Psicoanálisis, estudios feministas y género |
Masculino/Femenino; Maternidad/Paternidad
Silvia Tubert
La diferencia entre los sexos, en el momento actual, es objeto de discursos ideológicos contradictorios: por un lado tenemos el discurso que anuncia el fin de la diferencia entre los sexos como última etapa de un universalismo en construcción. Por otro, el que exacerba la diferencia desde la perspectiva de la valorización del sexo femenino. Tanto la neutralización como la exacerbación de la diferencia sexual traducen un hecho político nuevo: la formulación de la existencia de relaciones sociales de sexo que tienen un carácter histórico y la definición de sus estrategias y transformaciones. Este hecho es el resultado de la práctica y de la teorización feminista y viene a poner un saludable punto final a la forma en que la tradición cultural occidental concibió la diferencia entre los sexos:
1. Uno de los términos de la polaridad, el masculino, ha servido como modelo al otro.
2. Este modelo -masculino- se identifica con la cultura, con lo simbólico, en tanto lo femenino se ha concebid o como "natural".
3. Este modelo se ha presentado como ahistórico y, al mismo tiempo, ajeno a la diferencia entre los sexos; el sexo femenino es el que lleva la "marca" de la sexualidad en tanto que el masculino se identifica con lo humano en un sentido neutro.
Entre las disciplinas que estudian al ser humano como tal, es decir, en su dimensión simbólica, social, cultural, el psicoanálisis ocupa un lugar especial porque lejos de ignorar o negar la diferencia entre los sexos hace de ella el objeto mismo de su discurso, de modo que rompe con el pensamiento filosófico de la tradición occidental. Sin embargo, a pesar de ello, no está exento de equívocos y contradicciones en sus desarrollos teóricos sobre esta cuestión. En este punto es donde ha intervenido, en un primer momento, la crítica feminista y, en un segundo momento, la conceptualización psicoanalítica enunciada desde diversas perspectivas feministas, que se esforzó por desligar a la teoría y a la práctica psicoanalíticas de algunos aspectos en los que seguían adheridas al pensamiento tradicional acerca de la diferencia entre los sexos o daban una cobertura teórica al imaginario masculino.
I. Perspectiva feminista
Algunas autoras han afirmado que una ciencia feminista es aquella cuyas teorías incluyen una particular visión del mundo, caracterizada por la complejidad, el interaccionismo y el holismo, que expresaría la sensibilidad o temperamento cognitivo propio de las mujeres. Esta caracterización confunde "feminismo" con "femenino": aunque es importante rechazar la desvalorización tradicional de las virtudes asignadas a las mujeres, también es importante recordar que las mujeres se construyen para ocupar una posición social subordinada y, por lo tanto, han de desarrollar cualidades adecuadas para tal posición; de ahí el riesgo de celebrar acríticamente lo femenino.
Otro problema que plantea la noción de un "punto de vista de las mujeres" o "perspectiva feminista" es que las mujeres son demasiado diferentes entre sí en cuanto a sus experiencias y subjetividades como para generar un único marco de referencia cognitivo.
Un tercer problema es que, desde esta perspectiva, la ciencia "femenina" se presenta como una corrección de los errores de la ciencia "masculina" pretendiendo revelar la verdad que esta oculta para eliminar el sesgo sexual de la ciencia. Esto presupone la idea de que es posible elaborar una ciencia libre de valores y de que una investigación informada por valores es "mala ciencia"; habría un sesgo androcéntrico en la ciencia "oficial" pero la "ciencia feminista" sería mejor, más verdadera, libre del sesgo genérico. Sabemos, sin embargo, que los valores epistemológicos -como la búsqueda de la verdad- no son suficientes para eliminar la influencia de los valores contextuales -personales, sociales, históricos y culturales- en la estructuración del conocimiento científico. La ciencia que despliega un sesgo no es ipso facto ciencia incorrecta, puesto que su propia producción no puede eliminar la expresión de sesgos, aunque es preciso insistir en que tampoco puede legitimarlos.
Helen Longino 1 sugiere que la objetividad científica debe concebirse como una función de la estructura colectiva de la investigación más que como una propiedad del científico individual y propone que nos centremos en la ciencia no como contenido sino como práctica, no como producto sino como proceso :
l. Tanto la expresión del sesgo masculino en las ciencias como la crítica feminista de las investigaciones que muestran ese sesgo son moneda corriente en el trabajo científico.
2. La investigación científica no puede dejar de desplegar los compromisos metafísicos y normativos de la cultura en la que se genera.
3. La crítica de los supuestos subyacentes que guían el razonamiento científico acerca de los datos es una parte de la ciencia misma.
En el caso del feminismo es evidente que las teorías, en el campo de las ciencias sociales, no son meramente conceptualizaciones sobre las mujeres, el género o la diferencia sexual, sino teorías de un tipo particular: tienen implicaciones emancipatorias para la posición de las mujeres en la sociedad. Lo que motiva una gran cantidad de investigaciones es fundamentalmente político, por cuanto se pretende mostrar, a través del estudio científico de las personas, sociedades y culturas, que la liberación de la mujer de su posición universal de subordinación es posible. Pero tener motivaciones políticas no convierte necesariamente a la ciencia en ideología, a menos que reemplacemos la elección de una teoría científica por la argumentación política. Esta perspectiva difiere de aquella que supone una congruencia entre la forma en que se desarrollan los procesos naturales y las formas de comprensión propias de las mujeres: lo que incide en la teorización no es un modo de percibir la realidad, supuestamente femenino, sino las consideraciones políticas que modelan el proceso de investigación, a través de su influencia en el razonamiento y la interpretación. Si no podemos, entonces, hablar de "ciencias feministas" ni de "perspectiva de las mujeres" habremos de tratar de "hacer ciencia como feministas". Me parece interesante asumir algunas de las propuestas de Helen Longino:
l. Habitualmente se realiza una elección deliberada de ciertos modelos interpretativos; es legítimo basar esa elección en consideraciones políticas.
2. Esa elección, obviamente, está limitada por los datos, es decir, lo que conocemos de la realidad. Pero "lo que conocemos de la realidad" (por no hablar de algo tan inefable como la realidad misma) es insuficiente para determinar la elección de un modelo teórico.
3. El desarrollo de una "nueva ciencia" -lo que Longino denomina "hacer ciencia como feministas"- implica una evolución dialéctica y, al mismo tiempo, cierta continuidad con la ciencia "establecida". Aunque no es el lugar apropiado para referirnos a la posibilidad o imposibilidad de hacerlo en función de las condiciones de la producción científica, orientada por perspectivas políticas diferentes de la feminista, hemos de subrayar la naturaleza paradójica de esta propuesta, que aspira a la construcción de categorías nuevas dentro de un discurso de carácter patriarcal.
II. Cuestionamiento feminista del psicoanálisis
No me ocuparé de las consabidas críticas hechas desde la ingenuidad o simplemente desde la ignorancia sino de analizar someramente algunos aspectos contradictorios del pensamiento psicoanalítico (limitándome a la teoría freudiana), especialmente la cuestión de la medida en que aquel rompe con la tradición intelectual de Occidente y en que permanece adherido a ella en lo que respecta a la diferencia entre los sexos.
1. El pensamiento de Freud 2 es de carácter desconstructivo en lo que concierne a las categorías de masculinidad y feminidad pero recurre a términos que son producto de una lógica binaria, por lo que se lo ha interpretado en muchas ocasiones como defensa o apoyo de aquello mismo que pretendía desmontar. Así, por ejemplo, para Freud masculino y femenino no son puntos de partida sino de llegada: ningún individuo está constituido de entrada como sujeto ni como sujeto sexuado. Tanto la subjetividad como la sexuación son productos de la historia de las relaciones intersubjetivas que el niño establece con quienes lo rodean desde su nacimiento y aún antes, en el deseo y en el proyecto de sus padres que resultan, a su vez, de una historia. Este marco intersubjetivo establecerá unos hitos, unos referentes, unos objetos de deseo que se van a construir sobre una base indefinida e indeterminada: las pulsiones -diferentes y hasta opuestas al instinto- son parciales, polimórficas y heterogéneas y se asientan en una multiplicidad de zonas erógenas. En lo que concierne a la pulsión sexual y al deseo no hay unidad, unicidad ni identidad dadas. Decimos que masculino y femenino son puntos de llegada, entonces, porque las niñas y niños son -más que bisexuales- sexualmente indiferenciados; es necesario explicar cómo a partir de esa indiferenciación se convierten en hombres y mujeres. De este modo, el psicoanálisis desestabiliza al sujeto como constructo coherente pero, sin embargo, en la medida en que describe el proceso del desarrollo que conduce a la formación de hombres masculinos y mujeres femeninas, de alguna manera instituye la coherencia del género.
2. Otro aspecto problemático y contradictorio es el falocentrismo: para el psicoanálisis, la diferencia entre los sexos se organiza en torno a la presencia o ausencia del pene (Lacan utiliza el término falo para marcar la distancia entre el valor simbólico del órgano masculino y su entidad real o imaginaria). No aparecen, entonces, los dos términos de la antítesis como marcados ; no hay marca de la feminidad, salvo la ausencia. Podemos afirmar que esa falta es atribuida a la mujer desde la perspectiva del imaginario masculino narcisista. De todos modos, el problema no es simple:
. Desde el punto de vista epistemológico ¿es posible concebir la diferencia de otro modo en una sociedad patriarcal, caracterizada por la posición subordinada de las mujeres como colectivo y por el privilegio de lo masculino en el orden simbólico?
. Con respecto al objeto ¿es posible que los sujetos se organicen de otro modo en una cultura que reserva a las mujeres el lugar de lo negativo, lo otro, lo inferior o lo peligroso?
. ¿Debemos considerar al falocentrismo como un rasgo de la teoría psicoanalítica o del universo en el que se construyen no sólo las categorías que elabora sino también los sujetos que analiza?
La propuesta feminista es concebir la diferencia sin recurrir a oposiciones binarias; pensarla sin confrontarla con una norma; reconocerla pero no en términos jerárquicos. En efecto, es posible pensar en una conceptualización de la diferencia como distinción entre dos términos marcados, pero, como sostiene Françoise Héritier 3, parece ser que lo que es posible lógicamente no es pensable en las coordenadas socio-culturales patriarcales. Lo que sí es posible es mostrar que la organización de la subjetividad de hombres y mujeres como diferentes posiciones con respecto al falo (falocentrismo) es un correlato de la subordinación social de las mujeres y de su construcción como falta en lo simbólico, como lugar extrasimbólico, extralingüístico o natural.
3. El psicoanálisis se sitúa en la tradición occidental al considerar a la sexualidad femenina como un enigma: se trata de una teoría sexual masculina que efectúa un desplazamiento merced al cual la mujer carga con el enigma de la diferencia entre los sexos, como he tratado de mostrar en otros textos 4.
4. La narrativa edípica en la que se constituye el sujeto se presenta como un modelo único para ambos sexos, aunque Freud sostiene que los procesos por los que se accede a la masculinidad y a la feminidad son asimétricos. Pero es evidente, una vez más, que así es como ocurren las cosas en nuestra cultura: para acceder a una posición histórica de sujeto es necesario identificarse con un modelo masculino. No es el complejo de Edipo el que determina las características sociales de cada sexo sino la sociedad la que determina los diferentes procesos edípicos en cada uno de ellos. Aunque en la actualidad se están produciendo cambios importantes en este sentido, en gran parte merced a los esfuerzos del feminismo -tanto teóricos como políticos- no se puede cuestionar que hasta ahora se había mantenido la ecuación sujeto=hombre.
III. Coincidencias entre las propuestas teóricas del feminismo y la teoría psicoanalítica
1. Cuestionamiento de la concepción del sujeto unificado: desconstrucción del yo de la filosofía y la psicología de la consciencia.
2. Reconociminto de diversos órdenes de diferencias que las ideologías tienden a confundir: diferencia sexual, diferencia entre las mujeres y entre los hombres (reconocimiento de la singularidad del sujeto), diferencias dentro del propio sujeto, tal como lo revela la existencia de lo inconsciente, la contradicción y el conflicto.
3. Cuestionamiento de la concepción occidental de la racionalidad: lo inconsciente subvierte la coherencia narrativa del sujeto.
4. Cuestionamiento de las teorías que postulan una identidad sexual biológicamente determinada: la identidad sexual es el resultado de un proceso, de la historia del sujeto y de sus relaciones con los otros.
5. Tanto el psicoanálisis como las corrientes más avanzadas del feminismo (aunque ésta fue la posición defendida ya por Simone de Beauvoir) consideran que no es posible determinar lo que la mujer es sino cómo deviene : no se admite una esencia dada sino una génesis.
6. Freud aceptó la aportación de algunas de sus colaboradoras que reconocieron la importancia de un subtexto dentro de la narrativa edípica referente a la relación temprana de la niña con su madre, tematizado por numerosas psicoanalistas actuales.
7. El intento freudiano de articular lo común y lo diferente en ambos sexos apunta a un problema central -desde mi punto de vista- del feminismo en nuestros días, capturado por la aporía igualdad/diferencia.
8. Freud reconoció el papel de la subjetividad y de los valores en la observación científica; por ejemplo, cuando afirma que las psicoanalistas mujeres pudieron captar más fácil y claramente la importancia de la vinculación temprana de la niña con su madre porque representaban sustitutos maternos en la situación transferencial con las pacientes. Es decir, el observador contribuye a generar el fenómeno que pretende estudiar y a ello no son ajenos su posición sexuada, su mirada y el lugar desde el que escucha al paciente.
9. Al considerar que masculinidad y feminidad son "construcciones teóricas de contenido incierto" Freud subraya la diferencia entre los constructos simbólicos (el género) y/o científicos y la realidad biológica, subjetiva o social de hombres y mujeres. La referencia a la incertidumbre constituye una advertencia contra la asignación de unos contenidos definitivos a esas categorías.
IV. Masculino/femenino
Observamos entonces en las ciencias sociales diversos movimientos convergentes: si el feminismo se centró en el reconocimiento de que lo femenino forma parte de lo humano en la misma medida que lo masculino, la antropología nos permitió reconocer que los pueblos no-occidentales forman parte de la humanidad tanto como los occidentales y el psicoanálisis demostró que muchos deseos y sentimientos que parecían ajenos al sujeto por no ser accesibles a la consciencia constituyen el núcleo de nuestra subjetividad. Estos movimientos han sentado las bases para una verdadera crítica de la cultura en tanto han cuestionado ciertas verdades "universales" tradicionales acerca del ser humano. Si la definición occidental del ser humano y sus modos de representación, lejos de ser universales, deben ser ampliados para incorporar la experiencia y los modos de representación propios de otras culturas diferentes así como lo que es ajeno en nosotros (inconsciente), lo mismo sucede con la relación entre los principios masculino y femenino.
En efecto, durante siglos se ha considerado a lo masculino como sinónimo de la humanidad en general, negando o reprimiendo el elemento femenino de aquella. Es decir, al erigir lo masculino en modelo universalmente válido (lo que define esencialmente al androcentrismo) se borran las huellas de lo femenino que queda, de este modo, excluido del mundo de la representación y de la cultura, excepto bajo una forma puramente negativa. Luego, el reconocimiento y la búsqueda de las huellas ocultas del principio femenino, nos lleva, necesariamente, a redefinir lo humano y a cuestionar los modos de representación tradicionales de cada uno de los sexos y de la relación entre ambos.
Debemos recordar, una vez más, que masculino y femenino no son sinónimos de hombre y mujer. Una cosa son los hombres y mujeres como entidades empíricas, en un doble sentido: como seres diferenciados naturalmente por sus caracteres sexuales anatómicos y como grupos socialmente diferenciados a los que se asigna y de los que se espera el desempeño de determinados roles (género). Y otra cosa muy distinta son los principios masculino y femenino, que no tienen una existencia empírica natural sino que, como ya he mencionado citando a Freud, son construcciones teóricas de contenido incierto. Es decir, se trata de creaciones culturales que se ofrecen (o se imponen) a los sujetos como modelos ideales que, a su vez, se incorporan a los individuos particulares bajo la forma de un ideal del yo.
Pero el hecho de que cada uno de nosotros, sea hombre o mujer, se identifique en su infancia con los progenitores de ambos sexos, así como con otras figuras significativas de su ambiente portadoras de los ideales culturales referentes a los sexos, determina que no alcancemos nunca una identidad total y absolutamente masculina o femenina. De hecho, cada ser humano integra rasgos y características mezclados en diversas proporciones, viéndose obligado a reprimir o anular todo aquello que no corresponde a lo que su cultura define como propio de su sexo.
En efecto, no existe ninguna cultura en la que no podamos observar un reconocimiento de la diferencia entre los sexos, que se refleja en las diversas formas de concebir y definir la masculinidad y la feminidad. Se trata de una cuestión fundamental tanto para la sociedad como para cada persona en particular, puesto que lo que está en juego es un problema esencial: la necesidad de articular el reconocimiento de la diferencia de los sexos con el de la igualdad de hombres y mujeres en tanto miembros del género humano. Es tan angustiante para el sujeto la separación absoluta de los sexos, como si se tratara casi de dos especies diferentes, como la identificación de ambos en una supuesta categoría universal que desconoce las diferencias existentes entre ellos. Tal categoría única no puede recoger e integrar las diferencias construyendo un modelo andrógino en el que cada cual podría reconocerse sino que de hecho se funda históricamente, como ya he dicho, en la universalización de uno de los dos principios en detrimento del otro; los trabajos de los etnógrafos demuestran que en todas las sociedades conocidas es el principio masculino el que se generaliza, valora e identifica con lo humano, quedando el femenino en un lugar subordinado. Evidentemente este hecho no es azaroso sino que responde a las relaciones de poder entre los sexos: la exclusión o subordinación de lo femenino en la cultura es el correlato simbólico de la sumisión de las mujeres como grupo social.
Si en el orden simbólico es el hombre quien aparece como sujeto, la mujer queda relegada al papel de objeto, de lo otro de la masculinidad, lo que equivale a decir lo otro de la humanidad. El sujeto-hombre, desde su posición de masculinidad-humanidad, construye a ese otro en función de las relaciones de dominación existentes en toda sociedad patriarcal. Así, en el lugar de la mujer, lo femenino excluido deja un lugar vacío en el que lo otro se habrá de definir como maternidad. Esto explica que la mujer entre en lo simbólico fundamentalmente en tanto madre, que la maternidad se construya a través de las prácticas discursivas como un hecho natural y, finalmente, que se identifique a la mujer-madre con la materia, la biología, la emoción, lo irracional, al tiempo que el hombre se identifica con la forma, la cultura, el pensamiento, la racionalidad. De este modo se desconoce que, en el sentido pleno y humano de la palabra, la maternidad no corresponde a la reproducción animal sino que, como la paternidad, tiene un valor primordialmente simbólico y social.
Los efectos negativos de este proceso no se refieren sólo a los perjuicios que pueda ocasionar a una mitad de los seres humanos sino que afectan a la humanidad en su conjunto en tanto empobrecen nuestro acervo cultural y personal. La ontologización de la diferencia sexual, que escinde las categorías de masculino y femenino y las entiende como esenciales, inmutables y ahistóricas, ejerce la misma violencia sobre todos los individuos, sean hombres o mujeres (aunque en el caso de las mujeres, se suma a la violencia material y simbólica de la subordinación), puesto que los congela en unas identidades establecidas a priori. La diferencia de los sexos concebida en términos binarios e irreductibles liquida imaginariamente la ambigüedad de la pulsión sexual y del deseo y alivia la angustia que surge ante la multiplicidad de posibilidades que remite a cada uno a las incertidumbres de su propio deseo y al carácter igualmente incierto de su propia identidad sexual.
Si aceptamos que en toda sociedad patriarcal, basada en la subordinación de las mujeres y en la explotación y apropiación de su capacidad generadora, las teorías que dan cuenta de la diferencia de los sexos están indefectiblemente sesgadas de manera tal que, al mismo tiempo que son un efecto de la organización patriarcal, contribuyen a su perpetuación mediante la transmisión de su ideología y sus valores, debemos avanzar aún un paso más y preguntarnos hasta qué punto las mismas teorías feministas podrían transmitir involuntariamente valores y modelos sexistas que se abren paso a través de nuestra voluntad crítica. La clínica psicoanalítica, en efecto, nos muestra que la asunción consciente de una ideología feminista no basta para impedir que una mujer transmita valores y modelos opuestos a ella, que han llegado a formar parte de su estructura subjetiva a través de sus identificaciones inconscientes. No debemos olvidar que sólo llegamos a ser sujetos de nuestros propios deseos a través de una larga historia de diferenciación y separación de la posición inicial de objeto de los deseos del Otro del que alguna vez formamos parte.
Es por eso que la representación de la mujer como víctima de una violencia ejercida sobre ella por un poder externo (o bien, al contrario, como única responsable de su sometimiento, de modo que bastaría un acto de voluntad para cambiar el estado de cosas) es un buen ejemplo de la manera en que toda ontologización de la diferencia sexual hace posible la transmisión de la ideología sexista. Encontramos esta ontologización, como ya hemos visto, en las diversas concepciones que se basan en una escisión rígida de las categorías de hombre y mujer, entendidas como esenciales, inmutables y ahistóricas.
El problema de la violencia no se resuelve recurriendo a un determinismo absoluto, ya sea de carácter biológico o cultural, referido a lo interno o a lo externo, lo subjetivo o lo objetivo, lo psíquico o lo social, ni a una explicación de la subordinación de las mujeres exclusivamente en términos de opresión social. La mujer no es ni una mera víctima ni el único agente del malestar que experimenta en nuestra cultura, ni bruja ni ángel del hogar, ni Eva ni María. Por eso decía que la violencia, más allá del contenido o significado que se asigne a lo femenino, es un efecto de la imagen dicotómica de las diferencias sexuales.
En este sentido, puede ser tan alienante el repertorio de modelos que el patriarcado propone a las mujeres, como una nueva definición de una supuesta identidad femenina más auténtica o más acorde con una esencia que las categorías de género vendrían a ocultar o enmascarar. Si bien desde la perspectiva de liberar a las mujeres de su subordinación es necesario reconocer el lugar social que ellas ocupan como colectivo, esta exigencia debe articularse con el respeto a la diversidad y a la singularidad de la posición de cada mujer como sujeto deseante. La defensa de los derechos de las mujeres (las consignas de la Revolución Francesa aún no se han realizado para ellas) no requiere de ningún modo recurrir a definiciones universales, abstractas y normativas de la mujer, la sexualidad femenina o la feminidad. Si las representaciones de la mujer y del hombre basadas en una oposición binaria constituyen un recurso discursivo para aliviar la angustia ante las incertidumbres de la sexualidad y ante su heterogeneidad con respecto a la diferencia anatómica de los sexos, el precio que se paga por ese alivio es una limitación y un empobrecimiento, tanto de la experiencia como del saber.
No es suficiente entonces realizar un análisis de las diversas representaciones de la mujer y del proceso por el que aquellas se construyen; es preciso tener presente que ninguna puede corresponder a un objeto realmente existente en el campo natural o social, es decir, es necesario analizar la construcción de la mujer misma como representación y sus efectos alienantes. Estos no derivan sólo del hecho de que las representaciones patriarcales de la mujer, por ejemplo, sean falsas (en el sentido de que no corresponden a la realidad de su objeto) o peyorativas sino, además, de la violencia que supone cualquier representación que pretenda reflejar una feminidad real o esencial, de la violencia que implica identificar lo femenino con una imagen determinada. Es por ello que las ciencias sociales, aunque se elaboren desde una perspectiva feminista, pueden transmitir valores y modelos sexistas en la medida en que confundan la representación con una entidad dada y postulen la unidad de la categoría "mujeres", la uniformidad de las causas, estructuras o efectos de la organización social de las diferencias sexuales, y/o los intereses comunes de la totalidad de las mujeres.
Si sostenemos que el signo "mujer" no remite al objeto mujer sino a la diferencia de los sexos que lo funda como representación, nos resultará imposible hablar de sexualidad femenina o de feminidad sin partir de esa diferencia y de la operación por la que se establece; la feminidad no podría ser nunca definida por sí misma sin caer en alguna forma de esencialismo. El sujeto, en general, no puede resumirse como una entidad coherente y definitiva; consecuentemente, la feminidad no consiste en un contenido fijado de una vez para siempre sino en una multiplicidad y diversidad de formas en que la mujer es construida. Es necesario, entonces, reformular el problema: no se trata de saber qué es la mujer, cómo funciona el cuerpo femenino, en qué consiste la sexualidad femenina, cuáles son los valores propios de una cultura femenina que habría que perpetuar, desarrollar o crear, sino cómo se organiza la diferencia sexual en la cultura, las formas complejas y contradictorias a veces en que se produce la diferencia sexual a través de prácticas discursivas, puesto que la palabra, como todo símbolo, produce efectos en lo real y crea objetos históricamente existentes.
La fijación del significado que se produce cuando se establecen definiciones cristalizadas y universales conduce a posiciones esencialistas que tratan la categoría "mujeres" como un dato no problemático, que son una variante de la tradición que considera que la humanidad se compone de individuos dados sobre los que actúa la sociedad modificándolos. Esto supone concebir una esencia humana que existiría independientemente y a priori de la cultura. "Mujeres" marca en este contexto el género dado a la categoría de humanidad, género al que se adscriben ciertos atributos esenciales, como la ternura, cuidado y responsabilidad por el prójimo, etc., opuestos a los atributos masculinos de violencia, competitividad, intereses sociales, etc.
La feminidad, por el contrario, podría asumir una variedad de símbolos y modelos, lo que daría lugar a un enriquecimiento, abriendo también una vía para salir de las falsas dicotomías que, como un lecho de Procusto, fuerzan a mujeres y hombres a mutilarse psíquica y socialmente para identificarse en exclusiva con el modelo que se les asigna según su sexo anatómico. En tanto esto supone reprimir ciertos deseos y limitar aspiraciones y posibilidades, se paga habitualmente con distintas formas de neurosis. De este modo, el cuestionamiento de los significados que se asignan a la feminidad y a la masculinidad implica inaugurar una amplia gama de posibles articulaciones de los mismos, reconocer que los deseos singulares se organizan en un juego de diferencias: no sólo entre hombres y mujeres, sino también entre las mujeres, entre los hombres, e incluso en el seno de cada sujeto.
V. Maternidad/paternidad
La mayor parte de las culturas, en la medida en que se trata de organizaciones patriarcales, identifican a la feminidad con la maternidad. A partir de una posibilidad biológica, la capacidad reproductora de las mujeres, se instaura un deber ser, una norma, cuya finalidad es el control tanto de la sexualidad como de la fecundidad de aquellas. No se trata de una legalidad explícita sino de un conjunto de estrategias y prácticas discursivas que, al definir la feminidad, la construyen y la limitan, de manera tal que la mujer desaparece tras su función materna, que queda configurada como su ideal 5.
El desarrollo de las llamadas ciencias sociales o humanas, desde una perspectiva feminista, ha puesto de manifiesto que la ecuación mujer=madre no responde a ninguna esencia sino que, lejos de ello, es una representación -o conjunto de representaciones- producida por la cultura. El feminismo ha generado, históricamente, tres tipos de propuestas para abordar la cuestión de la maternidad:
1. El rechazo de la identificación de lo femenino con lo materno condujo a la afirmación de una existencia de mujer con exclusión del papel de madre, como en el caso de Simone de Beauvoir.
2. La voluntad de asumir la capacidad generadora del cuerpo femenino llevó a proponer una "transvaloración" de la maternidad -exaltada en lo imaginario pero desvalorizada en la práctica social, excluida del espacio público y desalojada de lo simbólico- a la que se pasó a considerar como fuente de un placer, conocimiento y poder específicamente femeninos. Adrienne Rich y Julia Kristeva ejemplifican este punto de vista.
3. Desde una perspectiva constructivista no interesa tanto el cuestionamiento de unas representaciones que distorsionarían lo que la mujer es o no le harían justicia, puesto que es imposible acceder a lo que es más allá de la representación que pretende dar cuenta de ello. Lo que se propone es el análisis de la construcción de las representaciones mismas y el proceso por el que ellas crean o configuran la realidad.
La maternidad es un conjunto de fenómenos de una gran complejidad, que no podría ser abarcado por una única disciplina: la reproducción de los cuerpos es un hecho biológico que se localiza, efectivamente, en el cuerpo de la mujer pero, en tanto se trata de la generación de un nuevo ser humano, no es puramente biológico sino que integra otras dimensiones. De todos modos, aún cuando nos limitáramos al terreno de la fisiología, podríamos apreciar que la construcción histórica de la maternidad como equivalente a la reproducción de la especie y como único sentido de la existencia femenina entraña una doble falacia, puesto que la categoría de madre no agota totalmente a la de mujer y, por otra parte, la maternidad no incluye la totalidad de la reproducción, en tanto la fecundidad de la mujer sólo se actualiza por la intervención del principio biológico masculino. Pero, además de las condiciones biológicas de la reproducción sexuada, las condiciones sociales, económicas y políticas de la reproducción de la vida social configuran también la función materna: la división sexual del trabajo propia de toda estructura patriarcal -o al menos de la mayoría- establece que las mujeres, además de la concepción, gestación, parto y lactancia se ocupen casi en exclusiva de la crianza de los niños que, por otra parte, no es reconocida como trabajo social. Finalmente, el orden simbólico de la cultura crea determinadas representaciones, imágenes o figuras atravesadas por relaciones de poder, de modo que el orden dominante es el resultado de la imposición de unos discursos y prácticas sobre los otros, articulada con el ejercicio del poder por parte de los hombres-padres como grupo o colectivo sobre las mujeres como grupo social. Así, en la medida en que se impone una voz -definición, representación, ideal- que anula la expresión de otras voces que quedan subordinadas, tal como lo están las prácticas sociales de las mujeres, se establece el monopolio de la producción de sentido, se codifica el significado de características anatómicas y funciones biológicas que, en sí mismas, no significan nada. Por consiguiente, las representaciones o figuras de la maternidad, lejos de ser un reflejo o un efecto directo de la maternidad biológica, son producto de una operación simbólica que asigna una significación a la dimensión materna de la feminidad y, por ello, son al mismo tiempo portadoras y productoras de sentido. Pero éste también está determinado por la lucha de fuerzas en juego tanto en la sociedad como en la cultura.
Además, la mujer es un sujeto y no un mero sustrato corporal de la reproducción o una ejecutora de un mandato social o la encarnación de un ideal cultural, por lo que debemos tener en cuenta que las representaciones que configuran el imaginario social de la maternidad tienen un enorme poder reductor, en la medida en que todos los posibles deseos de las mujeres son sustituidos por uno: el de tener un hijo; y uniformador, en tanto la maternidad crearía una identidad homogénea de todas las mujeres. El psicoanálisis ha mostrado que el deseo de hijo no corresponde a la realización de una supuesta esencia femenina sino que es propio de una posición a la que se llega después de una larga y compleja historia, en la que el papel fundamental corresponde a las relaciones que la mujer ha establecido en su infancia con sus padres, tanto en el plano de la triangulación edípica como en el de la identificación especular con la madre. Es decir, el deseo de hijo no es natural sino histórico, se ha generado en el marco de unas relaciones intersubjetivas, resulta de una operación de simbolización por la cual el futuro niño representa aquello que podría hacernos felices o completas. La aspiración a la plenitud resulta de la constatación de que no somos una unidad, puesto que el sujeto humano es múltiple y complejo, adolece de incoherencias y contradicciones que lo escinden, ni tampoco una totalidad, puesto que es imposible no carecer de algo. Frente al ideal de plenitud y perfección originado en el narcisismo infantil, para el que el propio yo es un yo ideal, el reconocimiento de la falta impuesto por el yo real conduce al sujeto a anhelar aquello de lo que carece, es decir, a configurarse como un sujeto deseante. Al mismo tiempo, lo lleva a asumir como propios los ideales que la cultura propone como respuesta a los interrogantes que lo acucian: ¿quién soy? ¿Qué significa ser una mujer? ¿Qué quiere una mujer (o un hombre)? 6
El ideal de la maternidad proporciona una medida común para todas las mujeres que no da lugar a las posibles diferencias individuales con respecto a lo que se puede ser y desear. La identificación con ese ideal permite acceder a una identidad ilusoria, que nos proporciona una imagen falsamente unitaria y totalizadora que nos confiere seguridad ante nuestras incertidumbres y angustias en tanto parece ser la respuesta definitiva a todas nuestras preguntas.
De ahí la necesidad de desconstruir los ideales, las identidades, que obturan ilusoriamente la singularidad del sujeto, para abrir un espacio donde se pueda situar la maternidad en relación a la dimensión del deseo -de la multiplicidad de deseos- opuesta a una identidad que no puede sino ser mítica.
La identificación de la maternidad con la generación biológica niega que lo más importante en la reproducción humana no es el proceso de concepción y gestación sino la tarea social, cultural, simbólica y ética de hacer posible la creación de un nuevo sujeto humano.
La definición de la identidad femenina en función del ideal maternal es mistificadora por cuanto adelanta una respuesta que impide la formulación de la pregunta y ofrece la ilusión de ser que aliena al sujeto encubriendo las carencias que harían posible el deseo.
Pero, si bien es reduccionista subsumir la feminidad en la categoría de maternidad, también existe la posibilidad de la reducción opuesta, que supone la separación simple e irreductible de ambas categorías. Lo femenino y lo maternal mantienen relaciones lógicas complejas: ni coinciden totalmente ni son completamente disociables.
Es cierto que la maternidad no se reduce a la transmisión de un patrimonio genético sino que se sitúa en el plano de la transmisión simbólica de la cultura, pero no se puede negar que el proceso biológico de la gestación se realiza según una legalidad que escapa a la voluntad de la mujer en cuyo cuerpo tiene lugar.
Si bien hablamos de una maternidad asumida por la mujer como sujeto deseante, no podemos ignorar que la gestación requiere la aceptación de una posición de pasividad frente al desarrollo embrionario y fetal. El ejercicio de la maternidad supone la articulación del cuerpo en la cultura: la autonomía del sujeto femenino se encuentra limitada en su singularidad cuando su cuerpo pasa a ser el lugar del origen de otro ser humano; el dominio sobre el propio cuerpo -la maternidad voluntariamente elegida-, a su vez, se halla limitado en tanto aquel ha sido construido como cuerpo significante por las prácticas y discursos dominantes en la sociedad, a través del lenguaje y de los vínculos sociales.
La autonomía del sujeto, entonces, sólo puede ser relativa a los límites que le impone la necesidad, tanto por el hecho de hallarse encarnado en un cuerpo orgánico como por haberse estructurado como tal en el contexto histórico de unas relaciones sociales, económicas y políticas que han construido su valor simbólico. Por otra parte, aunque el deseo de hijo se presente con frecuencia como una elección consciente, relativa a los ideales sociales y familiares de cada sujeto, este proyecto es siempre portador de significaciones inconscientes que habrán de tomar cuerpo en el niño por nacer: el hijo llega a la existencia en el seno de una red de representaciones preexistentes, reguladas por la tendencia repetitiva del inconsciente, que lo inviste de las vicisitudes libidinales de la historia de sus padres (que siguen siendo, desde este punto de vista, hijos) y de su forma de asumir la diferencia entre los sexos. Sin embargo, el nacimiento del niño da lugar, en el mejor de los casos, a una nueva organización que produce una ruptura en la repetición al articular de una manera única las determinaciones de su origen: el niño real nunca coincide con el niño imaginario del deseo absoluto de la madre, destinado a colmarla completamente. El proyecto consciente de la maternidad se apoya en la doble vertiente inconsciente del deseo edípico y de la relación de identificación narcisista con la madre que, según haya sido la historia infantil de la mujer en cuestión, configuran, enriquecen o perturban la relación con el hijo. El deseo inconsciente, en otros casos, es el responsable tanto de una concepción imprevista, no buscada, como de la imposibilidad de concebir un hijo.
En suma, la representación de la maternidad, en sus múltiples variantes, se sitúa en el punto de articulación entre el deseo inconsciente -en cuyo origen se encuentra, precisamente, la madre-, las relaciones de parentesco en unas condiciones histórico-sociales determinadas y la organización de la cultura patriarcal. Esto exige la superación de las oposiciones binarias que, como ya he intentado mostrar, son ellas mismas producto de esa cultura y proporcionan un acervo de representaciones que coadyuvan a su perpetuación. Toda nuestra tradición cultural y filosófica ha colocado a la mujer del lado de la naturaleza y al hombre del lado de la cultura, basándose sobre todo en el hecho de que la maternidad se localiza en el cuerpo de la mujer y, por lo tanto, parece coincidir con lo real de la procreación, en tanto que la función paterna ha de ser construida simbólicamente (Pater semper incertus ...). Sin embargo, como hemos visto, ya no es posible sostener la existencia de una función natural que se ejerce como tal de manera universal y ahistórica, de acuerdo con un instinto o esencia de la mujer. La maternidad no es puramente natural ni exclusivamente cultural; compromete tanto lo corporal como lo psíquico, ya sea consciente o inconsciente; participa de los registros real, imaginario y simbólico. Tampoco se deja aprehender en términos de la dicotomía público-privado: el hijo nace en una relación intersubjetiva originada en la intimidad corporal pero es, o ha de ser, un miembro de la comunidad y, por ello, el vínculo con él está regido también por relaciones contractuales y códigos simbólicos.
La maternidad, entonces, es una función construida como natural y necesaria por un orden cultural y contingente: si bien el cuerpo materno tiene una realidad biológica, no tiene significación fuera de los discursos sobre la maternidad. La madre, más allá de las diferencias entre sus innumerables representaciones, suele encarnar el misterio de los orígenes, de lo impensable, de lo que excede a la racionalidad. Esto explica el carácter contradictorio y ambivalente que revisten sus figuras -polarizadas en el hada buena y la bruja malvada- y también su función defensiva por cuanto protegen de temores o realizan los deseos de quienes las elaboran y transmiten. Esta construcción cultural de la maternidad como símbolo puede encubrir la sujeción del cuerpo femenino, tanto a su propia materialidad y finitud como a las relaciones de poder que establecen las condiciones de su existencia. En las representaciones de la maternidad se articulan, entonces, tres registros:
1. Un universo simbólico de categorías y representaciones, que forma parte de un sistema social, político e ideológico históricamente dado y que constituye el contexto en el que se organiza la subjetividad humana.
2. La construcción de la subjetividad maternal, a su vez, integra dos dimensiones: por un lado, si nos situamos en el terreno histórico-social, podemos apreciar la configuración de lo imaginario colectivo -con sus distintos ámbitos: grupal, de clase, étnico, religioso, etario, etc.-; por otro, la literatura y el psicoanálisis son discursos que dan cuenta de la singularidad de cada sujeto al ofrecer un marco adecuado para el despliegue del imaginario personal. Todo esto genera el sentido que tendrá, para las comunidades y los individuos, el cuerpo materno.
3. Las posibilidades y limitaciones del cuerpo real, no como mero organismo sino en función de la potencialidad erógena que subtiende su funcionamiento reproductor y constituye la fuerza energética que lo anima.
Tal como ocurre con la maternidad, la función paterna se funda en la articulación de diferentes registros: por un lado, el orden socio-cultural, es decir, el universo simbólico con sus categorías, representaciones, modelos e imágenes del padre, que forma parte de un sistema social, político e ideológico históricamente dado. Por otro, la construcción de la subjetividad con su despliegue imaginario, tanto colectivo como singular.
El psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la estructura edípica constituye el punto de intersección de ambos órdenes -socio-cultural y subjetivo- y que, en el marco de esa estructura, el padre opera como articulador del deseo y la ley. En este registro, la eficacia de la función paterna no se refiere a la presencia real o a la ausencia del padre en la familia, ni a sus conductas o particularidades personales evaluadas en relación a las normas que definen lo que es un padre, sino al orden del sentido y de la significación: "Es en el sentido que adquiere para un hombre el hecho de ser reconocido como padre de un niño, en el sentido que tiene su paternidad", sugiere Françoise Hurstel, y "en el sentido que tuvo ese hombre para un niño", donde se sitúa la función paterna. 7
Es posible concebir esta función como una invariante aunque, como tal, se nos presente sólo como una función vacía; los sentidos particulares que asuma esa función en las diversas situaciones que pueden configurarse tendrán un carácter histórico, en el doble aspecto de la referencia a la historia singular de los sujetos comprometidos por esa función y de la historicidad de las figuras socio-culturales que incidirán en la articulación de su sentido.
Está claro, entonces, que se trata de una construcción cultural, por lo que tiene un carácter histórico. Asimismo, la paternidad no se puede comprender si no es en su articulación con la maternidad, como término de un sistema de parentesco, lo que muchas veces se olvida al entender la función paterna como el operador que nos introduce en el orden simbólico. En consecuencia, las representaciones de la paternidad -y del parentesco- a su vez, no se pueden comprender si no se las sitúa en el universo simbólico de la cultura de la que forman parte.
Ya me he referido a la asimetría radical que el pensamiento occidental establece entre los principios materno y paterno: el primero se naturaliza en tanto que el segundo se eleva a la categoría de principio espiritual, tal como se puede apreciar en diversos dominios, como la filosofía, la teología, la lingüística e incluso el psicoanálisis. En el fundamento de nuestra cultura, en efecto, encontramos una representación mítica del padre que configura un verdadero "culto paterno".
Si nos remontamos a los orígenes observamos que en la antigua Grecia se teoriza explícitamente a la paternidad como un principio, como el principio de la generación; en términos escolásticos, como su causa eficiente. 8 Esta teorización se encuentra desarrollada en Aristóteles, que impregnó el discurso sobre la vida por lo menos hasta el siglo XVII.
En Aristóteles encontramos la representación más radical de la asimetría sexual: la metafísica y la embriología se asocian para afirmar el papel esencial-es decir formal- del macho en la procreación. Esta se funda en una asimetría básica puesto que supone dos principios: el macho, principio de la generación y del movimiento, y la hembra, principio material. El masculino es, en realidad, el principio. Pero éste ha de pagar un precio por este privilegio, como señala Giulia Sissa, ya que, para que la teoría resulte verdadera, no basta con afirmar que la sangre femenina es una masa de líquido crudo, impuro, no elaborado, inerte y amorfo; es necesario también decir que no hay ninguna aportación de materia por parte del macho sino sólo la réplica de una identidad (eidos) que se produce a partir de un movimiento; en otros términos, el desencadenamiento de un proceso de formación merced al calor que cuece. Para que la argumentación se sostenga, Aristóteles se ve obligado a negar que el esperma es necesario y, además, a sutilizar su soma. El esperma no pasa a formar parte del feto en formación sino que es un organon que pone movimiento en acto. Es como el instrumento de un artesano: del cuerpo del artesano y de la materia de sus instrumentos no se incorpora nada al producto de su trabajo; lo que procede del obrero por medio del movimiento que actúa sobre la materia es la figura de la forma.
El resultado paradójico de esta argumentación es que lo necesario para la procreación no es la sustancia espermática sino el alma, el movimiento y la forma, que corresponden al principio masculino. No se podría sostener la preeminencia del principio paterno si se pensara que el esperma se mezcla con la sangre y que es la unión de ambos fluidos lo que forma el embrión, tal como postulaba Hipócrates. En consecuencia, Aristóteles afirmará que el cuerpo del esperma, que sirve de vehículo al principio psíquico, se disuelve y se evapora porque su naturaleza es húmeda y acuosa. De este modo logra sustraer el estatuto paterno a las exigencias de la materialidad: como afirma G.Sissa, si no hay materia paterna el reino del padre no es de este mundo.
Esta concepción encuentra una ejemplificación excelente en el mito del parto virginal: aunque en este caso el padre es de naturaleza divina, el significado de la paternidad es el mismo que en el caso del padre humano. Carol Delaney 9 sostiene que la teoría de la procreación ejemplificada por este paradigma es una versión espiritualizada o desnaturalizada de la teoría popular que dominó en Occidente durante milenios: se trata de la concepción monogenética que implica que el hijo se origina esencialmente en una única fuente. Si bien esta teoría no es universal, tampoco se limita a la cristiandad. En el plano simbólico, es coherente con la doctrina teológica del monoteísmo. En el caso del parto virginal, es Dios quien crea al Hijo, en tanto María es sólo un medio para la manifestación de su creación; a través de ella la palabra se hace carne. Es su contribución lo que hace de Jesús una persona de carne y sangre pero el origen, la esencia y la identidad de Jesús proceden exclusivamente del Padre. De este modo, en nuestra cultura la paternidad no significa meramente la consciencia de que el hombre tiene un papel en la generación de un niño sino que supone que el papel masculino se interpreta como la función generativa y creadora.
Tanto el Génesis como el Corán revelan que existe solamente un principio de creación que se manifiesta en los niveles divino y humano y sólo un Dios que creó al mundo por sí mismo; la divinidad es creatividad y potencia, es lo que anima al universo y es implícita o explícitamente masculina. Cuando Dios crea al primer hombre, Adán, le otorga el poder de continuar la creación por medio de su simiente sin referencia al principio femenino. Asimismo, el Génesis es el registro de una sucesión genealógica exclusivamente masculina que establece minuciosamente quién engendró a quién.
De este modo, el papel masculino en la procreación refleja en el plano finito el poder de Dios al crear al mundo, por lo que se puede afirmar que las doctrinas monoteístas constituyen la expresión más plena de la teoría popular monogenética de la procreación. En razón de la alianza estructural y simbólica entre Dios y los hombres éstos comparten su poder, de modo que su preeminencia parece ser algo natural. Al mismo tiempo, se establece una asociación entre las mujeres y la tierra, como materia utilizable para las creaciones de los hombres. En el orden patriarcal, en conclusión, la articulación simbólica y sistemática entre las ideas acerca de la concepción y la concepción de la divinidad conduce inexorablemente a la glorificación del padre.
Desde esta perspectiva, es importante recordar que el descubrimiento trascendente en nuestra cultura no ha sido la confirmación de la relación fisiológica existente entre un hombre y su hijo sino el reconocimiento de la aportación de la mujer a la generación. Aunque von Baer descubrió el óvulo en 1826, la naturaleza de su estructura y su función se debatió en los círculos médicos y científicos a lo largo de todo el siglo XIX. En general, se sostenía que el óvulo contenía esencialmente material nutricio. Con el redescubrimiento de la genética de Mendel en el siglo XX se pudo conocer que incluye la mitad de la dotación genética del futuro hijo y, por lo tanto, establecer que tanto el hombre como la mujer participan esencial y creativamente en la reproducción desde el punto de vista genético, a lo que se añade, de manera asimétrica, el hecho de que la gestación y el parto tienen lugar en el cuerpo femenino.
Sin embargo, esta teoría no fue asimilada en el mundo occidental hasta la mitad del siglo XX, lo que da cuenta de la discrepancia que existe entre el conocimiento científico y las teorías populares. En la actualidad éstas se manifiestan aún en las explicaciones que se dan a los niños acerca de la procreación (la célebre historia de la "semillita"), en el lenguaje teológico e incluso en el de la academia y de la vida cotidiana. El conocimiento científico, que demuestra el carácter bi-genético de la procreación, aún no ha sido asumido simbólicamente: los símbolos cambian muy lentamente y, en tanto están marcados por las relaciones de poder y arrastran connotaciones imaginarias, la resistencia se explica porque un cambio en los significados de la paternidad y de la maternidad representaría un cuestionamiento de la definición de la diferencia entre los sexos que ocasionaría, a su vez, modificaciones en el sistema socio-cultural que los había sostenido y legitimado.
Notas
1 Longino, Helen, Can there be a Feminist Science?, Hypatia , Vol.2, Nº3 (1987), pp.51-64.
2 Freud, Sigmund, Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica, La sexualidad femenina, La feminidad, en Obras Completas , Madrid, Biblioteca Nueva, l968.
3 Héritier, Françcoise, Lexercise de la parenté , París, Hautes Etudes-Gallimard-Seuil, l98l.
4 Tubert, Silvia, La sexualidad femenina y su construcción imaginaria , Madrid, El Arquero (Cátedra), l988.
5 Esta sección retoma mis textos Introducción a Figuras de la madre , Madrid, Cátedra, l996; Introducción a Figuras del padre , Madrid, Cátedra, l997 y El nombre del padre, ibid
6 Freud, S. op.cit.; Tubert, S. Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología ,Madrid, Siglo XXI, l99l
7 Hurstel, Françcoise, La fonction paternelle, questions de théorie ou: des lois à la Loi en Augé, Marc (Editor) Le père ,Paris, Denoël, l989.
8 Sissa, Giulia, Arche Kinousa ou le paternel comme principe,en Augé, M. op.cit.
9 Delaney, Carol, The Meaning of Paternity and the Virgin Birth Debate en Man (N.S.) Nº 21.