mundo como portador de signos. Tal es el presupuesto o paradigma semiótico: las cosas representan cosas; el valor o la potencia de las cosas está fundada en su capacidad de representar a otras. Los numerosos ensayos de Roland Barthes en Mitologías11, comenzando por «El mundo del catch», podrían ser una excelente ilustración de ello.

Lacan, por su parte, en un momento de su enseñanza hablará de las ciencias de la subjetividad, centradas en una «teoría general del símbolo», y «el inconciente estructurado como un lenguaje». Si el lenguaje atraviesa y marca el cuerpo, entonces desde ese momento se abre la posibilidad de pensar al síntoma como signo escrito en el cuerpo… Ahora, la pregunta que emerge es: ¿Todo es signo? Por momentos, Peirce parece contestar afirmativamente, desde su doctrina de la «semiosis infinita»:

«Peirce niega que un conocimiento, en la medida en que se lo entienda como una relación entre signos, no esté determinado a su vez por otro conocimiento, y así hasta el infinito: un signo es un signo para otro signo, y es dificultoso captar dónde y cómo estaría en contacto con lo que se llama impresiones …

Pero, además…

«…las cosas reales, como dice Peirce, son de naturaleza cognitiva y por lo tanto significativa: ¨lo que es cognoscible (cognizability) en su sentido más amplio, y lo que es (being) no son la misma cosa, meramente, y desde un punto de vista metafísico, sino términos sinónimos¨ ( …)Esto, no obstante, es lo mismo que decir que toda la realidad es un signo, un proceso dinámico de significados. La semiosis infinita no es una propiedad exclusiva del conocer, sino además, y al mismo tiempo, un propiedad de lo real»12.

Luego desplegaremos más detenidamente este interrogante que se vislumbra, respecto de qué relación podemos establecer entre el signo peirceano, el síntoma en Freud y el significante en Lacan; pero es preciso que antes podamos aproximarnos a algunos de los elementos medulares de sus complejas -tanto como indispensables- formulaciones. Para Peirce, la semiótica es la «doctrina de la naturaleza esencial y las variedades fundamentales de la semiosis posible». Pero, ¿qué es semiosis?

«Por semiosis entiendo una acción, una influencia que sea, o involucre, una operación de tres elementos, como por ejemplo un signo, su objeto y su interpretante; una relación tri-relativa, que en ningún caso se puede resolver en una acción entre dos elementos».

Tomaremos algunos fragmentos de un manuscrito de 189713, que nos permite introducirnos algo más -aunque tan solo sea de modo elemental- en la intelección de los fundamentos de la semiótica, tal como él la concebía. Según plantea allí, un «signo», o «representamen», es algo que, para alguien, representa o se refiere a algo en algún aspecto o carácter. Para que algo sea un signo debe representar, como solemos decir, a otra cosa. Por otra parte, el signo se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o tal vez un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que Peirce llama el «interpretante» del primer signo.

El signo está en lugar de algo, su «objeto». Está en lugar de su objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de «idea», que a veces ha llamado el «fundamento» o «ground14» del representamen. Resulta interesante lo que Peirce va a desplegar allí acerca del concepto de «idea»:

«Idea debe entenderse aquí en cierto sentido platónico, muy familiar en el habla cotidiana: quiero decir, en el mismo sentido en que decimos que un hombre capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hombre recuerda lo que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando el hombre continúa pensando en algo, aún cuando sea por un décimo de segundo, en la medida en que el pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea, continúa teniendo un contenido similar, es "la misma idea", y no es, en cada instante del intervalo, una idea nueva».

Para hacernos una idea respecto de la complejidad que alcanza el estudio de los signos en Peirce, basta con señalar que en este mismo texto va a diferenciar, definir y caracterizar diez clases de signos15, «de las cuales además se deben considerar numerosas subdivisiones». Por otra parte, el hecho de que cada representamen está relacionado con tres cosas -el fundamento, el objeto y el interpretante- tiene como consecuencia que la ciencia de la semiótica pueda dividirse en tres ramas:

«La primera es llamada por Duns Scoto grammatica speculativa16, Nosotros podemos llamarla gramática pura. Tiene por cometido determinar qué es lo que debe ser cierto del representamen usado por toda inteligencia científica para que pueda encarnar algún significado. La segunda rama es la lógica propiamente dicha. Es la ciencia de lo que es cuasi-necesariamente verdadero de los representámenes de cualquier inteligencia científica para que puedan ser válidos para algún objeto, esto es, para que puedan ser ciertos. Vale decir, la lógica propiamente dicha es la ciencia formal de las condiciones de verdad de las representaciones. La tercera rama, la llamaré retórica pura, imitando la modalidad de Kant de conservar viejas asociaciones de palabras al buscar la nomenclatura para las concepciones nuevas. Su cometido consiste en determinar las leyes mediante las cuales, en cualquier inteligencia científica, un signo da nacimiento a otro signo y, especialmente, un pensamiento da nacimiento a otro pensamiento».

Nosotros vamos a orientar nuestra atención, en esta instancia, hacia la lógica, esta segunda rama de la ciencia de la semiótica que Peirce designa como «la lógica propiamente dicha». Esto es lo que nos interesa comenzar a desplegar en primer lugar, para establecer una primera articulación del método holmesiano con las categorías que Peirce introduce desde la semiótica. No obstante, verán que retomaremos más adelante17 alguna de las otras cuestiones que aparecen aquí planteadas, en particular lo que está en relación al «nacimiento» no sólo de los signos y de los pensamientos, sino también de las preguntas, de los interrogantes que causan y guían un proceso de investigación.

 

3. Introducción del concepto de abducción.

Según Peirce, tal como aparece aquí planteado, la lógica, en su sentido general, es uno de los nombres, una de las ramas de la semiótica, la doctrina cuasi-necesaria o formal de los signos. Es la ciencia de lo que es cuasi-necesariamente verdadero de los representámenes de cualquier inteligencia científica para que puedan ser válidos para algún objeto, esto es, para que puedan ser ciertos. Vale decir, la lógica propiamente dicha es la ciencia formal de las condiciones de verdad de las representaciones. Para él, uno de los dos objetivos fundamentales de la lógica debería ser «extraer toda la posible y esperable uberty18» -o valor de productividad- de los tres tipos canónicos de razonamiento, a saber: deducción, inducción y abducción o retroducción. Sobre este último término, abducción, Peirce lo denominará alternativamente retroducción o inferencia hipotética19. Su feracidad, uberty o valor de productividad, aumenta a medida que su certidumbre disminuye. Respecto de los tres tipos canónicos de razonamiento, conviene detallar sus diferencias:

La deducción, «depende de nuestra confianza en la habilidad para analizar el significado de los signos con los que, o por medio de los que, pensamos». El diccionario de la Real Academia Española, dice al respecto: «Deducir: sacar consecuencias de un principio, proposición o supuesto. Inferir, sacar consecuencias de una cosa. Rebajar, restar, descontar alguna partida de una cantidad. Alegar, presentar las partes sus defensas o derechos». Por otra parte, según el Diccionario de Filosofía Abreviado de J. Ferrater Mora, «es un proceso discursivo descendente que pasa de lo general a lo particular». Según Peirce, es el paso mediante el cual se llega a las consecuencias experimentales necesarias y probables de nuestra hipótesis.

La inducción, «depende de nuestra confianza en que el curso de un tipo de experiencia no se modifique o cese sin alguna indicación previa al cese». El diccionario dice: «Inducir: instigar, persuadir, mover a uno. Ocasionar, causar. Ascender lógicamente el conocimiento de los fenómenos, hechos o cosas, a la ley o principio que virtualmente los contiene o que se efectúa en todos ellos uniformemente. Producir un cuerpo electrizado fenómenos en otro situado a cierta distancia de él». En Peirce, es el nombre que él da a las pruebas experimentales de la hipótesis.

La abducción, «depende de nuestra esperanza de adivinar, tarde o temprano, las condiciones bajo las cuales aparecerá un determinado tipo de fenómeno». El diccionario dice: «Abducción: silogismo en que la premisa mayor es evidente y la menor menos evidente o solo probable. Movimiento por el cual un miembro u otro órgano se aleja del plano medio imaginario del cuerpo». Para Peirce, el lugar de la abducción en el método científico es «meramente preparatorio», constituye el paso de adoptar una hipótesis o una proposición que conduzca a la predicción de los que, aparentemente, son hechos sorprendentes.

Para ilustrar estos tres tipos de razonamiento, Peirce utiliza el conocido ejemplo de la bolsa de porotos. Al desarrollo de cada uno de ellos lo llama «argumento». Debe observarse que todo argumento expresado, por ejemplo, como silogismo, es en sí mismo un signo «cuyo interpretante representa su objeto como un signo ulterior a través de una ley, es decir, la ley de que el paso de tales premisas a tales conclusiones tiende a la verdad». Podemos agregar algunas consideraciones más acerca de este término: «argumento», es un razonamiento que se emplea para probar o demostrar una proposición o bien para convencer a otro de aquello que se afirma o se niega.

Vayamos a la bolsa de porotos de Peirce, y los distintos argumentos que constituyen los tres tipos de razonamiento. Cada argumento está compuesto, a su vez, de tres proposiciones: caso, regla y resultado, en tres permutaciones que producen respectivamente las tres figuras que expone el ejemplo:

Deducción

Inducción

Abducción

Cada una de las proposiciones es, a su vez, un signo «enlazado con su objeto por una asociación de ideas generales», un «símbolo dicente que es necesariamente un legisigno»20. Puesto que tanto el objeto como el interpretante de cualquier signo son, forzosamente, también signos, no es de sorprender que Peirce afirmara que «todo este universo está sembrado de signos», preguntándose «si no estará compuesto exclusivamente de signos». Esto mismo es lo que aparece planteado, aunque de manera aún más categórica, por QFWFQ, el personaje protagónico de Las cosmicómicas21: «…tan claro era que independientemente de los signos el espacio no existía y quizá no había existido nunca».

Por último, un ejemplo del modo de profundizar en la riqueza y uberty del concepto de abducción lo podemos encontrar en el artículo de Umberto Eco, «Cuernos, cascos, zapatos: algunas hipótesis sobre tres tipos de abducción». Allí él propone, en realidad, cuatro tipos: a) hipótesis o abducción hipercodificada, en donde la regla «viene dada de manera automática o semi-automática»; b) abducción hipocodificada, cuando la regla «debe seleccionarse entre una serie de reglas equiprobables puestas a nuestra disposición por el conocimiento corriente del mundo»; c) abducción creativa, allí donde «la ley tiene que ser inventada ex novo», tomando como ejemplo los descubrimientos «revolucionarios» que cambian un paradigma científico establecido. A estas tres él agrega la que denomina d) meta-abducción, que «consiste en decidir si el universo posible delineado por nuestras abducciones de primer nivel es el mismo que el universo de nuestra experiencia». Es una abducción originada en otras abducciones -las cuales no han sido previamente verificadas-, y que se basa en «apostar por el resultado final sin aguardar las verificaciones intermedias». Aquí puede entenderse porqué Peirce sostiene que cuanto más nos alejamos de la certidumbre de la regla, aumentará en forma proporcional el valor de productividad de la abducción, acercándonos de este modo al sentido más afinado de este concepto: «la abducción, a fin de cuentas, no es otra cosa que intentar adivinar».

 

4. Deducción, abducción y adivinación.

Thomas Sebeok, en One, two, three… Uberty, luego de introducir algunos elementos del pensamiento de Peirce, vuelve su atención súbitamente sobre Conan Doyle y su creación, Sherlock Holmes -a quien sólo se había referido hasta allí en forma tangencial-, haciendo alusión a una de las cualidades transmitidas por Conan Doyle a Holmes, que ya encontramos en Dupin, y que es «esa astuta habilidad, esa hechizante ilusión semiótica de descifrar y descubrir los pensamientos más profundamente íntimos de los demás mediante la reencarnación de sus mudos diálogos interiores en signos verbales». La dificultad, sin embargo, se presenta cuando se intenta conciliar el ideal positivista que parecería regir las formulaciones de Peirce tanto como las de Holmes y las de Dupin, que tan adecuadas se muestran respecto del estudio de los signos -en ese intento de objetivizarlos-, con los cortocircuitos que se producen inevitablemente cuando en la producción de esos signos y en su devenir participa un sujeto.

Lejos de esquivar el problema, vemos en Peirce y en Holmes el desesperado intento por resolverlo conceptualmente, y puede incluso pensarse si ese tan enigmático método de Holmes, si es pura casualidad que nunca haya sido escrito, además de que la solución de buena parte de los problemas lógicos que se le presentan en cada caso, sólo logra alcanzarla… mientras toca el violín!!!

En Peirce, el concepto de «abducción», y su postulación acerca del «Play of Musement» (el libre juego del pensamiento), aparecen precisamente como una apuesta al sujeto, como el lugar en que Peirce puede situar a ese sujeto que se le escabulle de su doctrina. Resulta sumamente interesante la «confrontación» que se plantea entre Peirce y Holmes, en otro artículo que Thomas Sebeok escribe junto a Jean Umiker-Sebeok, «Ya conoce usted mi método»: Una confrontación entre Charles S. Peirce y Sherlock Holmes, resultando sugestivos desde el inicio tanto el título como el epígrafe:

«Jamás pretendo adivinar».
(Sherlock Holmes, en El signo de los cuatro22)

«Debemos conquistar la verdad adivinando, o de ningún modo».
(Charles S. Peirce)

Esta confrontación, que se inicia con una historia detectivesca protagonizada por Peirce, podemos abordarla a partir de una pregunta: ¿qué sería esto de adivinar? Porque, por un lado, vemos a Holmes, inconfesamente, adivinando; al tiempo que podemos sospechar de la legitimidad de esa «adivinación» de Peirce. Hay una pregunta muy fuerte en Holmes, que es una pregunta por la verdad, que en cada caso lo lleva a indagar hacia atrás, desde la escena del crimen hacia la búsqueda de su «autor», en el intento de configurar las condiciones singulares que puedan haberlo conducido a ese acto.

Peirce, con la historia del vapor Bristol de la Fall River Line23, intenta ilustrar su teoría acerca de «porqué la gente adivina correctamente tan a menudo…». La historia es más o menos así: Peirce se embarca en Boston con destino a Nueva York, el 20 de junio de 1879, para ofrecer allí una conferencia. Al llegar a destino, por la mañana, experimenta «una extraña sensación de confusión» en la cabeza, que atribuye al aire enrarecido del camarote. Se viste de prisa y abandona el buque, olvidándose en el apuro un abrigo y un valioso reloj Tiffany de áncora, que le había sido facilitado por el gobierno norteamericano para su trabajo. Al darse cuenta de tal olvido, Peirce regresa inmediatamente al barco, encontrándose con que los dos objetos habían desaparecido. Lo vergonzante que le resulta la posibilidad de no poder devolver ese reloj en las mismas perfectas condiciones en que lo había recibido, y que a su parecer sería «la deshonra profesional de su vida», lo impulsa a no ceder en su pesquisa. Después de haber hecho reunir y poner en fila a todos los marineros de color -sin importar a qué cubierta pertenecían- fue de un extremo a otro de la fila y del modo «más dégagé» que pudo, charló brevemente con cada uno de ellos con la esperanza de detectar algún síntoma que le permitiera descubrir al ladrón. Recorrida toda la fila, Peirce no tiene «ni el menor destello de luz» por el cual guiarse. A lo cual, sin embargo, «su otro yo» le dice: «No tienes más que apuntar al hombre con el dedo. No importa que carezcas de motivo, tienes que decir quién te parece que es el ladrón». Luego de dar un pequeño rodeo que no duró más de un minuto, cuando se volvió nuevamente hacia ellos, «toda sombra de dudas había desaparecido», aún cuando el sospechoso no se dejara convencer «ni con razonamiento, ni con amenazas, ni con la promesa de cincuenta dólares» de que le devolviera las cosas. No vamos a extendernos en el relato de todos los pasos que fueron conduciendo, cinco días más tarde, a la resolución del caso. Sólo mencionaremos que el ladrón resultó ser finalmente el mismo individuo respecto del cual Peirce había sospechado todo el tiempo, aún en contra del parecer del detective de la agencia Pinkerton asignado para el caso -quién de paso podemos señalar como emulando aquí el papel que juegan en las historias de Holmes los agentes de Scotland Yard.

Este singular instinto de adivinar -o inclinación a adoptar una hipótesis-, esto que Peirce denomina más comúnmente como abducción o retroducción, va a describirlo como «una ensalada singular, cuyos ingredientes principales son la falta de fundamento, la ubicuidad y la fiabilidad». Ejemplo:

«Al mirar por mi ventana esta hermosa mañana de primavera veo una azalea en plena floración…»

Sin embargo, no es eso lo que veo -dice Peirce-, lo que percibo es una imagen, que hago inteligible en parte por medio de una declaración, declaración que es abstracta, en tanto que lo que yo veo es concreto. Cada vez que se expresa en una frase lo que se ve, se realiza una abducción. Todo el tejido de nuestro conocimiento es un paño de puras hipótesis, convalidadas y refinadas por la inducción. No podría realizarse el menor avance en el conocimiento más allá de la fase de la mirada vacua, si no mediara una abducción a cada paso.

«Aunque todo nuevo conocimiento dependa de la formulación de una hipótesis, "…parece, al principio, que no ha lugar a preguntarse qué lo fundamenta, puesto que a partir de un hecho real se limita a inferir un puede que sea (y puede que no sea). Sin embargo, existe una decidida propensión por el lado afirmativo, y la frecuencia con que la hipótesis resulta corresponder a un hecho real es …la más sorprendente de todas las maravillas del universo"».24

Peirce compara nuestra capacidad de abducción con las habilidades musicales y aeronáuticas de las aves, como las expresiones más elevadas, respectivamente en ellas y en nosotros, de los poderes puramente instintivos. En otros pasajes, plantea lo siguiente:

«La retroducción se basa en la confianza de que entre la mente del que razona y la naturaleza existe una afinidad suficiente para que las tentativas de adivinar no sean totalmente vanas, a condición de que todo intento se compruebe por comparación con la observación».

«Un objeto dado presenta una combinación extraordinaria de características de las que nos gustaría tener una explicación. Que exista alguna explicación de ellas es una mera suposición, y de existir, lo que las explica es algún hecho oculto; mientras que hay, tal vez, un millón de otras maneras posibles de explicarlas, solo que todas son, desgraciadamente, falsas. En una calle de Nueva York se descubre un hombre apuñalado por la espalda. El jefe de la policía podría abrir el censo de los habitantes, poner el dedo sobre un nombre cualquiera, y conjeturar que es el del asesino. ¿Qué valor tendría una conjetura así? Sin embargo, el número de nombres en una lista así no es nada comparado con la multitud de posibles leyes de atracción que podrían haber justificado la ley del movimiento planetario de Keppler y que, previamente a la verificación mediante constataciones de perturbaciones etc., las hubiera explicado perfectamente. Newton, diréis, supuso que la ley tenía que ser simple. Pero, ¿qué era eso sino amontonar un intento de adivinar sobre otro? Sin duda, en la naturaleza, hay muchos más fenómenos complejos que simples…No hay justificación para lo que no sea poner (una abducción) como interrogación».

Para Peirce sería prácticamente imposible, en términos probabilísticos, adivinar por pura casualidad la causa de un fenómeno, por lo que no quedan dudas de que la mente del hombre, por haberse desarrollado bajo las leyes de la naturaleza, piensa en cierto modo según pautas de la naturaleza. Es evidente que «si el hombre no poseyera una luz interior que tendiera a hacer que sus conjeturas fueran…mucho más a menudo ciertas de lo que serían por pura casualidad, la raza humana se hubiera extinguido hace tiempo, por su total incapacidad en la lucha por la existencia».

Esta predisposición a conjeturar correctamente acerca del mundo es para Peirce el resultado de un proceso evolutivo natural. Sin embargo, en su intento de explicar este fenómeno de la adivinación, adiciona un segundo principio conjetural, dice que «…a menudo, extraemos de una observación sólidos indicios de la verdad, sin poder explicar cuales circunstancias de entre las observadas contenían tales indicios». En el episodio del barco de la Fall River Line, Peirce no fue capaz de determinar a nivel conciente cuál de los camareros era el culpable. Empero, al mantenerse «en un estado tan pasivo y receptivo como le fuera posible» en esas breves entrevistas con cada camarero (respecto del cual podemos establecer cierto parentesco con la atención flotante del psicoanalista), pudo advertir -«en algo parecido a una conjetura a ciegas»- que en realidad el ladrón había dado algún indicio involuntario, y que él había percibido ese signo revelador de un modo inconciente. Es decir, había realizado una determinación por debajo de la superficie de la conciencia, sin haberla reconocido como auténtico juicio, aunque era en realidad una determinación genuina.

En opinión de Peirce, los procesos por los que hacemos suposiciones acerca del mundo dependen de «juicios perceptivos» que contienen elementos generales que permiten que de ellos se deduzcan proposiciones universales. Estos juicios perceptivos son «el resultado de un proceso, aunque de un proceso no suficientemente conciente para ser controlado…». Los diferentes elementos de una hipótesis están en nuestra mente antes de que seamos concientes de ello, «pero es la idea de relacionar lo que nunca habíamos soñado relacionar lo que ilumina de repente la nueva sugerencia ante nuestra contemplación». Esta «sugerencia abductiva» viene a nosotros como un destello, siendo descrita por Peirce como un acto de insight.

La diferenciación entre «inferencia abductiva» y «juicio perceptivo» es apenas descriptible, y es que el juicio perceptivo, a diferencia de la inferencia abductiva, no está sujeto a análisis lógico.

«La inferencia abductiva se cambia gradualmente en juicio perceptivo sin que haya una clara línea de demarcación entre ambos…en otras palabras, nuestras primeras premisas, los juicios perceptivos, han de considerarse como un caso extremo de inferencias abductivas, de las que difieren por estar al margen de toda crítica».

La abducción, o «el primer paso del razonamiento científico», y «el único tipo de argumento que da lugar a una idea nueva»25, es un instinto que depende, según Peirce, de la percepción inconciente de conexiones entre diferentes aspectos del mundo. Sobre el término «insight», este alude al tipo de certeza interna que el sujeto obtiene de una observación cualquiera. Comparte con la intuición26 la naturaleza de su proceso, que es instantáneo; y con la visión, el mundo representativo.

Dando un pequeño paso más, resulta importante situar que Peirce sostenía que una hipótesis debe considerarse siempre como una pregunta; y que, puesto que todo nuevo conocimiento deriva de suposiciones, de nada sirven estas sin la prueba indagatoria. Los prejuicios o hipótesis que somos reluctantes a someter a la prueba de la inducción, son un obstáculo importante para razonar con éxito. La admiración de Peirce por los grandes personajes de la historia de la ciencia, como Keppler, arranca justamente de la extraordinaria capacidad que poseen para sustentar la cadena conjetura-prueba-conjetura.

Las semejanzas entre las denominadas deducciones de Sherlock Holmes, y las abducciones o conjeturas en Peirce, resultan evidentes. Además, desde la perspectiva del sistema lógico de éste, las observaciones del detective son en sí una forma de abducción, siendo ésta un tipo de inferencia lógica tan legítimo como la inducción o la deducción. El problema es que, de hecho, no resulta tan sencillo diferenciarlas. A tal punto que Peirce admite que, de lo publicado por él mismo antes del 1900, hipótesis e inducción aparecen mezclados, encontrándose el origen de la confusión entre estos dos tipos de razonamiento en la magra y formalista concepción que sobre la inferencia tienen los lógicos, a partir de pensar como necesaria la obtención de juicios a partir de premisas.

«Nada ha contribuido tanto a las actuales ideas caóticas o erróneas de la lógica de la ciencia como la incapacidad para distinguir las características esencialmente diferentes de los diversos elementos del razonamiento científico; y una de las peores confusiones, así como una de las más comunes, consiste en considerar la abducción y la inducción en conjunto (a menudo mezcladas también con la deducción), como un argumento simple».

¿Podemos diferenciarlas? Vamos a intentarlo. Abducción e inducción «llevan ambas a la aceptación de una hipótesis porque los hechos observados son tal como resultarían necesaria o probablemente como consecuencias de esa hipótesis». Hasta aquí, las coincidencias. La diferencia, sin embargo, Peirce la va a ubicar en el punto en que cada una de ellas surge:

«La abducción arranca de los hechos sin tener, al inicio, ninguna teoría particular a la vista, aunque está motivada por la sensación de que se necesita una teoría para explicar los hechos sorprendentes.

La inducción arranca de una hipótesis que parece recomendarse a sí misma, sin tener al principio ningún hecho particular a la vista, aunque con la sensación de necesitar hechos para sostener la teoría.

La abducción busca una teoría. La inducción busca hechos. En la abducción, la consideración de los hechos sugiere la hipótesis. En la inducción, el estudio de la hipótesis sugiere los experimentos que sacan a la luz los hechos auténticos a que ha apuntado la hipótesis».

En último análisis, la abducción implica el pasaje, la transcripción, de algo singular -el resultado, en términos de Peirce- a la formalización de un «caso». O, en otros términos, el pasaje de lo real a lo simbólico, en donde de lo que se trata es de poner en palabras, en signos o en símbolos lo que de otro modo se presenta en la muda y descarnada crudeza de «lo natural». La inducción, en cambio, opera desde lo simbólico y su aproximación a «lo real» sólo se produce en el proceso de verificación de un postulado, de la hipótesis que se pretende validar. El problema es que cuando «lo real» irrumpe -tomando aquí a «lo real» desde la perspectiva de Lacan-, es precisamente en el punto en que el proceso inductivo falla, allí donde la ficha que tenía que caer donde venían cayendo todas las demás sorpresivamente no cae, y entonces hay que averiguar -¿o «adivinar»?- porqué.

 

5. La estructura y la lógica del proceso de investigación.

Para avanzar un poco más en esta articulación, vamos a tomar como referencia otro flanco desde donde es posible sostener la comparación entre Peirce y Holmes, esta vez ajustando la mira en el punto que a nosotros más nos interesa, es decir, en torno a la estructura y la lógica del proceso de investigación. A modo de introducción del tema, abordaremos aquí el segundo punto del artículo de Massimo A. Bonfantini y Giampaolo Proni, To guess or not to guess?27. En primer lugar, ellos sostienen que puede advertirse sin dificultad la perfecta correspondencia estructural entre la lógica de la investigación según Holmes, y la lógica del proceso del conocimiento en general, y de la ciencia en particular, según Peirce. Basta releer el resumen de las operaciones indagatorias realizadas por Holmes en Estudio en escarlata con que ellos introducen dicho artículo, para observar que las tres fases típicas del proceso cognoscitivo se entrelazan, se suceden una a otra y se combinan en él. Esas tres fases, para Peirce, corresponden a las tres clases de inferencia que él mismo propone: inducción, deducción y abducción.

Peirce intenta demostrar que a un sujeto le resultaría imposible dar lugar a un acto psíquico, del tipo que sea, y menos aún a un proceso cognoscitivo, sin recurrir a «las tres clases obligadas y obligantes de razonamiento (…) El entrelazamiento de las tres fases de la inferencia -continúan Proni y Bonfantini- constituye una constante común, tanto en los problemas de la vida cotidiana, como en la investigación especial izada y en la propiamente científica». Esto es lo que Peirce sostiene en el segundo de sus dos ensayos anticartesianos de 1868, Some Consequences of Four Incapacities. Por lo tanto -concluyen- no debe extrañarnos que en una prolija exposición de los procedimientos holmesianos, se nos revele la presencia de las tres clases canónicas de razonamiento.

La idea más generalmente difundida y aceptada, aún actualmente, es que el proceder, el método de la ciencia moderna desde Galileo, es el hipotético-deductivo-experimental (inductivo). Los pasos serían más o menos estos:

1. Se tiene o se formula una teoría o ley provisoria, a modo de hipótesis.

2. De esa teoría o ley, se deducen -lógica o formalmente- enunciados más particulares (las Tesis singulares que se intentarán demostrar o refutar), susceptibles de:

3.a. Ser confrontados con la «observación» sobre el mundo/realidad. O,
3.b. A partir de dichos enunciados particulares (tesis) se arman «experiencias", experimentos, o sea, queda establecido el caso particular que se someterá a la prueba de ver qué resultado produce. Esto, desde el modelo inductivo: si el resultado de la experiencia-caso es positivo, entonces por inducción, la ley o teoría puesta en juego será al menos provisoriamente validada. Por lo tanto, del resultado particular, se generaliza a una ley universal.

Si es negativo, se deshecha la teoría o ley inicial; o se la intenta rectificar.

Pero, para Peirce, este modelo es incompleto. Él afirma que se olvida u omite el paso más importante, el más creativo, que él llamará «la abducción de la hipótesis». En este punto vale hacer una aclaración, dado que hemos señalado que Peirce utiliza alternativamente, como equivalentes, los términos de abducción, retroducción e inferencia hipotética. No obstante, cuando abducción e hipótesis aparecen homologadas en sus pensamientos y formulaciones, es estrictamente en tanto se refiere a que ese primer momento abductivo que hace posible la formulación de la hipótesis, y el momento de la formulación propiamente dicha, frecuentemente sólo pueden diferenciarse lógica o conceptualmente, siendo la abducción de la hipótesis y la formulación de la hipótesis, en una buena proporción de casos, casi simultáneas, y produciéndose dicha secuencia en forma instantánea. Por otra parte, podemos decir que Peirce no concibe la abducción como una mera conjetura. En todo caso, cada conjetura, hipótesis o adivinación plantean para él una pregunta en relación a la verdad, en la medida en que lo acertado de tales procesos de pensamiento no pueden explicarse simplemente en términos de azar, ni siquiera probabilísticos.

Como veíamos, al comparar nuestra capacidad de abducción con las habilidades musicales y aeronáuticas de las aves, como poderes puramente instintivos, Peirce parece postular la concordancia entre los procesos de pensamiento y la naturaleza, su confianza en la existencia de una «lume naturale», aproximándose así al racionalismo de Leibniz, para quien «la expresión puede ser similar a la cosa expresada si se respeta cierta analogía entre sus respectivas estructuras, puesto que Dios, creador tanto de las cosas como de las mentes, ha grabado en nuestra alma una facultad de pensamiento que puede operar según las leyes de la naturaleza»28. En otros términos, la concordancia entre el sujeto y el objeto de conocimiento. No obstante, según señala Eco, «incluso cuando afirma que "los principios generales son realmente operantes en la naturaleza", su intención es hacer una declaración realista (…) y a menudo se muestra crítico con el racionalismo de Leibniz (…) La confianza de Peirce en un tal acuerdo entre la mente y el curso de los acontecimientos es más evolucionista que racionalista»29. Las conjeturas son para Peirce formas válidas de inferencia sólo en tanto se nutran de observaciones previas, aún cuando puedan anticiparse «todas sus remotas consecuencias ilativas», debiendo ser además posteriormente verificadas.

«Esta verificación, para ser válida desde el punto de vista lógico, debe emprenderse con honradez (…) con el examen de las hipótesis y una revisión de todos los tipos de consecuencias experimentales condicionales que se seguirían de su verdad. Esto constituye la segunda fase de la investigación»30.

Pero, por otra parte, cuando se refiere por ejemplo a la observación abstractiva, señala que ésta «apunta a descubrir lo que debe ser -lo cual nos sitúa en una dimensión simbólica- y no meramente lo que es en el mundo real» . En otras palabras, se sostiene en Peirce cierto interrogante acerca de cuál es la relación entre el signo y lo que viene a representar. Cuestión que luego Wittgenstein, en el Tractatus, llevará al extremo31.

Hay algo más que en el curso de una investigación, siguiendo a Eco, conviene tener en cuenta: «La certidumbre que ofrece la abducción no excluye el falibilismo que domina toda investigación científica» porque, según Peirce, «el falibilismo es la doctrina según la cual nuestro conocimiento nunca es absoluto, sino que flota siempre, por así decir, en un continuum de incertidumbre e indeterminación».

 

6. El problema de «la verdad»

Retomando nuestro contrapunto entre Peirce y Holmes, podemos agregar que la similitud entre ambos en el modo de concebir la estructura lógica del procedimiento de investigación, «en su complejo proceso cognoscitivo», no quiere decir, sin embargo, que pueda señalarse «una perfecta identidad de método» entre ellos. Los dos parecen compartir su obsesión por la búsqueda de la verdad, pero ¿cuál es la verdad que habita y anima a esos signos? ¿Se trata de la misma verdad para Holmes y para Peirce?

Para Peirce, en principio, un signo remite a otro signo. Lo cual ubica a la verdad como jugada exclusivamente en el Universo de los Signos, como una ley o una regularidad de futuro indefinido. En sintonía con esto, él postula que existe el pensamiento en general, lo que podríamos situar en oposición a los pensamientos particulares de cada uno, al «pensamiento privado», afectado por la idiosincrasia y los errores de cada persona. El día en que la «comunidad» pudiera llegar a aprehender tal pensamiento en general, ya no habrá malentendidos, habiéndose llegado a alcanzar en forma completa el conocimiento de la verdad.

«Estamos instalados en la cadena de la semiosis infinita, pertenecemos a ella y no ella a nosotros. Instalados en el long run32, lo que para mí es lo real posee una posibilidad puramente hipotética de traducirse en una afirmación futura; el hecho de que esa traducción se efectúe y se imponga no depende de la totalidad de las informaciones o interpretaciones en proceso, sino del futuro del pensamiento en general. A él pertenece lo que Peirce llamará la verdad pública33, o sea, la verdad sin otros adjetivos, ya que lo que nunca se afirmará ni repetirá continuamente ni se reconocerá como públicamente verdadero por el pensamiento en general es, justamente, mera verdad individual, particularidad y error».34

Vemos aquí acentuado al extremo el costado paradójicamente más racionalista y -al mismo tiempo- más idealista de Peirce, idealista en un sentido propiamente platónico, en una suerte de reedición semiótica del Mundo de las Ideas35, que parece alejarlo de sus propias concepciones acerca del Juego del Pensamiento -el «Play of Musement»-, y de la abducción como un proceso de pensamiento esencialmente creativo y singular, vía regia a través de la cual un sujeto puede nutrir su universo simbólico de lo real, dándole lugar a un conocimiento nuevo o, en términos de Peirce, a un «avance» en el conocimiento. Esta vacilación en su pensamiento, junto con la controvertida convivencia en él de una multiplicidad tan vasta de ideas -en ocasiones, al menos en apariencia, profundamente opuestas y en permanente tensión-, hacen de Peirce una referencia apasionante, al tiempo que lo invisten de una conmovedora humanidad en su intento de alcanzar esa verdad, ese inconfesable secreto íntimo de la significación que, sin embargo, todo el tiempo se le escurre entre sus complejas redes de signos.

Por su parte, el pensamiento de Holmes aparece más fuertemente anclado a las cosas terrenas, y es en ese sentido más pragmático que el propio Peirce. En principio, hay un estatuto racionalista de su pensamiento, «una vez analizadas todas las posibilidades, y descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad…». Si estamos ante un crimen, el hecho ya está consumado, se trata de rastrear las condiciones de producción de ese crimen -los móviles, las intensiones, etcétera- y, en ese punto -tal como ya lo señaláramos-, podemos distinguir dos niveles: la verdad policíaca, esto es, descubrir quién fue el asesino, que arma utilizó, y todo lo demás. A través de la retroducción, se llega entonces a cierta «verdad pública», aunque no debe entenderse esto en el estricto sentido peirciano del término, ya que en el caso de Holmes se trata de una verdad ya instituida, mientras que en Peirce esa «Verdad Pública» está por instituirse en un futuro indeterminado. Por otra parte, vemos a Holmes también interesado en los móviles, las motivaciones personales, los deseos y las pasiones ocultas en el acto delictivo o criminal. Y aquí estamos -en términos de Peirce- en la dimensión de una «Verdad Privada», teñida y determinada por la «idiosincracia» de los protagonistas.

Por último, hay además otro Holmes, sin embargo, que no es el sabueso que corre detrás de la presa, sino el del ocio, el que siente todo el peso de una existencia vacía azotándolo cada vez que se encuentra sin tener adonde aplicar ese trabajo de pensamiento que, sin embargo, no puede detener. Como si su detención pudiera amenazar -al igual que al Caballero Agilulfo36- su propio existencia. Es allí donde Holmes tiende a entregarse a devaneos que lo llevan a especular con la posibilidad de escribir un manual, un tratado de uso universal que propondría el método para alcanzar, cada vez, el esclarecimiento de la verdad.

Notas

1 El presente texto forma parte del capítulo II del libro Investigación <>Psicoanálisis:de Sherlock Holmes, Peirce y Dupin a la experiencia freudiana. Edit. Letra Viva; Buenos Aires; año 2000.

2 Eco, U. y Sebeok, T. A.; «Prefacio» a El signo de los tres, Barcelona, Editorial Lumen, 1989.

3 Pragmatismo: corriente filosófica cuyo método parte de la definición que de ella dio Peirce, como «una teoría del análisis lógico o definición verdadera»; entendiendo a la Filosofía como una subclase de las «Ciencias del Descubrimiento», ciencia teórica cuyo objeto es universal, y se divide en fenomenología, ciencia normativa, y metafísica. Para el pragmatismo, el criterio de verdad consiste en identificarla con las consecuencias prácticas que reporta, es decir, que la verdad de una afirmación equivale a la utilidad de la misma. Su difusión se debió a William James, quien le dio un matiz mucho menos teórico. (Diccionario Salvat). /// Movimiento filosófico que se ha desarrollado sobre todo en EE.UU. y en Inglaterra pero que ha tenido amplia influencia en la filosofía contemporánea. El pragmatismo norteamericano surgió hacia 1872 en el Club metafísico. Las líneas principales de este movimiento fueron perfiladas por Peirce en su artículo «Cómo hacer claras nuestras ideas», de 1878. En él sostiene que «toda la función del pensamiento es producir hábitos de acción» y que «lo que significa una cosa es simplemente los hábitos que envuelve» . Más concretamente decía Peirce: «concebimos el objeto de nuestras concepciones considerando los efectos que se pueden concebir como susceptibles de alcance práctico. Así, pues, nuestra concepción de estos efectos equivale al conjunto de nuestra concepción del objeto». Sin embargo, Peirce propuso después el nombre de «Pragmaticismo» para su doctrina, para diferenciarla del Pragmatismo de William James, que es una transposición al campo ético de lo que primitivamente se había pensado en un sentido puramente científico y metodológico. Peirce destacó que su Pragmaticismo no es tanto una doctrina que expresa conceptualmente lo que el hombre concreto desea y postula, sino una teoría que permite otorgar significación a las únicas proposiciones que pueden tener sentido. Puede afirmarse que han predominado dos tendencias en el pragmatismo: la primera afirma que «el significado de una proposición consiste en las consecuencias futuras de experiencia que (directa o indirectamente) predice que van a ocurrir, sin que importe que ello sea o no creíble»; la segunda sostiene que «el significado de una proposición consiste en las consecuencias futuras de creerla». (Ferrater Mora; Diccionario de filosofía abreviado.)

4 Grupo que contaba entre sus miembros a William James y Chancey Wrigth, entre otros.

5 Comunicación personal de Christian Kloesel, citada por Thomas A. y Jean Umiker Sebeok en«Ya conoce usted mi método»: Una confrontación entre Charles S. Peirce y Sherlock Holmes, en El signo de los tres, Barcelona, Editorial Lumen, 1989. Nota 26, página 80.

6 Ketner, K.; Cook, J. E.; Charles Sanders Peirce: Contributions to The Nation. Part One: 1869-1893, Texas, Graduate Studies, Texas Tech University, nº 10, 1975. Referencia tomada de Sebeok, T. A. y Umiker-Sebeok, J.; obra citada, página 76, nota nº 11.

7 Sercovich; A.; «Presentación. Interpretantes para Charles Sanders Peirce: Semiótica e ideología» , en Charles Sanders Peirce. La ciencia de la Semiótica, Buenos Aires, Editorial Nueva Visión, 1986.

8 En La estructura ausente (Barcelona, editorial Lumen, 1986), Umberto Eco analiza las diferencias entre Semiología y Semiótica. Ver nota al pie, en página 13 de dicho volumen.

9 Retomaremos específicamente este punto en el capítulo V, cuando abordemos lo postulado por Jaakko y Merrill B. Hintikka como «Método Interrogativo», y las secuencias pregunta-respuesta en tanto «juegos contra la naturaleza». Cabe señalar, además, que es necesario ubicar que «lo real» en Peirce difícilmente pueda asimilarse a «lo real» en Lacan.

10 Sercovich, A. «Presentación. Interpretantes para Charles Sanders Peirce: Semiótica e ideología», en Charles Sanders Peirce. La ciencia de la Semiótica, Buenos Aires, Editorial Nueva Visión, 1986.

11 Barthes, R.; Mitologías, Mexico, Siglo XXI Editores, 1997.

12 Sini, C.; Semiótica y Filosofía; Hachette S.A., Buenos Aires, 1985.

13 Se trata de un manuscrito carente de título, incluido en la compilación publicada con el título: Charles Sanders Peirce. La ciencia de la Semiótica, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1986.

14 Peirce emplea la palabra Ground, que significa, entre otras cosas, «territorio o base», y «fundamento o razón».

15 Charles Sanders Peirce. La ciencia de la Semiótica, Capítulo II: «División de signos», Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1986.

16 Acerca de la gramática especulativa, Armando Sercovich nos dice que se trata de un nombre surgido en la Edad Media y que está relacionado con las especulaciones sobre la filosofía del lenguaje, cuyo antecedente histórico podría ser el Cratilo de Platón, y que alcanza su más amplio desarrollo con la doctrina de Abelardo acerca del Sermo. La misma problemática renace a mediados del siglo XVII (lógica de Port-Royal, Locke, etc.), y vuelve a manifestarse contemporáneamente en el pensamiento filosófico con orientación lógico lingüística (Hüsserl, Cassirer, Ogden y Richards, etc.).

17 Ver capítulo V.

18 «Uberty» es, como nos informa Thomas Sebeok, un vocablo casi desaparecido en el inglés moderno, y equivale a «fecundidad, fertilidad, capacidad fructífera, abundancia» o, aproximadamente a lo que los italianos suelen llamar «ubertá» (cualidad de ubérrimo).

19 El concepto de abducción no es en verdad para nada nuevo, podemos encontrarlo ya en Aristóteles: el los Analíticos, podemos encontrar esta compleja definición: «La abducción tiene lugar cuando es cierto que el primer término es atribuído al medio, y es incierto que el medio lo es al último, por más que esta menor sea tan creíble y, si se quiere, más creíble que la conclusión. Además, la abducción tiene lugar cuando los intermedios del último extremo y del medio son menos en número; porque entonces de estas dos maneras se está más cerca de saber». Ver Analíticos Primeros, capítulo 25.

20 «Símbolo dicente» o «proposición ordinaria» es una de los diez clases de signos descriptas por Peirce, que se caracteriza por estar conectado con su objeto mediante una asociación de ideas generales. A su vez, un «Legisigno» es una ley que es un Signo, siendo ésta una de las categorías a partir de las cuales Peirce clasifica los signos.

21 Calvino, I.; «Un signo en el Universo», en Las cosmicómicas, Buenos Aires, Ediciones Minotauro,

22 La frase se completa con: «…Es una costumbre reprobable, que destruye las facultades lógicas».

23 Sebeok, T. A. y Umiker-Sebeok, J.; «Ya conoce usted mi método»: Una confrontación entre Charles S. Peirce y Sherlock Holmes, en El signo de los tres, Barcelona, Editorial Lumen, 1989, pág. 31 a 36.

24 Sebeok, T.; Sebeok, J. U.; Obra citada.

25 En función de ello, Peirce también da a la abducción el nombre de «Argumento Originario», dado que «su única justificación es que si alguna vez llegamos a comprender las cosas lo hacemos necesariamente de esta manera»…«ni la deducción ni la inducción pueden añadir jamás el menor elemento a los datos de la percepción; y … las meras percepciones no constituyen un conocimiento aplicable a ningún uso práctico o teórico. Todo lo que hace utilizable el conocimiento nos llega siempre vía abducción». Tomado de Sebeok, T.; Sebeok, J. U.; Obra citada, nota nº 10.

26 Cabe señalar, no obstante, que Peirce rechaza el término «intuición». Dice que cuando expresamos conocer «intuitivamente», en realidad desconocemos que eso es el fruto de un anterior conocimiento por inferencia que luego, por repetirse y verificarse reiteradas veces, se hace tan familiar que ya nos parece «inmediato» y «evidente».

27 Bonfantini, M. A.; Proni G.; «To guess or not to guess?», en El signo de los tres, Barcelona, Editorial Lumen, 1989.

28 Eco, U.; «Cuernos, cascos, zapatos: algunas hipótesis sobre tres tipos de abducción», en El signo de los tres, Barcelona, Editorial Lumen, 1989.

29 Idem.

30 Idem.

31 Tal como lo plantea Bertrand Russell en la afinada síntesis que realiza en su Introducción del Tractatus, de lo que allí se trata fundamentalmente para Wittgenstein es de poner en consideración que «toda la función del lenguaje consiste en tener significado», y por lo tanto sólo cumple esta función satisfactoriamente en la medida en que se pueda aproximar a ese lenguaje ideal que él allí postula. Vale aclarar que no se trata de que haya, para Wittgenstein, un lenguaje lógicamente perfecto, o que él se proponga construirlo, sino de demostrar que los errores que se han producido en las formulaciones filosóficas descansan en la falta de comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Russell señala: «Para que una cierta proposición pueda afirmar un cierto hecho, debe haber, cualquiera que sea el modo como el lenguaje está construido, algo en común entre la estructura de la proposición y la estructura del hecho. Esta es tal vez la tesis más fundamental de la teoría de Wittgenstein. Aquello que haya de común entre la proposición y el hecho, no puede, así lo afirma el autor, decirse a su vez en el lenguaje. Sólo puede ser, en la fraseología de Wittgenstein, mostrado, no dicho, pues cualquier cosa que podamos decir, tendrá siempre la misma estructura».

32 Long run, es en Peirce el largo camino de «acrecentamiento definido de conocimiento», en cuyo horizonte se encuentra la «verdad pública última».

33 El germen de esta idea puede rastrearse en Aristóteles, quien uno de los criterios de verdad que plantea estaría convalidado en la concordancia y aceptación de la comunidad pensante. Ver Aristóteles, Organon, México, Editorial Porrúa, 1993.

34 Sini, C.; opus cit. El germen de esta idea puede rastrearse en Aristóteles, quien uno de los criterios de verdad que plantea estaría convalidado en la concordancia y aceptación de la comunidad pensante (Organon, .

35 Peirce llega incluso a afirmar, según señala Carlo Sini en Il pragmatismo americano (Bari, Laterza, 1972), que «los universales (generals) son reales en el más alto grado». Sin embargo, una de las diferencias fundamentales con el platonismo, es que Peirce no plantea una operación cognoscitiva por medio de la "reminiscencia"(forma peculiar en que el alma logra "recordar" su pasado contemplando las Ideas ya completas y perfectas en sí), sino de una operación cognoscitiva hacia el futuro, que implica la acción de la comunicad humana pensante. Según comenta José Vericat, para Peirce «la comunidad, por un lado, en tanto plasmación de lo colectivo, y lo virtualmente concebible, por otro, convergen en el horizonte constitutivo de la realidad como lo público, y, por ende, de la verdad por antonomasia». (José Vericat; introducción del libro "El hombre, un signo-El pragmatismo de Peirce"; Barcelona; Edit. Crítica; 1988.) (Una posible clave para profundizar este tema es el concepto peirciano y aristotélico de «futuro contingente»).

36 Calvino, I.; «El caballero inexistente», en De nuestros antepasados, Buenos Aires, Editorial. Por las noches, mientras todos los demás soldados del ejercito de Carlomagno se entregaban al sueño, el Caballero Agilulfo, cuya existencia incorpórea se sostenía solamente en sus deberes de Caballero y su fe en la Santa Causa, debía ocupar su pensamiento en ejercicios de aritmética, geometría o alguna otro acto psíquico de ese orden, dado que el hecho de que tan sólo se interrumpiera por un instante el devenir de su pensamiento, apagaría en forma instantánea la llama de su espíritu.


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