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Número 4 - Marzo 2000

La brecha generacional en la Argentina.
El debate necesario sobre un problema en expansión
(*)

Alberto Tasso
tasso@arnet.com.ar

La urbanización rápida, los cambios producidos en la vida familiar, más la combinación de una tasa de natalidad vigorosa en muchas regiones con el crecimiento sostenido de la franja de adultos mayores, constituyen las condiciones de posibilidad para la aparición de signos de distanciamiento generacional en la Argentina de estos años. Potenciado por acusados cambios tecnológicos y comunicacionales, de la sociabilidad y de los patrones residenciales, no menos que por la crisis del estado y el desaliento de algunas políticas sociales activas vinculadas con la seguridad social, y aún por modificaciones más profundas en el tipo de cultura que acompaña a los procesos de mundialización, creemos asistir a la expansión de un problema que no es nuevo, pero que se plantea a una escala antes no observada en nuestra sociedad.

Una aclaración preliminar es que la idea de la distancia o brecha generacional no es nueva. Se origina en trabajos de diversos teóricos de la sociología y la antropología. Estoy pensando particularmente en Margaret Mead (1), y en distintos estudios sobre sociedades y grupos sociales concretos en nuestro país (2). Como toda interpretación, tiene que ser sometida a estudio para comprobar la magnitud o intensidad con la que el problema se manifiesta entre nosotros.

En forma muy condensada expondré algunas ideas sobre este tema, limitándome al análisis del caso argentino, con el objeto de plantear los términos del problema, a adquirir conciencia sobre el mismo, y eventualmente a intervenir para contribuir a resolverlo.

El problema

Creemos que la Argentina se está convirtiendo en una sociedad con brechas generacionales preocupantes. Eso significa que el tema edad interviene para delimitar situaciones socioculturales distintas, con identidades diferenciadas. El problema no es demasiado apreciado porque aún no ha sido planteado, pre-requisito para que sea objeto de análisis y reflexión, tema de investigación y, eventualmente, ámbito en el que es posible intervenir.

Hasta sólo hace tres décadas, los argentinos veíamos los problemas sociales principales sólo en las clases sociales enfrentadas, y en menor medida en las diferenciaciones regionales de zonas ricas y marginales. No se trata de que esos problemas no fueran reales: lo eran, y probablemente aún lo siguen siendo. Pero en el curso de estas décadas se desarrolló una mirada más matizada. La reapertura democrática trajo el interés por mejorar el sistema político, deteriorado por el autoritarismo militar pero también por el civil durante los años de la "participación limitada" que transcurrió entre 1955 y 1983. Los diversos problemas atinentes al gobierno civil -administración estatal, justicia, seguridad, etc.- están hoy en el tapete, y son vistos como problemas que hacen a nuestra supervivencia. Desde otro ángulo, el del género, aparecieron también nuevas perspectivas. Las desigualdades sociales o inequidades que se plantean entre hombres y mujeres en la vida social, tanto en la familia como en el mercado de trabajo, son también problemas que hoy vemos como importantes, pero hace dos décadas virtualmente no existían.

En esta línea, afirmamos que la edad es otra fuente de diferenciación y eventualmente de segregación, y que al considerar nuestro funcionamiento como sociedad desde este ángulo aparecen problemas que es necesario estudiar. La diferenciación etárea es parte de un proceso más vasto de diferenciación progresiva y creciente que se acentúa en las sociedades con la modernidad. El mercado, el desarrollo de las individualidades y las identidades, el crecimiento de la capacidad de elegir y el afianzamiento de las libertades para poder hacerlo, todo contribuye a que las sociedades sean totalidades, pero totalidades abiertas, permeables, en un juego permanente de confrontaciones, alianzas, alineaciones, rupturas y realineaciones de los grupos, categorías, partidos, territorialidades y toda otra forma de diferenciación interna que pueda concebirse. El examen de la forma en que se expanden nuevas alternativas en las sociedades modernas muestra que no existe un límite a esta diferenciación. La opinión política, el sexo y las formas de ejercer la sexualidad, la residencia, la ocupación, las preferencias en las maneras de ocupar el tiempo libre, y otros temas conexos, permiten la formación de asociaciones con algo en común: hay clubes de propietarios de viejos automóviles y motocicletas de marcas clásicas, asociaciones de relojeros y de filatelistas, de amantes del medio ambiente y de fans de artistas de culto; de trabajadores, de jubilados y de exalumnos; de anarquistas y de gourmets. La lista, siendo infinita y cambiante, ilógica y por lo tanto hilarante, podría ser digna de aquella memorable clasificación de los gatos que debemos a Borges, y que a su vez estimuló a Foucault en Les paroles et les choses. No desentonan allí El club de los doce pescadores y La liga de los pelirrojos, de Chesterton y Conan Doyle respectivamente.

La diferenciación es buena, sin ninguna duda. Es resultado de una expansión de la libertad. Permite la estimulación de las afinidades, el reconocimiento y la identificación con los pares. El problema nace cuando la diferenciación conlleva restricciones para el propio grupo o para otros. Como fenómenos extremos, la segregación, la exclusión, la discriminación, etc. son formas de diferenciación no deseadas, porque lesionan los principios básicos de igualdad y de integración dentro de la pluralidad y la tolerancia, con los que las sociedades modernas definen su ideal de convivencia. No obstante, aunque hemos progresado mucho, o así lo creemos, los problemas no han desaparecido. Touraine (3) se pregunta si podremos vivir juntos, mientras Hobsbawm (4) nos alerta hacia los conflictos de identidades étnicas que se preven más intensos en el siglo XXI.

¿Cómo se plantea el problema de las edades entre nosotros? Por un lado a través de una creciente -y aparente- autonomía de colectivos definidos por la edad. Destinatarios de productos, con atuendos característicos según los niveles sociales, surgimiento de identidades, formas de hablar y hasta imaginarios característicos, que por un lado unen al grupo y facilitan el reconocimiento hacia adentro y la visibilidad hacia afuera, pero por otro lo distancian del resto. Tal como lo entienden los antropólogos, el concepto de identidad étnica parte de cómo se ve a sí misma la persona, y por extensión todo un grupo (5).

Esto es visible en el caso de los jóvenes, donde creo que el problema es más grave. Porque es entre los jóvenes donde los aspectos subculturales son más notorios, pero también donde se advierte más la vulnerabilidad en términos de su relación con el conjunto de la sociedad. Cito la realidad por momentos dramática de la escuela media, escenario institucional de esta dificultosa articulación entre adolescencia y juventud. También hay otros costados difíciles en el tema de su ingreso al mercado de trabajo, y naturalmente en su propia percepción de cómo se integran a la sociedad. Hay visiones negativas de los adultos, hay sensación de marginalidad y exclusión, y, lamentablemente, sabemos que muchas de esas sensaciones tienen fundamento.

¿Qué pasa con los mayores? Es un lugar común, pero de referencia inevitable, poner en primer plano la condición social de los jubilados en la Argentina de hoy, que, justo es decirlo, resume un proceso de décadas en el que se desatendió el problema de los aportes y el reparto. Los privilegios hacen aún más irritante la escasez de las retribuciones. El ingreso, que como se sabe es un indicador del valor social de la actividad desempeñada, ya plantea dramáticamente el problema. Pero hay más, y es la creciente subalternización del anciano. Convengamos que en la noción clásica del "consejo de ancianos" hay bastante idealización, pero ella expresa un modelo de organización social del que nos estamos alejando rápidamente. La transición en los mercados de trabajo conlleva la situación de desocupados o "jubilados tempranos" a los cuarenta o cincuenta años, cuando no se han implementado procesos de reconversión en las calificaciones. Eso está deteriorando rápidamente la autoestima de muchas personas que aún no han ingresado a la condición de adultos mayores.

¿Qué sucede en los hogares? Se ha generalizado el retiro del anciano en la internación geriátrica. No poseo ahora datos sobre la magnitud de la creciente población de ancianos internados, de modo que sólo plantearé el problema desde sus consecuencias socioculturales, la mayor de las cuales se refiere al doble filo del aislamiento que implica, que si bien puede tener ventajas desde el punto de vista de la sociabilidad con pares, expone también un fenómeno de soterrada expulsión. El sujeto aparece como innecesario, o la familia como ya no equipada para sostenerlo. Un caso más de des-vinculación que se observa también en las relaciones de pareja y entre padres e hijos. ¿Pondríamos a los niños en instituciones retiradas del hogar sólo porque así se los atiende mejor? Sin duda esto ha sucedido y sucederá, pero no es difícil ver que estas prácticas ponen en discusión la vigencia del concepto de familia como grupo transgeneracional y como institución total.

También parece estar desacreditándose la imagen de los otros grupos ante la mirada del propio. Los jóvenes no confían en los adultos, los adultos ven en los jóvenes una agresividad inquietante, los ancianos tendrían razones para desconfiar de un sistema que no los valoriza y los arrincona.

Es innegable que las manifestaciones de estos problemas producen tensiones en la pirámide social, cuya aparición es desplazada por la política de reacciones activas que distintos grupos sociales promueven para atraer la atención sobre sus demandas, pero que no por eso dejan de percibirse. Un nuevo modelo de relaciones sociales fuertemente marcadas por la competencia y por el conflicto inclusión vs. exclusión está delineándose, y aún no hemos estudiado suficientemente el papel que la variable edad y el concepto de generación juegan en él.

Algunos senderos para el estudio y la intervención

Tenemos que investigar. Estas cosas que hemos planteado pueden ser muy discutibles, y hasta manifestaciones alarmistas. ¿Cómo ven el problema los demás? ¿Cómo lo sienten los jóvenes y los mayores? Además, es necesario el estudio comparativo con lo que sucede en otros países, habida cuenta de la creciente homogenización de la cultura que se observa en los países occidentales, y cierto paralelismo de los procesos en sociedades distintas y distantes. Disponemos de algunas evidencias aisladas en el sentido de que en otros sitios no es así: cito el caso de Suiza, donde se percibe un clima social y una actitud hacia los adultos bien diferente a la que se observa en Argentina. Después de todo, fue el argentino Adolfo Bioy Casares quien escribió el Diario de la guerra del cerdo, donde se describe la matanza de los viejos, y también fue aquí donde el psicoanalista Arnaldo Rascovsky llevó a cabo su estudio El filicidio. Enrique Medina testimonió en Las tumbas el mundo salvaje de los niños en los orfelinatos, pero ya Arlt en El juguete rabioso había descripto la marginalidad de los jóvenes en la Buenos Aires de los años 30. La prédica de la OIT en los últimos años sobre el trabajo infantil y los niños en la calle nos ayuda a ver la dimensión y la profundidad de aquello que percibíamos mirando las esquinas, y que ya en los 70 había reflejado el cine con La Raulito. Ahora, cuando la banda rockera Los Redonditos de Ricota realiza sus discutidas convocatorias musicales, permiten crear un ámbito de integración y de pertenencia a los jóvenes, que la sociedad no está ofreciendo a través de las instituciones. En las grandes ciudades, la vida cotidiana de los jóvenes de los sectores populares aparece signada por códigos de exclusión y violencia, asociados al alto nivel de desempleo de esta franja poblacional.

Acrecentar la comunicación parece una consigna básica para las acciones que se emprendan, que variarán según los requerimientos y los problemas de niños, jóvenes y ancianos. Supone lugares de encuentro y oportunidades que en buena medida deben ser institucionalmente alentados. Muchas veces me he preguntado si es tan difícil acercar a los mayores a las instituciones educativas. Las experiencias de Israel y Alemania muestran que no es imposible. Contar la propia historia ante un interlocutor, cuando una faceta de esa historia tuviese vinculación con las cosas que se enseñan en la escuela, ha sido uno de las funciones clásicas de los mayores (6), que en la sociedad moderna ha sido desplazada a la narración histórica técnica, al cine o la novela, pero que de ningún modo puede restringirse a ellas. No es difícil ver que todo lo relacionado con la historia y la instrucción cívica y la economía y los recursos naturales está también vinculado con vidas concretas, con biografías, con un plano de la historia que no puede sino ser personalizado.

Una entre otras conclusiones posibles

Como en muchas situaciones que definimos como problemáticas, esta que hemos descripto tiene múltiples aspectos. Son muchos los agentes sociales y las organizaciones que intervienen sobre la práctica social, que es en definitiva donde se plantean los problemas y donde, también, deben plantearse las soluciones.

Las sociedades enfrentan problemas nuevos permanentemente. Durante siglos -ahora podríamos decir milenios- la natalidad no fue un problema, o más bien era un problema a la inversa del que existe ahora: se trataba de que los nacidos fuesen muchos, porque la mortalidad era alta y se necesitaba reemplazar a los que desaparecían. Los avances en la salud pública, en la medicina y en las prácticas de cuidado familiares lograron el milagro de disminuir la mortalidad infantil y casi hacerla desaparecer. Entonces fue cuando comenzó a plantearse el problema inverso: el de encontrar caminos legítimos, social y éticamente aceptables, para disminuir la natalidad, ya que la cantidad de población pone en riesgo no sólo el futuro sino el presente de muchas sociedades que no han logrado resolver el problema económico y técnico del autosostenimiento.

Del mismo modo, el problema de la distancia generacional puede ser visto como problema y puede ser enfrentado. Para que no crezca. Para que seamos conscientes de su existencia y pongamos en práctica modos de intervenir que comienzan en nuestra propia conducta social, aún antes que en políticas públicas específicas. Las necesitaremos también, pero como en muchos otros temas debemos demandar al Estado que dirija su atención a este problema, creando condiciones de legalidad básicas, políticas y programas sectoriales, así como apoyo institucional y presupuestario a los organismos, gubernamentales o no, que operan en cada sector y en cada lugar del territorio.

El resto, y el resto es lo más importante, es acción social individual y colectiva, es lo que está en nuestras manos. Eso que llamamos calidad de vida es resultante de acciones emprendidas en ambos extremos de la vida social, el macro y el microsocial, por un lado la organización y por otro uno mismo.

Por encima de las inevitables diferenciaciones subculturales, una sociedad nacional requiere mantener la vigencia de lazos culturales integrativos, capaces de ligar al individuo a los grupos y a los colectivos entre sí. Se ha advertido que una de las consecuencias de los procesos de la globalización consisten, precisamente, en atenuar el vigor de las culturas locales, tradicionales o no, desplazando el imaginario cultural hacia una hipotética sociedad mundial, que ya está operando en el plano de los mercados y las comunicaciones, pero que no puede, y difícilmente pueda en el futuro, proveer de contenidos significativos a la acción social, que está siempre territorialmente sustentada.

Sólo una mínima parte de los bienes y servicios culturales producidos localmente puede ser transada o conducida a la sociedad global; salvo cuando han sido diseñados para la exportación -caso del cine y el video- se convierten en signos que, huérfanos de su propio contexto, se desnaturalizan o se vuelven incomprensibles en la nueva babel del cyberespacio (7). La nueva cultura emergente nos aísla al tiempo que parece comunicarnos. Tanto como en el siglo de la revolución industrial, quizá debamos ahora idear los modos de resistir las presiones de esta suerte de paradójico colectivismo capitalista, que tienden a disolver los lazos sociales primarios entre las personas. Ellos son necesarios para reconstituir la vida comunitaria que, a pesar de ser distintas a las que la época preindustrial conoció, aún parecen indispensables para articular aquellos intercambios que no puede regir el mercado.

Notas

(*) El artículo es producto de la labor del autor en el proyecto dde investigación CICyT-UNSE «El aprendizaje de los adultos mayores orientado a la reinserción social», dirigido por la Dra. Norma Tamer. El autor agradece los comentarios de Graciela Safdie, Nelly Tamer y Norma Tamer a una versión preliminar

(1) Mead, Margaret: Cultura y compromiso. Estudio sobre la ruptura generacional. Buenos Aires, Granica, 1971.

(2) Jelin, Elizabeth: Los movimientos sociales en la Argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983; y Pan y afectos, Sudamericana, 1998; Di Tella, Torcuato y Lucchini, Cristina (comps.) : La sociedad y el estado en el desarrollo de la Argentina moderna, Buenos Aires, Biblos, 1998.

(3) Touraine, Alain: ¿Podremos vivir juntos?, Buenos Aires, Sudamericana, 1992.

(4) Hobsbawm, Eric: Historia del siglo XX, Buenos Aires, Grijalbo Mondadori, 1998.

(5) Marger, Martin: Race and ethnic relations. Chicago University Press, 1977.

(6) Franco Ferrarotti : La historia y lo cotidiano, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1990.

(7) Hugo Beccacece: «Entrevista a Marc Augé. Las imágenes asesinas y sus víctimas». La Nación, 5 de abril de 1990, sección 6, pp- 1-2.

 

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