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Número 4 - Marzo 2000

Los trabajos del envejecer

Diana Singer
dsinger@impsat1.com.ar

Cuando me comunicaron el nombre que habían elegido para esta presentación, comentamos las dificultades que se enfrentan habitualmente cuando uno quiere promocionar un espacio donde va a hablar de vejez o envejecimiento. El fantasma de la vejez es una túnica que nadie se quiere poner porque está hecha de indefensión y soledad. Pero me gustó que lo hubieran titulado Los trabajos del envejecer. "...Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quien padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo". (Carpentier, Alejo. "El reino de este mundo". Seix Barral. Barcelona, 1969.).

Hice mía la belleza de esta prosa porque la literatura y los mitos siempre acuden en ayuda de los psicoanalistas y del género humano, para procesar la angustia que aqueja la existencia, tratando de tornar el displacer soportable. Si bien para morir sólo hace falta estar vivo, el discurso social se ha organizado para clivar este hecho sobre el final de la evolución del hombre.

Sin embargo en la vejez, etapa vital que dura hoy entre 25 y 30 años, el hombre como a cualquier edad, asume el compromiso que nos incumbe a todos: el compromiso de vivir.

Hace años, sólo podía pensarse como el anuncio que devenía un tiempo limitado para vivir y llegar a viejo era excepcional. Hoy los avances de la medicina han prolongado el promedio de duración de la vida humana y esto hace necesario plantearnos la vejez como una etapa vital. Podemos afirmar entonces que la vejez es el porvenir de los hombres.

Se impone por lo tanto encontrarnos con una conceptualización acerca del trabajo psíquico al que estamos obligados, cuando la vida comienza a avanzar apresuradamente a través del tiempo.

Desde el punto de vista de la experiencia clínica no es fácil encontrar indicios de lo que podríamos agrupar bajo el denominador común de rasgos pertinentes al envejecimiento. Nadie nos consulta por vejez ni nos demanda, cualquiera sea la etapa etaria que atraviese, un tratamiento para mejorar de las marcas que está dejando el paso del tiempo. Sin embargo, tener en cuenta la edad cronológica siempre es un parámetro interesante para significar la normalidad o anormalidad de alguien, con respecto a los promedios del conjunto al que pertenece. La manera en que un paciente se piensa en relación con su edad y cómo la vive, no está ausente de su discurso ni de la dirección de la cura. Nunca deja de sorprenderme, y es todo un capítulo aparte, cuando los pacientes dicen por ejemplo: "Pero yo no me siento de 72 años".

Es complicado discriminar entre los rasgos de la estructura de personalidad que está en juego y cierta especificidad propia de la problemática del envejecimiento. Sin embargo, nada escapa a la evolución temporal. Cuando trabajaba en un hospital de geriatría municipal que tenía un acuerdo de canje de enfermos con el Borda y el Moyano, pude entrevistar pacientes esquizofrénicos, viejos, que habían padecido largas internaciones. Aparecían con sus síntomas aplanados, como si se atenuara el afecto correspondiente a sus ideas delirantes o se resignaran a ellas. Su vida afectiva parecía haber desaparecido y si bien no podemos desentendernos de los efectos del hospitalismo, lo mismo se observaba en sindromes depresivos o en otras manifestaciones neuróticas. Con el paso del tiempo, las paredes del yo parecen aumentar su espesor, disminuyendo la entrada de estimulaciones exógenas y endógenas. Encuestas realizadas (Bianchi, H. 1980) revelan una mejoría de los sindromes ansiosos-fóbicos, efectos atenuantes de la vejez sobre los obsesivos, disminución de las conversiones en los histéricos, es decir, parece ser que la vejez actúa en gran número de casos como un factor tranquilizante.

Podemos observar que la estructura permanece a lo largo del tiempo y que es posible que problemáticas depresivas que siempre se encuentran en todas las estructuras, se movilicen en esta etapa etaria. A veces, alguna pérdida a la que esta edad está sujeta, actúa produciendo quebrantos narcisistas. Otras, los desapuntalamientos violentos en las relaciones intersubjetivas o transformaciones que ocurren en el macrocontexto (por ejemplo hiperinflación), provocan rupturas en caracteropatías estabilizadas en la madurez de la vida. Aparecen así dolores psíquicos y desequilibrios que provocan síntomas que en poco se diferencian de los de los célebres pacientes de Freud. Recordemos que el ideal del yo se transmite a través de la cadena transgeneracional. Se modifica muy lentamente en el transcurso de los tiempos y nuestros pacientes portan ideales correspondientes a la época victoriana. La relación con el ideal señala el acuerdo o desacuerdo con cada acto, balanceando la autoestima, que nunca deviene totalmente independiente de la intersubjetividad.

Voy a plantear un modelo acerca del trabajo psíquico a que estamos obligados cuando la vida empieza a avanzar apresuradamente en el tiempo, centrándolo en la problemática del ideal y las vicisitudes de la estructura edípica.

La subjetividad se apoya, se sostiene y modela en los grupos, el cuerpo, la cultura y el aparato psíquico, y cambia con el paso del tiempo.

Si bien el sujeto psíquico es tal por estar sujetado a pesar de él al orden del inconsciente y de la realidad externa (1), se distingue por la diferencia que establece en relación al lugar que ocupa y la representación que tiene de este lugar y de esta relación en connivencia con el lugar que desearía ocupar. La subjetividad deberá sus tensiones y movimientos a ese parámetro intersubjetivo. Los apoyos en juego y sus movimientos la harán pendular y desplazar su posición en diferentes momentos de la vida. Se determina entonces la activación de cadenas representacionales y zonas de la trama identificatoria. Sentimientos de pertenencia, ajenidad o inclusión disparan encadenamientos significantes que proveerán de sentido o a veces lo quebrarán. Se cristaliza así en un momento, -sobre una especie de hojaldre de identificaciones contradictorias- una unidad que constituye un perfil determinado en función del sentido que para el sujeto van adquiriendo los acontecimientos. A sentido quebrado, vida en peligro.

Describiré dos posiciones que transita la subjetividad y que dependen de un tiempo lógico y no necesariamente cronológico. Y digo posiciones, usando el mismo término que Melanie Klein, para aludir de esta manera a la presencia de una constelación fantasmática y la ansiedad correspondiente a ella. Las llamé:

a) "El sindrome de Dorian Gray o el riesgo de desinvestir" y

b) "El lugar y el legado del ideal".

El sindrome de Dorian Gray o el riesgo de desinvestir

El sujeto que envejece transita una posición especialmente compleja y conflictiva. Ser padre de los más jóvenes e hijo de los más viejos, lo coloca en un lugar difícil de sostener, que obliga a un arduo trabajo elaborativo. El padre viejo es aquél al que en una época lejana se ha fantaseado matar y el hijo propio, aquél que fantasea la muerte de uno. En este nuevo lugar, la muerte está doblemente presente. La reactivación de la tragedia edípica en doble versión con dos lugares simultáneos, es puesta en marcha por la necesidad de hacer el duelo por la existencia de un buen padre eterno que nos permitiría sostenernos también en el lugar de niño eterno. Ahora ese duelo se torna inminente. Anuncia la llegada del envejecimiento propio. La infancia y sus delicias parece perdida definitivamente.

Estas fantasías de muerte sólo pueden ser excluidas si se establece una conexión entre transmisión de la ley y aceptación de la muerte (2). Será entonces necesario que sean reemplazadas por el deseo de que el hijo llegue a ser quien satisfaga de alguna manera sus deseos irrealizados y no aquél que lo arranque de su lugar, sino alguien a quien se le da el derecho de ocupar lugares semejantes y ejercer sus mismas funciones.

Una complejidad mayor se agrega cuando el envejeciente ocupa una nueva posición en la estructura familiar, la de abuelo, rol que confirma simbólicamente a los padres en el lugar de tales.

Luis consulta pidiendo tratamiento para su padre, por el que está muy preocupado. Afirma que lo ve deprimido. Agrega, que noches atrás cuando fueron a comer, observó con inquietud que le decía un piropo subido de tono a la camarera, a quien había estado mirando durante la comida. Interrogado sobre la calidad del comentario, explica que le habló de la belleza de sus ojos y de la dulzura de su voz. Luis parecía temer que su padre se hubiera convertido en un viejo verde y yo pensé que tal vez estaban apareciendo índices de deterioro senil. Convoqué a la familia para una entrevista, a la que concurrieron padre e hijos, que no habían considerado conveniente la presencia de la madre.

Eduardo -el padre- es un hombre de 74 años, elegante, simpático, cálido y respetuoso pero reticente y desconfiado de las ventajas del psicoanálisis. Durante el transcurso de la entrevista familiar, sus hijos hablan de él por momentos con sorna, no exenta de agresividad. Se refieren a la sexualidad de su padre mofándose de ella y bromeando acerca de una posible impotencia. El padre sonríe y calla. Le pregunto qué siente frente a lo que sus hijos dicen de él. "Son buenos chicos", contesta.

Le siguen tres entrevistas individuales. Eduardo dice que él está bien, que no es lindo envejecer y anuda su relato a una historia desencadenada hace trece años. Tenía una asistente 40 años menor que él y en un arranque de valor le declara su amor, silenciado hasta entonces. -"Ella, solícita, al verme preocupado me preguntó un día: -Necesita algo, doctor?-. Te necesito a vos, fue mi respuesta y le tomé la mano. Recuerdo su rostro. No lo podré borrar jamás de mi mente. Retrocedió diciéndome: -pero no, eso es imposible, no puede ser-. Nunca podré olvidar su mirada horrorizada ante mi declaración. Ahí supe que era viejo. Lo vi en sus ojos. La tristeza que ese amor imposible me dejó, me acompañó mucho tiempo. Ahora ya está totalmente superado. Vivo tranquilo, tengo una excelente jubilación. Cobro más de lo que ganaba antes con esfuerzo y mucha incertidumbre. Con mi mujer me peleo siempre; me lleva siempre la contra. Cuando estoy leyendo me reprocha que nunca la miro. Ahora vivimos tranquilos desde el punto de vista económico, yo he aceptado viajar, nos fuimos a las cataratas con amigos. A ella le gusta mucho y antes yo me oponía por la incertidumbre económica. Mi mujer es muy linda, ... pero discutimos tanto. No siento angustia, y de eso se ocupa el psicoanálisis, así que..."

Cuando damos por terminado ese período, Luis que durante ese lapso controlaba el proceso telefónicamente, tiene una entrevista donde queda clara su necesidad de comenzar un tratamiento personal por la angustia a la que lo sometía su próxima paternidad. Iba a tener un hijo por primera vez a los 41 años, situación que había reactivado antiguos fantasmas parricidas.

Mientras la realidad psíquica se debate y lucha desde diferentes posiciones de la tragedia edípica, la mirada se detiene en el espejo. Allí la flecha del tiempo se clava en la imagen: una cana, una arruga o unas mejillas no tan tersas, hacen crujir al yo ideal que se fisura y tras las grietas del espejo aparece todo aquello que tuvo que ser dejado de lado, puesto en negativo, para poder instituir a su majestad el bebé (momento que coincide con la instauración del yo ideal). Su trono vacila. En ese instante, el sujeto cree que es puramente senso-perceptivo lo que en realidad es mirada social. No ha visto sino que se ha mirado, posicionado por el discurso del conjunto que hasta ahora lo conformaba y hoy lo aturde y enceguece. Enfrentado al yo maravilloso y omnipotente, hoy aparece un yo que retrocede horrorizado por un estremecimiento que lo sobrecoge desencadenado por una cana, una muela menos o las arrugas.

Recordemos que alrededor del primer año de vida, ver un niño sonreir contento junto a su madre frente al espejo, informa que ha construido una imagen de sí que unifica todas las experiencias placenteras, marcando un cambio cualitativo en su estructuración como sujeto. Adquiere así la médula sobre la que se establece la representación que tiene de sí mismo y que posteriormente procesará con las identificaciones secundarias. Son así dejadas de lado todas las representaciones que remitan a la inermidad, el desamparo o la angustia catastrófica de desmoronamiento de las primeras etapas de la vida. Queda establecido el Yo ideal -Su Majestad, el bebé, que subsistirá siempre en lo más profundo del ser- a quien resulta insoportable esta afrenta de la edad. Hoy el espejo no devuelve la imagen esperada. En su lugar aparece otra que provoca una inquietante extrañeza, irritante tensión psíquica derivada de la falta de coincidencia entre esa imagen que aparece y la que de sí mismo se tiene. Sobrecoge por la semejanza con la de un progenitor viejo o a veces fallecido.

Si bien es la fantasía de inmortalidad la que al ser cuestionada desencadena este proceso, quedan en él involucradas todas aquellas de omnipotencia, de completitud y de perfección. Caído el yo ideal, aparece su negativo, el yo horror, lugar donde cristalizan la aniquilación, la indefensión, en fin, la castración radical de la muerte.

Estas fantasías inconscientes se filtran en el yo ocasionando reacciones que oscilan entre lo desagradable que consterna y lo horroroso que desespera. El paso del tiempo ha generado desajustes en la identidad que parece fugarse por el espejo. Podemos decir entonces que en plena madurez, el envejecimiento se anticipa en la imagen.

Probablemente haya sido esta experiencia la que llevó a Oscar Wilde a escribir su célebre "Retrato de Doriay Gray", poniendo el cuadro en el lugar del espejo, para ilustrar el drama del envejecimiento marcando las incongruencias entre lo percibido y lo vivido.

Es difícil no caer en esta trampa fantasmática inconsciente, cuando el discurso social indica que se puede quedar en un lugar de marginación.

No mirarse en el espejo o mirarse sin anteojos, apelar a la tecnocosmetología, a las vitaminas, al gimnasio o mirarse en unos ojos negros brillantes y jóvenes donde espejarse, son recursos que entretienen.

Esta tensión creada entre yo ideal y su negativo el yo horror -que emerge desde el espejo, desde un video, una insolente vidriera o los ojos de los otros-, se disuelve en las satisfacciones obtenidas persiguiendo los ideales. Los proyectos en curso y un cuerpo que continúa siendo una fuente de placer, terminan de hacer retroceder lo indeseable que estremece. Simultáneamente la resignificación del pasado, la consolidación del presente en toda su complejidad y la puntualización de estrategias para organizar el futuro, convergen en un intenso proceso elaborativo. Se instala la conciencia de finitud.

Las grandes obras de la humanidad se arman en ese estadio al que muchos anuncian como "la gran oportunidad" o "la última oportunidad". Son notables los reposicionamientos subjetivos. Aparecen replanteos de la vocación o incluso de la elección de objeto sexual; la gente se vuelve más tolerante con aspectos propios, escindidos, reprimidos y aletargados, y a veces, por la extrema exigencia a la que el yo está sometido, más intolerante con los demás. El desenlace exitoso de estos movimientos deriva en un fortalecimiento del yo, mayor laxitud del superyo, reordenamiento de los ideales y modificaciones en la representación de sí mismo.

Esta posición cursa a veces -las menos- silenciosamente, otras en cambio con breves estados depresivos, a veces crisis hipocondriacas y/o conflictos vinculares. En los peores casos, accidentes o infartos masivos ponen fin a la vida. Pero generalmente el hombre continúa amando y deseando sostenido por los vínculos. Las investiduras que ha realizado están adaptadas bien a la realidad externa y su capacidad sublimatoria se ha mantenido intacta, hecho que constata la buena salud de su ideal del yo que ha ganado terreno al horror del yo. El registro del cansancio y la adecuación del tiempo es fundamental. Supone la renuncia a metas inaccesibles producto de actitudes negadoras del límite. Ahora está en mejores condiciones para elaborar pérdidas cuya frecuencia empieza a aumentar.

El lugar y el legado del ideal.

Un nuevo movimiento sacude la estructura edípica. La resolución del complejo de Edipo aseguró la entrada del sujeto en un orden social y cultural, merced a las identificaciones con los padres de la infancia que le permitieron encontrar un lugar. Sabemos que hoy el lugar en la sociedad para los pre-jubilados, los jubilados y los viejos es inquietante y restringido. Y cuando nos referimos a lugar, no hablamos de una residencia sólida que se encuentra cuando uno adhiere a los sentidos de sus grupos, sino a algo que tiene que ver con la formación del sí mismo y que existe en el despliegue afectivo del que se participa de una manera casi material, al estar inserto en una trama vincular. Estar en la intersección de interpelaciones deseantes que conminan, modelan y significan, sostiene nuestra identidad. Ser para sí y para los demás objeto de deseo, posibilita el acuerdo con el ideal del yo, negativizando el horror del yo.

Escuchen a Don José:

"Mi nuera Julia es una porquería. Mi hijo también es una porquería, aunque sea mi hijo. Ella es ... mandona. El es un infeliz. Después están los nietos. Mejor dicho, estaban. Antonio tiene 17 años y Pepito 15. ¿Para qué se van a acordar del abuelo ahora?

... Pensar que los tenía todo el tiempo pegados a los pantalones. Pero Julia es mala. Pasa delante de mí como delante de un perro, peor, de una cosa. Y rezonga. Claro, uno no sirve para nada. Ocupando sitio, molestando. Ni mandados puedo hacer. Desde que me agarró aquello, me quedó esta fatiga y este temblequeo en las manos que francamente... Julia está en la cocina. Siempre el ruido, mejor, así no me oye cuando abro la cancel. "El día menos pensado lo va a matar un auto", como si me estuviera rezongando de antemano por las molestias que les voy a traer si me dejo matar por un auto...

"Buenas tardes, señora", ¿Ha visto? me dijo: "Buenas tardes Don José". Es una cosa rara oirse llamar así. En casa me dicen viejo, abuelo. Ser Don José es ser algo. El viejo, el abuelo, es una cosa. No es nada, pero en la calle soy todavía Don José... Se me hacen pesadas estas cuadras. La fatiga no me deja respirar. ¿Si me mata un auto qué pasa? No se va a afligir mucho por eso. La piecita del fondo le queda libre. Queman todos mis cachivaches y asunto concluido...

Lo único que me dice mi hijo es: "Hola, qué tal?" cuando viene del trabajo. Y ni siquiera espera que le conteste.

Nunca pensé que sería tan fácil. Va a ver la silla vacía y rezongará: "¿Dónde se habrá metido el viejo?". Pero el viejo no se fue. Vuelve. Vuelve con un gran sueño de tranquilidad en el bolsillo... No quiero meterme en casa todavía. No voy a saber qué hacer hasta la noche. Me gustaría quedarme en la calle, pero me canso mucho. Los chicos ya salieron de la escuela. A esta hora, antes los llevaba a las plaza. Voy a ir a la plaza. Me siento en un banco y espero que se haga de noche. La plaza está allí como una gran mano abierta. El silbido cachaciento de una urraca cabecea en la punta de un eucalipto. Los caminos, el césped, los juegos y el primer banco desocupado. Está al lado de otro donde hay varios hombres hablando. Lástima, hubiera preferido estar solo ahora.

Está cansado y se sienta, quiere volver a sus cosas, a sus recuerdos. Son como las seis, espero un rato más y me vuelvo. Antes de que se vayan los chicos, porque quisiera verlos... Estos hablan y no se imaginan. (Pero se da cuento de que los hombres lo miran. Más aún, de que hablan en voz alta como para que él los escuche).

Entonces los observa. Son viejos, cinco viejos que hablan. Alguien hace una broma y lo miran a él como esperando su risa. Y él, claro, sonríe y los viejos ríen más aún. Son como colegiales, han reconocido a uno de los suyos y quieren conquistarlo. Hay una especie de competencia. El los escucha ahora con atención. Se da cuenta de su ingenua maniobra y siente una cosa rara. Alegría y emoción no son justamente las palabras.

Es un sentimiento nuevo, es una cosa dulce que lo reconforta, que lo hace sentir de nuevo Don José y que le llena los ojos de lágrimas.

¡Hace tantos años que no lo miran ellos! No es respeto, no es compasión. Es un trato de igual a igual. Escucha y escucha y cada vez los siente más cerca. Son viejos como él, jubilados como él, como él deben molestar en la casa y por eso se juntan todas las tardes en ese banco. Hablan de comida... Para que la salsa salga bien...

La garganta se le aprieta, le tiemblan los labios, quiere llegar corriendo hasta ellos y abrazarlos a todos, decirles: "Gracias, gracias amigos, compañeros, hermanos, gracias por ese pedacito de humanidad que me regalan, gracias, gracias.

Sabe que mañana estará otra vez en ese banco conversando con ellos, sabe que arrojará el tubito de luminal en la primera alcantarilla que encuentre; sabe que la vida lo ha acogido en su seno nuevamente y quiere gritarlo, decirle todo eso a sus hermanos, ellos. Pero sólo alcanza a decir con voz temblona, viendo como todos se detienen a escucharlo: "La cebolla tiene que estar bien doradita...".

Este cuento de Humberto Constantini me parece una excelente metáfora para ejemplificar esta problemática de la falta de lugar y afirmar que el grupo, proveedor de vínculos, es el mejor apoyo para transitar entre los obstáculos que encuentra la vida que avanza en el tiempo.

Retomando:

La escasez de lugar lleva a realizar un trabajo psíquico -es decir representacional- que es casi la inversa del realizado en el complejo de Edipo. Hoy, la interdicción viene de lo naturo-cultural que hace a la condición humana. Es una ley que sume en la angustia de desamparo por la ausencia de aquellos padres inexorablemente perdidos en lo imaginario y el debilitamiento de los garantes simbólicos de la realidad exterior, donde también pueden haber desaparecido sustitutos: vínculos con la calidad de objetos únicos como el trabajo y la mujer amada. Esta vez no se puede odiar al prohibidor, fantasear matarlo, pero sí se puede despreciar reactivamente al hoy que se escapa y que en el fondo se desea. Un hoy significado por la presencia de los otros y su relación con ellos. El viejo Edipo conoce la presencia del otro y su necesidad de él, pero lo inculpa de sus limitaciones. El deseo por el objeto y la interdicción conllevan siempre la amenaza de castración, y la muerte del semejante actúa en la vida como memorándum de esa amenaza.

La cuestión que se plantea se centra en saber si la castración simbólica, que a lo largo de la vida ha jugado con dificultades pero también con logros, puede nuevamente permitir inscribir aquella omnipotencia que se juega en la relación entre yo ideal e ideal del yo, dejando en negativo el yo horror.

Para ello el hombre requiere sentirse sentido y pensado por el otro. Decía en otra oportunidad (Singer, D. 1991) que en este período se genera una sucesión de duelos a los que sobreviene una retracción de la energía sobre sí mismo. Esta pendulación hacia la interioridad puede llevar a una disminución peligrosa de los contactos con el entorno que amenaza la vida de relación. Estamos en presencia de un duelo muy difícil de elaborar, que es el penar por un yo que se va. La posibilidad de ligar las catexias que quedan libres por las pérdidas e investir nuevos objetos que sustituyendo a los perdidos devengan fuente de placer, va a determinar las vicisitudes de esta etapa. Aquí en el vínculo con la persona más próxima al viejo, muchas veces con el médico, se juega una apuesta fuerte. Si a los primeros atisbos de senescencia, el entorno reafirma posiciones de indefensión y desestima las reales posibilidades que el sujeto tiene, va a fortalecer una actitud de dependencia pasivizante. Recordemos que el hombre siempre guarda un stock intemporalmente presente de antiguos excesos de excitación que están ahí, en los agujeros y defectos de la organización psíquica, y una estimulación exógena que resulte insostenible los hace drenar e interferir en el dominio de una situación nueva. Entonces se arma una especie de rasgo caracteropático discordante y a veces hasta ridículo que es interpretado como un proceso de senectud y que pone en marcha en el otro una actitud hostil y denigratoria de repudio, porque no puede ser significado. Y se genera así un círculo vicioso de incomprensión que puede llevar a la cronificación y a la violencia. Si esta situación se extrema, el equilibrio interinstancias comienza a desmoronarse, aplastando a veces el superyo al yo que va a aislarse intentando negociar con sus excitaciones. El sujeto se vuelve intolerante e intolerable. Narciso domina a Edipo que queda irremediablemente perdido, y en vez de la sabiduría, se instala una vida de caracol. La ausencia de los otros precipita la vida pulsional y las excitaciones comienzan a circular libremente, locas por haberse quedado sin objetos, lastimando el suceder psíquico y desembocando algunas veces en la temida demencia, verdadera autolisis del yo sucumbiendo al horror. Para sufrir así y antes de saber que la vida se escapa como se escapan los otros, es preferible "perder la razón".

La tolerancia y la comprensión de esa puesta en marcha insistente de antiguas excitaciones, permite tratar a la persona de edad respetando su libertad sin infantilizarla, coadyuvando a que no se estereotipe en esa posición, que con el tiempo y la respuesta adecuada, remite espontáneamente.

El balance de pérdidas y adquisiciones decidirá si a la vida nos une el amor o el espanto. La multiplicidad de vínculos establecidos y las experiencias vividas enseñan a valorar situaciones, objetos y personas. Gracias a esos aprendizajes, las circunstancias se tornan más transparentes y la ubicación frente a ellas es puntual y discriminada. En la elaboración de la vida, la tan mentada sabiduría va a compensar la disminución de los aparatos menoscabados por el paso del tiempo. La aceptación del ciclo de vida como único, parece instituir un instante de encuentro con el sentido, permite reconocerse como parte del conjunto y aceptar el límite.

Se impone aquí la formulación del legado y su inscripción en el proyecto vital. Las mitologías, la religión y las ideologías brindan argumentos que asisten con su simbología para mentalizar esta situación. La relación con el ideal del yo será puesta en manos de los sucesores, brindando continuidad al yo más allá del fin de la vida. Sabe que sus ideales seguirán siendo perseguidos por seres queridos que albergan sus ideas y proyectos y lo van a sobrevivir; que la vida sigue en la familia que él engendró; que en el porvenir va a estar sentado al lado de Dios o que finalmente volverá a unirse a su amada mujer o a su madre. Que quiere seguir participando de alguna manera en el espectáculo que continúa; y aunque no crea en ninguna de estas cosas, encuentra una gratificación en el hecho que los otros crean.

Piensa que la muerte es sólo el fin de un desarrollo individual.

Las reminiscencias, últimas astucias de un yo que no quiere claudicar, concurren también en esta etapa. Anudando al pasado, protegen al suceder psíquico del sufrimiento, acompañando en la soledad o enlazando en el encanto de su relato a los otros, a veces remisos a otorgar esas satisfacciones.

"... Bastante larga es la vida que se nos da y en ella se pueden llevar a cabo grandes cosas, si toda ella se empleara bien; ... pero si no se gasta en nada bueno, cuando por fin nos aprieta la última necesidad, nos damos cuenta que se ha ido una vida que ni siquiera habíamos entendido que estaba pasando. Así es: no recibimos una vida corta, sino que somos nosotros la que la hacemos breve". (Séneca: "La brevedad de la vida").

Notas

(1) Kaës, R.: "El grupo y el sujeto del grupo". Amorrortu Edit. Bs. As. 1996

(2) Aulagnier, P.- La violencia de la interpretación. Amorrortu edit. Bs. As. 1975

 

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