Los intelectuales y el levantamiento popular |
From: Pablo Rieznik - webmaster@po.org.ar - 12/03
La rebelión popular, los piquetes y la cacerolas han hecho correr ya mucha tinta y palabra escrita. En Página/12, por supuesto, pero también en el diario de los Mitre y en el de los Noble, así como en las revistas semanales abundan los artículos de opinión y las entrevistas especiales. En estos espacios, aparece una característica que es común al académico: incapaz de pronosticar para transformar, se empeña en justificar los hechos ya consumados, es decir, en deformarlos.
Gris es la teoría
Hay una marca que recorre el conjunto de los planteos. Es la marca de la "distancia". La interpretación se hace desde la ajenidad, algo que, supuestamente, colaboraría con un juicio más objetivo. No hablamos de la falta de compromiso, puesto que muchos de los profesionales encuestados u opinadores se identifican muchas veces con las diversas formas del levantamiento popular que está en el centro de sus análisis y en el cual algunos de ellos participan. Es otra cosa: es la incapacidad de analizar la revuelta *y sus perspectivas* en términos del protagonista, de la lucha de tendencias, de las posiciones en juego, de la preparación previa, de las fuerzas políticas en presencia en esta enorme movilización nacional y en sus antecedentes.
Para algunos la cuestión es sencilla porque repiten la remanida cantinela de la rebeldía espontánea, tesis que lleva al extremo el periodista Luis Bruchstein, de Página/12, que presenta al 19 y 20 de diciembre como paridos de un repollo, cuando el Argentinazo fue la expresión demorada de un largo proceso que arranca una década atrás, que pasó por los fogoneros, por los piqueteros, por verdaderas insurrecciones en Santiago del Estero, Neuquén y Salta, por los paros y las huelgas activas, por las ocupaciones de los lugares de trabajo, por los cortes de ruta del país entero. El actor Pompeyo Audivert es uno de los pocos que señalan esto con claridad en un suplemento del mismo diario.
Pero el registro serial de la movilización sin precedentes que sacudió a la Argentina en el último período es apenas una parte de la historia, su costado "objetivo". Falta todavía su contrapartida indisoluble, su lado "subjetivo", porque en este enorme laboratorio social de lucha se anotaron e hicieron su experiencia las más diversas expresiones de la sociedad, es decir, agrupamientos, corrientes, movimientos, partidos. Aun en las observaciones y los análisis más logrados existe una insuperable dificultad para identificar a los "actores", establecer su diversidad, sus estrategias y su conducta, sus plataformas y propuestas, etcétera.
Verde es el árbol de la vida
Desde el Cutralcazo, para tomar uno de los hitos del movimiento piquetero, y hasta mucho después, estuvieron quienes juzgaron a los piqueteros como una masa marginal, inclusive desclasada *como fue el caso de Izquierda Unida*; o quienes en el 99 creyeron que la "protesta social" tenía su canal natural en el Frepaso y en la Alianza. En otra línea estuvieron también las corrientes que señalaron el carácter de clase del movimiento piquetero, su tendencia social revolucionaria, que impulsaron la necesidad de una Asamblea Nacional que lo transformara en factor de poder. Esta experiencia está completamente ausente en la totalidad de los análisis de los intelectuales. Ante el fenómeno revolucionario, quienes normalmente se caracterizan por el subjetivismo, o sea por la arbitrariedad, se han olvidado del sujeto.
El caso más fantástico es el de mi amigo Claudio Katz, promovido como intelectual de izquierda independiente, que en un reciente artículo parece suplir este error porque destaca el importante papel de la izquierda en la preparación de la insurgencia popular; pero *ahora sí, como si todos los gatos fueran pardos*, sin distinción alguna sobre sus diferencias e inclusive parafraseando análisis del Partido Obrero... sin citarlo. En el extremo opuesto aparece el citado Bruchstein, alegando que la izquierda fue "sorprendida" por el levantamiento popular y "acabó concurriendo a los cacerolazos como un vecino más".
Contra esta superficialidad sobresale el hecho de que la única producción intelectual sobre la historia del movimiento piquetero corresponde a un dirigente del PO *Luis Oviedo*, que lanzó su libro una semana antes de que la Argentina fuera sacudida por los acontecimientos de diciembre, o que días después apareciera el primer libro sobre el Argentinazo, de Jorge Altamira. En ambos, se distingue la cuestión del método, que muestra a la historia también como una construcción subjetiva; como un campo de delimitación de tendencias, como prueba de posiciones y pronósticos, y no solamente como un recuento de hechos o descripciones, algunas sutiles y ricas, sobre el movimiento de los explotados argentinos. Cuando los intelectuales no son hombres de partido, es decir, cuando interpretan la realidad y no pretenden transformarla, pierden la noción de la historia como presente.
El fracaso del intelectual
Lo que acabamos de señalar debe llamar la atención sobre lo que puede considerarse el mayor fracaso de los intelectuales de izquierda: no haber visto durante una década la formación de un sujeto revolucionario, ellos que se centran en una permanente búsqueda del "nuevo" sujeto social que sustituya al proletariado. Pero por su origen social, por la tradición que representa, por su programa y por los partidos que actúan en su seno, el movimiento piquetero es una parte fundamental de la clase obrera argentina en su más pleno sentido histórico.
Cuando uno recorre la vasta producción reciente se torna evidente que la intelectualidad considera a las cacerolas y a los piquetes como "fenómeno social", es decir, objetivo, o sea indeterminado, porque ocultan la lucha política y la intervención práctica de organizaciones, de programas, iniciativas y acciones del más diverso tipo. En este punto, algunas confesiones ahorran comentarios: hasta ahora "estábamos en el subsuelo arrinconados en la leñera", afirma sobre los intelectuales el sociólogo Pablo Bergel (revista Trespuntos).
Precisamente porque le falta el lado del sujeto, es que el defecto de los análisis, aún los más elaborados, se manifiesta particularmente a la hora de formular conclusiones. ¿Adónde va la Argentina? ¿Cuál es la salida? ¿Qué configuración política debe asumir? ¿Qué fuerzas y partidos podrían liderarla? ¿Qué perspectiva plantea? Es casi inútil intentar encontrar, inclusive en los análisis más logrados, alguna respuesta a estos interrogantes. La "distancia del intelectual" no es física sino de clase: está "por encima" de la lucha política real y por eso no puede procesarla. Es por esto, suponemos, que el sociólogo Eduardo Grunner afirma: "Estamos más atentos que realmente sabiendo qué hacer" (reportaje en Página/12).
Distancia y poder
El que no puede, niega. Luis Gruss, también en Trespuntos, retoma así otra "idea fuerte", que reproduce las lanzadas desde el exterior (el inglés John Holloway o el italiano Toni Negri): "La idea de cambiar el mundo sin tomar el poder está en el aire". La mentada "distancia" adquiere aquí dimensiones cósmicas, por el sencillo hecho de que se trata de un inasible deseo del pensamiento. Si el mundo pudiera ser cambiado sin sacarnos de encima a los Bush, a los Menem, a De la Rúa y Duhalde no estaríamos ya en la Tierra. Es una idea que está efectivamente "en el aire": sin densidad ni peso.
Pero para millones de argentinos la "toma del poder" no es un imperativo moral. El poder está colapsado como reflejo de una crisis sin precedentes del capital. El trabajador sabe que para operar en el mundo de la producción se precisan herramientas. El poder es una herramienta que no ha encontrado hasta ahora ningún sustituto para transformar el mundo. Sólo una respuesta positiva puede abrir el debate sobre qué tipo de poder.
Negar el problema del poder es proceder como en la fábula de la zorra y las uvas. Sólo un intelectual puede revestir esta tontería de palabras bonitas. La "distancia" es de clase, en este caso, porque como dice el sociólogo Horacio González en un interesante reportaje (Página/12, 11/2), desnuda un punto de vista aristocrático en su desprecio por el mundillo de los intereses inmediatos o materiales, siempre con un pretexto espiritual o ideológico, inclusive de apariencias revolucionarias.
La clase media y el pueblo
En el reportaje que acabamos de citar, González critica severamente a sus colegas Nicolás Casullo y Alejandro Kaufman, que impugnan a la clase media cacerolera como una suerte de tenderos en lucha que quieren salir del corralito. Identifican a la clase media con el "no te metás" de la época de la dictadura. ¿De dónde salieron buena parte de los militantes revolucionarios de tres décadas atrás? ¿Quién nutrió las filas de los movimientos de los derechos humanos bajo Videla y Cía.? Casullo y Kaufman quieren una clase media sin oscilaciones y con esto desprecian la posibilidad que una "oscilación" hacia la izquierda ofrece a la lucha revolucionaria. Así conseguirán que luego "oscile" a la derecha, como lo lograron los "montoneros" que apoyaron a Perón en 1972/73.
Otro mérito de Horacio González en este reportaje es su embestida muy elegante contra el concepto de "multitudes" puesto "a la mode" por los sociólogos. ¿Por qué en todo caso no quedarnos con la más vieja y simple idea de pueblo? El pueblo tiene historia, es un sujeto con historia y por lo tanto, con enormes contradicciones. Mientras la multitud es una especie de comodín para la ambigüedad o el nihilismo de la interpretación. Los piqueteros, en cambio, retoman la historia *¡González se refiere inequívocamente a la de la clase obrera!*, un tren o un viaje al cual deben subirse los caceroleros. ¡Muy bien! Pero, ¿hacia dónde? La mera mención a un "nuevo frente social" o la observación muy vaga de un nuevo parlamento que repose en el voto popular, tiñe de enorme inconsecuencia las conclusiones de su propio análisis, uno de los pocos que toma con cuidado el bisturí de la crítica. Cuánto cuesta decir algo tan sencillo como que el carácter histórico de la actual crisis consiste en que las expresiones nacionales, democráticas o populares de la burguesía y sus voceros de la pequeño burguesía nacional se han ido al tacho sin atenuantes y que ésta es la oportunidad igualmente histórica de una alternativa políticamente independiente de los trabajadores, de la clase obrera. El sujeto está tan cerca, a veces, que no se lo puede ver.
En el diván
En las antípodas de este tipo de reflexiones aparecen los dislates y la vulgaridad. El psicoanalista Germán García (La Nación, 17/2) cuestiona el alcance de las cacerolas porque atacan al poder y "si se hunde el gobierno nos hundimos todos"; finalmente, "el ser humano termina desilusionándose siempre de cualquier gobierno".
Su colega Sergio Rodríguez (Clarín, 22/1) se eleva a cumbres más altas para explicar el mal que acecha en el "odio" popular que ha provocado el desastre actual. Este odio, dice, es el espejo irracional del amor que se había profesado, también sin razón, a los partidos populares hoy desahuciados. De tal manera que para Rodríguez, estamos en el peor de los mundos: "no creer en nada o hacerlo en utopías anárquicas". El psicólogo se ofrece a corregir el irracional "que se vayan todos" con su conocimiento del psiquismo humano. Es claro que las vicisitudes de los afectos amorosos y sus antípodas no pueden usarse fuera del tiempo histórico ni para explicar la historia social del hombre que involucra otra realidad y otro mundo de relaciones que no entran en el universo de los vínculos interpersonales e interfamiliares. La "distancia" aquí es la que media entre un psicoanalista de Villa Freud y un trabajador hambriento o un ahorrista desesperado, y que no vacila en victimizar a las víctimas.
El teatrólogo y psicoanalista de izquierda Tato Pavlovsky, por su lado, se suma a los cultores de la espontaneidad del cacerolazo. Pero lo hace con fundamentos más elevados: recuerda al filósofo francés Deleuze para explicar las jornadas del 19 y 20 de diciembre en el terreno de lo que llama la micropolítica: una suerte de estallido imprevisible que no forma parte del mundo normal de la macropolítica y que por eso, textualmente, "no puede ser representado". Sin embargo, lo que no puede ser representado tampoco puede ser dicho, de modo que Pavlovsky debería callarse la boca. Lo micro es la nada, pero la nada del discurso, no de la realidad. Todo lo cual es muy posmoderno. En todo caso, revela que Pavlovsky no fue protagonista del proceso que culminó en el Argentinazo. Se vale de Deleuze para justificar su ausencia.
A la luz de lo señalado, no debe sorprender, finalmente, que entre los intelectuales más entusiasmados con el estallido de las asambleas populares, la mayor adhesión la suscite no la potencia política del fenómeno sino la potencia de sus limitaciones, puramente supuestas, claro: que carezcan de liderazgos definidos, que rechacen los programas elaborados desde afuera, que sientan un sano desprecio contra los partidos, incluidos los de izquierda, que no formulen una consigna de poder. Aun en esto reaparece la "distancia" del intelectual, porque el movimiento de las cacerolas sí ha votado programas elaborados, sí diferencia entre los partidos del sistema y la izquierda, sí discute consignas de poder, sí busca un camino de organización y centralización nacional, etcétera.
La conclusión que surge de este inventario de posiciones académicas es que el intelectual más productivo, social y políticamente, es el que abraza una causa definida, el que sabe desembarazar a la lucha presente de su falso velo ideológico, es decir, de la conciencia falsa o ilusoria. El que ha asimilado las lecciones del pasado y sabe, repitiendo una vieja y conocida frase, que el arma de la crítica sólo es real cuando se transforma en la crítica del arma; es decir, de la organización, de la consigna, de la lucha por un nuevo poder. Eso es un partido político que merezca su nombre. El mejor intelectual es el que se convierte en militante conciente de esta causa. Sin distancias.