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Número 30 - Marzo 2013

Proceso de adaptación de las personas mayores a la sociedad bajo claves evolutivas

Juan Francisco López Paz

Resumen
La vejez dentro del proceso vital y reconocido su componente de diversidad, resulta pertinente considerarla atendiendo a sus capacidades y habilidades en relación con su vida cotidiana en los distintos entornos en los que ésta se desarrolla. No es posible abordar las competencias o los niveles de autonomía sin incorporar los aspectos culturales o sociales o las características del hábitat. Asimismo, la vejez debe considerarse una etapa cambiante a lo largo del tiempo. En la actualidad, un mayor número de años y la mejora de las condiciones sociales y sanitarias son algunas de las características que configuran el envejecimiento y la vejez.
La evolución a lo largo del ciclo vital otorga flexibilidad, variabilidad, cambio y diversidad para poder coevolucionar y hacer frente a retos y desafíos que los tiempos y el contexto social generan. Por ello, el envejecimiento y el desarrollo personal son procesos biopsicosociales complejos. Afrontamos un desarrollo ontogenético de la mente y del comportamiento dinámico, multidimensional, multifuncional y no lineal con un vigoroso acento en lo contextual, en lo adaptativo, en lo probabilístico y en la dinámica autoorganizativa (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Duran et al., 2008; Lee, Lan & Yen, 2011).
El conocer y optimizar aquellas situaciones, condiciones o comportamiento por medio de los cuales se pueda favorecer una calidad de vida razonable es tarea prioritaria de la gerontología. Ocuparse en, y preocuparse por, una vida de calidad está pasando a ser la meta más perseguida y valorada en gerontología.
El comportamiento de la persona mayor, en los distintos procesos de conceptualización y de consolidación que se considere, es funcional e instrumentalmente tan competente, cuando menos, como en otras edades adultas para afrontar posibles problemas de salud, situaciones que afecten a su calidad de vida, o para reconducir nuevos programas personales significativos en la vida.

 

1 - Introducción: la importancia de los estereotipos

El envejecimiento es un fenómeno universal que ha tenido lugar en todas las épocas, culturas y civilizaciones. El conocimiento que tenemos actualmente sobre él es el resultado de la acumulación de la experiencia cultural y científica a lo largo de la historia. Habitualmente existe el estereotipo, socialmente compartido, de que los cambios que se producen en la vejez son exclusivamente negativos. Es decir, que consisten fundamentalmente en ir perdiendo el conjunto de habilidades y capacidades que se adquirieron durante la juventud y la edad adulta. Hay demasiados prejuicios negativos sobre las personas mayores que son compartidos por ellas mismas, por los profesionales que les atienden y por las personas de otras generaciones. Este es el caso de algunos mitos como: la senilidad acompaña inevitablemente a la edad; la mayor parte de las personas mayores se encuentra aislada de su familia; la mayoría de las personas mayores tiene mala salud; las personas mayores no tienen ni capacidad, ni interés en las relaciones sexuales; la mayoría de las personas mayores termina sus días en una residencia; las personas mayores prefieren reducir el número de sus actividades y relaciones amistosas; las personas mayores no pueden aprender muchas destrezas; el “shock” de la jubilación a menudo acaba en deterioro de la salud física y mental (Alcalá y Valenzuela, 2000; Milewski, 2010).
Incluso, tomando un estudio de los mitos sobre la vejez realizado por Fernández-Ballesteros, encontramos que el estereotipo más extendido es que “la vejez es el momento de descansar de toda una vida dedicada al trabajo”.
La concepción que existe en la sociedad sobre la vejez no siempre coincide con los datos científicos que conocemos. Es necesario tener una visión subjetiva para no influir negativamente sobre el propio proceso de envejecimiento dentro de la tercera edad. En la actualidad, tenemos un conocimiento más detallado sobre aspectos parciales del comportamiento de las personas mayores (sensopercepción, memoria, inteligencia, etc.), que sobre cómo todos estos aspectos se integran y coordinan en la regulación del comportamiento (Macneil, Winkelhake & Yoshioka, 2003; Ricklefs, 2008).
Durante las dos últimas décadas se han publicado numerosos estudios realizados sobre este colectivo; incluso, se han establecido líneas prioritarias de investigación al respecto. No obstante, el reto que los psicólogos evolutivos, educadores, etc. Tenemos planeado es averiguar cómo se organiza el comportamiento a lo largo del ciclo vital. Se necesita afianzar una explicación global (teoría) que integre todos los cambios que se producen desde el comienzo de la vida hasta la muerte.

 

2 - El ciclo vital definido por la vejez y el envejecimiento

El progreso en la calidad de vida propiciado, en parte, por una mejor salud y bienestar ha llevado en las últimas décadas al incremento en la expectativa de vida de la población. Este aumento en la expectativa de vida ha reconfigurado la etapa de la edad adulta y ha establecido como etapa nueva la vejez. Hasta cierto punto se podría decir que en este momento histórico, la edad adulta y, sobre todo, la vejez constituyen dos “nuevas” etapas de la vida humana (Bass y Caro, 1996; Gonzalo Sanz, 2002; García Rodríguez y Ellgring, 2004).
Por un lado, la vejez es una etapa “nueva” desde el punto de vista de las personas que envejecen. Para muchos individuos se abre una etapa del ciclo vital, la vejez, con una duración que en algunos casos puede superar el tiempo que han pasado trabajando o estudiando. Han de planificar sus actividades y organizar su vida desde la perspectiva de esta etapa. Además, las personas que actualmente envejecen, carecen de modelos previos claramente definidos. Las generaciones que están envejeciendo nunca pensaron vivir tantos años con la salud y el bienestar con que lo están haciendo.
Por otro lado, es una etapa “nueva” desde un punto de vista sociológico e histórico. Nunca en la historia de la humanidad han existido tantas personas con un ciclo vital tan prolongado. Nunca hasta finales del siglo XX tantos individuos habían tenido una expectativa de vida tan larga. Su presencia social es muy notoria en este momento y, en consecuencia, puede considerarse como un incipìente “fenómeno de masas”. Además, están influyendo en el sistema social y condicionando el propio desarrollo de los pueblos. En consecuencia, podemos distinguir dos perspectivas indisociables: Por un lado, el curso del envejecimiento en el individuo hace referencia al conjunto de procesos que atraviesa cada persona según avanza su edad. En este momento se destaca la duración cada vez mayor de la etapa de la vejez. Y, por otro lado, ell proceso de envejecimiento de la sociedad se refiere a los cambios que tienen lugar en la estructura social como consecuencia del envejecimiento de las personas. El 50% de la población llega a alcanzar la edad de 77 años (con unos valores diferenciales: 80,5 mujeres y 73,5 hombres). (En 1990, la media se situaba en 35 años). Esta situación explica la rapidez con la que se está generando en la sociedad una “cultura” en torno a la vejez y la celeridad a la que evoluciona este conocimiento (Burns, Pahor & Shorr, 1997; Lehr y Thomae, 2003; Stefani & Feldberg, 2006; Haynes et al., 2009). 

2.1 La funcionalidad de la dimensiones temporal en nuestra sociedad.

En la explicación de cualquier etapa o proceso de desarrollo, el tiempo físico queda como mera variable descriptiva.  Es conveniente y adecuado sustituirlo por otras dimensiones más subjetivas y relaciones denominadas como tiempo funcional. Se trata de tiempo biológico, psicológico y social. Estas dimensiones siguen teniendo un valor descriptivo, aunque su significado es mayor. La edad funcional específica puede venir determinada por la capacidad para desarrollar las actividades de la vida diaria. El término funcional se usa para referirnos a la evaluación funcional del individuo, que se efectúa a través de las tareas cotidianas. Desde este punto de vista, el nivel de envejecimiento propio de esta etapa vendría dado por la ejecución del individuo de las tareas de la vida diaria. En cualquier caso, el concepto funcional es una alternativa global al tiempo físico, es decir, podemos hablar de adaptación al medio en sentido general o de adaptaciones parciales en los ámbitos biológico, psicológico y social (Ogden, 1996; McGuire, Boyd & Tedrick, 1999; Puccioni & Vallesi, 2012). Cualquiera que sea la perspectiva, estamos hablando de la sincronización entre los diferentes niveles de funcionamiento de la persona y el medio que le rodea y de cómo este nivel de sincronización va cambiando.
La primera dimensión a mencionar es el tiempo biológico que se basa en los cambios que se producen con la edad en el funcionamiento del organismo. La edad biológica puede definirse como la estimación de la posición actual de un sujeto con respecto a su potencial biológico del ciclo vital. Se calcula a partir de indicadores de la capacidad funcional de los sistemas orgánicos (metabólico, nervioso, endocrino, circulatorio, respiratorio, digestivo, muscular, inmunológico, etc.) que poseen cierto valor para predecir el volumen y/o expectativa de vida del individuo. Los componentes de la edad biológica son biológicos, fisiológicos o anatómicos que tienen secuencias de cambio a medida que se modifica el metabolismo del individuo. El tiempo biológico es unidireccional y no se encuentra relacionado linealmente con el tiempo físico. El propio organismo tiene procedimientos para controlar el tiempo independientemente de los aparatos externos de medida. Este control se realiza por medio de sus propios relojes biológicos. El organismo no dispone de un único reloj, sino de un conjunto de relojes independientes que funcionan sincrónicamente. Los más relevantes son el ciclo de la vida humana (longitud de la vida), los ritmos circadianos (periodo intrínseco de 24 horas) y el ritmo metabólico basal (cantidad mínima de energía para mantener las constantes vitales). Una posible explicación de envejecimiento se centra en su desincronización (Mishara & Riedel, 2000; Lee, Lan & Yen, 2011).
Una segunda dimensión viene referida al tiempo psicológico. La edad psicológica se refiere a la capacidad de adaptación de los individuos. Es decir, hasta qué punto pueden adaptarse a las exigencias ambientales cambiantes en comparación con el resto de individuos de su misma dad cronológica o de otras edades. Se trata de un concepto más dinámico que el de edad biológica. Se estima a partir de la relación funcional establecida entre la edad cronológica y variables o procesos comportamentales como la sensación, atención, aprendizaje, memoria, inteligencia, habilidades, destrezas, etc. La edad psicológica se considera como el rendimiento típico y máximo de un sujeto o grupo de sujetos ante una serie de tareas en un momento dado de su curso vital. Estas tareas suelen seleccionarse en virtud de ambientes o problemas específicos. No hay una edad psicológica única, sino tantas como los ambientes concretos que tengan que afrontar las personas (Maibach, y Murphy, 1995; Rodríguez Marin, 2001; Ruthing & Chipperfield, 2007). La edad psicológica mejor conocida es la edad mental. Otra es la experiencia subjetiva del tiempo, es decir, la percepción del paso del tiempo (juicio subjetivo) varía inversamente con la raíz cuadrada de la edad cronológica (parece acelerarse al aumentar la edad cronológica).
Y, una tercera dimensión clave corresponde con el tiempo social. Este tipo de tiempo se basa tanto en el conjunto de estatus y roles que asume el individuo a lo largo de su vida, como en la serie de acontecimientos relevantes que vive y que configuran su ciclo vital. Tanto los estatus como los roles pueden considerarse asociados a los acontecimientos del curso vital de un individuo. Todo ello configura una organización social.
En primer lugar, la edad social hace referencia al conjunto de roles que asume el individuo y a las normas que se encuentran asociadas a los estatus y roles. La edad social está impregnada de las expectativas y roles que suelen ser “normativos” para cada sociedad y/o grupo de referencia social. Estos roles y normas van desde un ir vestido de una forma determinada hasta la toma de decisiones referida a casarse, tener hijos, jubilarse, ir a una residencia, etc. En segundo lugar, el tiempo social o la edad social de un individuo se encuentra asociado a su posición en el curso vital. El curso vital se compone de un conjunto de “carreras” de acontecimientos importantes que vive el individuo en la familia, el trabajo o la comunidad. Una carrera vital es un conjunto ordenado de acontecimientos sociales que vive el individuo (Veehoven, 1995; Belando Montoro, 2000;  Duran et al., 2008). Las carreras normativas (compuesto por conjunto de normas de edad) se desenvuelven en los contextos específicos de la pareja, familia, trabajo, ocio, etc. Cada persona puede definirse en un momento determinado por el conjunto de acontecimientos que vive en cada una de estas carreras normativas.

 

3.- La dinámica de las relaciones sociales durante la senectud

El proceso creciente de deterioro físico o/y mental que puede caracterizar a la senectud va impidiendo progresiva y lentamente que las relaciones sociales hasta entonces habituales, se desarrollen con normalidad: aumentan las dificultades físicas, se pierde la capacidad visual, auditiva y de retención, la autotraslación es problemática y el individuo pierde capacidad de interacción con su entorno, en calidad y cantidad.
Se da un nuevo cambio en el estilo de las relaciones sociales mantenidas hasta el momento (se cambia de estilo en varias ocasiones a lo largo de la vida: en la infancia hay un tipo de relaciones, en la adolescencia se formaliza otro estilo con los compañeros de la escuela, y un estilo de relaciones distinto se observa en los grupos de la calle. Posteriormente, en la colocación laboral se genera un nuevo estilo relacional y, finalmente, se crea una nueva forma de colectividad durante la jubilación) (Calero, 2000; Hamilton, 2002; Amdam, 2011).
En nuestras sociedades occidentales, no existe una pauta ideal consensuada y específica sobre la forma que han de tener las relaciones sociales entre los individuos afectados por las limitaciones de la senescencia, y entre ellos y el resto de la sociedad. En cambio, sí se constata que progresivamente se va consolidando un nuevo modelo ideal de relaciones sociales entre los mismos. Este proceso de cambio cultural y conductual empezó a cristalizar a partir de la creación de clubes, hogares y casas de jubilados que algunas entidades financieras y administraciones públicas apoyaron.
Este tipo de enclaves funcionan y organizan las relaciones sociales con cuatro factores definitorios: son relaciones informales, que tienen por base el territorio vecinal, y la afinidad étnica, y que son adecuadas para individuos incluso con ciertos problemas físicos propios de la senectud.
Así pues, en relación directa con el proceso biológico de senilización, los individuos jubilados van abandonando la mayoría de relaciones sociales mantenidas hasta este momento y aumenta su dependencia funcional de la red familiar o del grupo con quien el individuo comparte mayor intimidad.
Sin embargo, y ésta es una característica importante de la senectud, la creciente dependencia de la estructura familiar no suele implicar un enriquecimiento de sus relaciones familiares – las del anciano – en el sentido de que éstas sustituyan a las relaciones sociales abiertas anteriores. Muchas veces sucede incluso lo contrario, ya que el grupo filial no siempre está dispuesto a aceptar de buen grado la carga que representa la presencia del anciano dependiente: éste es, en buena parte, el motivo del elevado porcentaje de semiliscentes que residen solos. Entre ellos, las relaciones sociales íntimas de las que derivan ayuda y cooperación desinteresada e informal, son pobres, lo que genera un profundo sentimiento de desarraigo en estos sujetos (Sosa, 1994; Duran et al., 2008).
En definitiva, ha de tenerse en cuenta que: primeramente, las relaciones sociales de los ancianos, con la edad, se convierten en más funcionales; en segundo lugar, este hecho implica habitualmente la dependencia de individuos de otros grupos de edad más jóvenes; en tercer lugar, en la mayoría de casos son miembros de la familia filial; y que, por un lado, la estructura familiar en sí está cada vez más compartimentada por la división horizontal en grupos de edad y, por tanto, están más alejados (en un sentido emocional y físico) los miembros de distintas generaciones; y, por otro lado, se dan cosmovisiones opuestas que generan dinámicas conflictivas en las relaciones sociales del anciano (Parker, 1996; Pruchno & Rosenbaum, 2003; Lee, Lan & Yen, 2011).
La creciente dependencia obliga al anciano senil a buscar a alguien en quien confiar y que le ayude. Se dirige, entonces, hacia los familiares inmediatos que, paulatinamente, van  conformando  la  práctica  totalidad de sus relaciones sociales  con  el  consecuente deterioro en los casos en que las familias de los descendientes no acogen al anciano y se limitan a realizar los servicios mínimos que éste necesita para sobrevivir.

3.1.  La vinculación social desde la soledad y en soledad.

La soledad, en cuanto que estado natural del hombre, es una consecuencia paradójica del encuentro de sí mismo con otros. En cuanto que temor, la soledad es una consecuencia de otros dos miedos fundamentales, el miedo a la compañía y el miedo al silencio.
En efecto, no es preciso insistir en que para el individuo son los demás la principal fuente de amenaza, en tanto en cuanto que los necesitamos pero a la vez los tememos, y esta ambivalencia elemental, seguida de la ambitendencia lógica, genera todo tipo de compromisos, angustias, temores, recelos, riesgos, amenazas, en suma.
Para algunas personas el replegamiento sobre sí mismas en busca de la soledad es una buena solución, al permitirle instalarse fuera del ámbito del miedo, alejado de los conflictos de libertades que se suscitan en el trato con los demás. Para otros, la soledad, al ser una imposición de las circunstancias de su vida, pasa a ser una amenaza en sí misma, y es vivida con rechazo, desagrado y nuevo temor, miedo en este caso a hecho concreto de estar radicalmente solos sabiéndose necesitado de los demás (Expósito Jiménez, 1998; Bandura, 2000; Monchietti, 2001).
La sociedad moderna tiende a llenar los espacios vacíos que generan las soledades y los silencios con todo tipo de artimañas. El alboroto de la vida moderna la trivialización de las conductas y relaciones y la masificación urbana son fieles ejemplos del temor del hombre por la soledad, mientras que para Ramírez González (1992), un verdadero experto en silencios, tales tendencias son modos de huida del silencio. El abuso de los medios de comunicación como compañía les convierte en medios de pseudocomunicación, y, por tanto, en verdaderas inutilidades frente a la soledad. La sociedad electrónica lo llena todo de ruido, de anuncios, de deseos, más que de comunicación, y éste es el único antídoto válido contra la soledad.

El silencio de la soledad es, tal vez, uno de sus espectros más temibles y fantasmales. El silencio de la soledad puede, sin embargo, ser uno de los momentos más fructíferos, esos instantes  en los que el hombre se encuentra con el hombre que tiene más cerca, él mismo, y a su través se interna en el paisaje de la persona con mayúsculas, descubre la solidaridad, la tolerancia, la amistad, la generosidad.

Pero, por desgracia el individuo moderno no parece estar preparado para este tipo de soledades, huye del silencio con pavor, tal vez tema encontrarse con la voz de la conciencia, esa que produce amargas desazones, hirientes llagas, y por eso llena el silencio de todo tipo de ruidos, palabras, gritos.

Podemos asegurar que las nuevas generaciones han sido educadas en el horror al silencio, seguramente por lo que ello significa de soledad aparente, de desprotección frente a su enorme potencia creadora, esa matriz en la que es posible la calma, la armonía, la reflexión (Ramírez, 1992; Fu & Leung, 2003; Noval et al., 2005).    

La soledad es plural, hay múltiples soledades, pero la dicotomía esencial sitúa a la soledad “maligna” en frente de la soledad atractiva, fiel y enriquecedora que aguza los sentidos y sentimientos al límite, esa que acudimos a ella cuando la necesitamos. Mientras que la primera se hace insoportable para la persona, la segunda es fuente de creación, origen de sabiduría, germen de cultura.

Ancianidad, soledad, enfermedad y muerte, son conceptos con solapamientos continuos e inevitables, hasta el punto de que con frecuencia pueden observarse concatenados causalmente. La persona mayor solitaria puede sufrir las consecuencias deletereas de su estado de marasmo afectivo, y acabar psicológica y somáticamente enfermo, y morir de soledad (Burleson, Albrecht & Saranson, 1994; Haynes et al., 2009).
Los mecanismos psicológicos subyacentes suelen ser tan complejos como los que se ocultan detrás de muchos síntomas o enfermedades psicosomáticas, implicando no sólo una proyección causal o motivacional de la soledad, sino un rechazo reactivo o reivindicativo de la participación social por parte del propio anciano. Probablemente, una de las situaciones más penosas a las que puede llegar el hombre, y una de las más escandalosas lacras sociales actuales.

 

4. La adaptación en la persona mayor: conflicto asociado a procesos vitales irrenunciables.

Gran parte de las aportaciones de la Psicología hasta la década del 70 tenían su fundamento en un reduccionismo mecanicista u organicista que resultaba insuficiente para explicar el desarrollo en las edades posteriores. Simplificar los cambios que acontecen en la vejez desde la metáfora de la máquina (aprendizaje supuestamente por procesos de condicionamiento) o desde el supuesto evolutivo de la maduración de un organismo vivo (la vejez vista como decrepitud o deterioro), es encorsetar un proceso con muchos ángulos y matices (Carlton & Soulsby, 1999; Lehr y Thomas, 2003; Puccioni & Vallesi, 2012). En líneas generales, la mayoría de las teorías anteriores acentuaban los aspectos de crecimiento biológico en cuya concepción subyace una analogía con el modelo finalista de los organismos vivos (nacer, crecer, morir).

Si atendemos a las revisiones de los últimos quince años sobre envejecimiento y psicología (Birren y Schaie, 1996; Lefrancoise, Leclerc & Poulin, 1998; McPherson, 2004) se postula la existencia de tres modelos psicológicos que, históricamente, han dado cuenta del envejecimiento: la psicología de la vejez, la psicología de las edades y la psicología del envejecimiento. Cada uno de estos modelos está basado en una metáfora y se focalizan en aspectos distintos y diferenciales. Según los diversos autores, la metáfora orienta la teoría mientras que el modelo funciona como un conjunto de metáforas más extendido, más general y más sistemático que conecta la teoría con la investigación empírica.

En el caso de la psicología de la vejez se centró en el estudio de las personas muy ancianas y su campo de reflexión se define como el estudio de las personas ancianas con problemas o sin ellos desde una perspectiva psicológica. La metáfora utilizada para explicar el envejecimiento es el problema médico o biológico. Este modelo psicológico está contaminado con concepciones biomédicas, razón por la que enfatiza la enfermedad o los procesos de deterioro.

El modelo psicogerontológico basado en las diferencias de edades, denominado como psicología de las edades, se centra en el estudio de las diferencias entre sujetos de distintas edades, en investigaciones transversales. La metáfora utilizada es la de la vida humana como una curva, ya que el desarrollo y el envejecimiento son vistos como una singular cúspide que es paralela al crecimiento y la declinación biológica (Pruchno & Rosenbaum, 2003; Rojek, Shaw & Veal, 2006; Ruthing & Chipperfield, 2007).

La psicología del envejecimiento, por el contrario, examina los cambios típicos sobre las funciones medias que ocurren en el transcurso del tiempo. Para Birren y Schaie (1996; 2003), la psicología del envejecimiento explica el cambio en el funcionamiento promedio de un sujeto durante el transcurso del tiempo. La metáfora utilizada para describir el envejecimiento es la de la duplicación ya que en todos los puntos de la vida, el desarrollo es una expresión conjunta de los rasgos de crecimiento (ganancias) y declinación (pérdidas). Se asume, de este modo, que cualquier proceso de desarrollo al mismo tiempo que abre nuevas capacidades adaptativas supone, paralelamente, pérdida de capacidades previas existentes en el sujeto (Alcalá y Valenzuela, 2000; Stefani & Feldberg, 2006).

En síntesis, se puede concluir con diversos puntos en que coinciden la gran mayoría de las teorías:

Desde el nacimiento a la muerte, en primer lugar, la vida humana se caracteriza por la continua adaptación a los cambios. La adaptación es definida como la habilidad para enfrentarse con los eventos producidos por la combinación de las modificaciones internas (personalidad, cognición, ...), en contacto con lo que externamente sucede; es decir, la interacción entre mundo interno y eventos externos.

Por otro lado, pese a que los diferentes autores relacionan los estadios a determinadas edades cronológicas, esto no significa necesariamente que cada persona experimente una crisis en un punto del tiempo de su vida. Esto constituiría una interpretación mecanicista a modelos que pretenden ser una guía heurística para estudiar el desarrollo humano. Las transacciones no tienen que estar indefectiblemente ligadas a las edades, sino que cada estadio representa el nivel de desarrollo alcanzado por el sujeto en la comprensión de su propia existencia (Agulló, 2003; Bedmar & Montero, 2003; Amda, 2011).

Así mismo, cualquiera que sea el enfoque del desarrollo adulto, todos reconocen que hay una progresión de tareas que acompañan los roles sociales a través del curso de la vida. Sea en la teoría de los estadios (Erikson), la teoría del desarrollo moral (Kohlberg) o la teoría del desarrollo cognitivo (Sternberg) en todas subyace el supuesto que el crecimiento personal y el aprendizaje están fuertemente vinculados.

Un apunte más sostiene que los estudios del ciclo vital describen el desarrollo como una secuencia de periodos de estabilidad entremezclados con periodos de inestabilidad, en los que surgen incertidumbres. La transición de una fase a otra se realiza en un marco de incertidumbre y el pasaje a una nueva fase de estabilidad es uno de los más significativos momentos de la vida. Esos periodos de transición son claves para el crecimiento personal y el desarrollo. Es obvio que las transiciones ocurren en tiempos diferentes para personas diferentes y que un amplio número de ellas están controladas por factores sociales, económicos, culturales, psicológicos, ...(Colom Bauzá, 2000; Fernández Castillo, 2000; Milewski, 2010)

Un quinto punto contempla que enfrentarse a la idea de la propia mortalidad, de la finitud de la existencia y el envejecimiento inevitable es propio de la crisis. La idea de tiempo vivido es reemplazado por la del tiempo que queda por vivir.

Finalmente, una de las ideas más relevantes es que las personas adultas que se hallan en la segunda mitad de la vida experimentan una crisis personal que resulta en un cambio importante sobre cómo ellos se ven a sí mismos. Ser persona adulta y mayor, anciano tiene diferentes significados en diferentes tiempos pero, además, siempre cambiará para cada individuo.   

Los estudios transversales tradicionales del proceso de envejecimiento sugieren que a partir del mismo momento en que acaba la adolescencia lo normal es que se inicie el declive. No obstante, cada cohorte sucesiva llega a una determinada edad en mejores condiciones de salud. Lo cual esto nos conduce a afirmar que, en general, los estudios transversales nos aportan más bien poco sobre los modelos individuales de envejecimiento, las diferencias que existen entre las personas en lo referente al ritmo que éste sigue; en definitiva, pueden arrojar luz sobre el envejecimiento primario, es decir, aquellos cambios que son inevitables (Manheimer, 1997; Park & Schwarz, 2003; Ricklefs, 2008). De ahí la importancia de los estudios longitudinales que acometen estas posibles limitaciones y complementan a los anteriores.

Tal y como reconocen la mayoría de los gerontólogos, el envejecimiento no tiene por qué ser un proceso patológico y tampoco acompañar, de forma generalizada, de limitaciones relevantes.

La reducción de ritmos no se puede identificar con enfermedad, aunque los conceptos de salud y enfermedad están determinados por el contexto histórico, geográfico, cultural y social. La mejor forma de situarnos y definir un envejecimiento óptimo o saludable sería acudir al enfoque multidisciplinar.

Por el contrario, un envejecimiento patológico sería aquel que viene determinado en gran medida por una mayor posibilidad de enfermar y que ésta, a su vez, provoque consecuencias negativas en el organismo. La enfermedad crónica es la más habitual según avanzamos en edad y tiene efectos acumulativos; pero, por otro lado, la enfermedad aguda, aunque menos frecuente, tarda más en curarse y sus consecuencias son más graves. 

Entre las causas que motivan la enfermedad crónica, según avanzamos en edad, están las siguientes: la disminución de la resistencia del organismo y factores psicosociales como la soledad, la ausencia de un rol social activo, disminución o carencia de obligaciones, responsabilidades, en definitiva, mayor desocupación incide en una menor resistencia orgánica frente a la enfermedad (Lang, Rieckmann & Baltes, 2002; Puccioni & Vallesi, 2012). Es extraordinariamente relevante para una evolución saludable que la vejez y el envejecimiento no giren en torno al cuidado, sino más bien orientado a las medidas preventivas y el autocuidado.

Según vamos madurando, evolucionando y transformándonos, lo que llegamos a ser está ligado de forma inexorable a la naturaleza de nuestro mundo exterior. Reaccionamos en efecto ante las influencias culturales y sociales, por ejemplo al estilo de vida relacionado con un lugar específico, con una determinada época, en una sociedad concreta, con sus actitudes, sus creencias, sus normativas (Walker, Deng & Dieser, 2005; Ruthing & Chipperfield, 2007; Shreiber, Endrass & Kathmann, 2012). Experimentamos igualmente la influencia del entorno, como es el caso del régimen alimenticio, la higiene, el desempeño laboral, ...
Se puede atender al proceso de envejecimiento bajo cuatro puntos de vista: cronológico, psicobiológico, psicoafectivo y social. Todo ello puede dar una visión integral e integradora de este importante y central proceso relativo al ciclo vital del ser humano.

El plano cronológico atiende, como su propia denominación indica, al transcurso de los años desde la aparición de la persona (comienzo de su ciclo vital). Este transcurso puede efectuarse de forma gradual o de forma rápida y posiblemente traumática.

La importancia de los cambios que se van produciendo reside en su valor indicativo. Esto determina nuevas reacciones y, en consecuencia, su manera de vivir. Las diferencias individuales no sólo se manifiestan al comienzo de las transformaciones, por ejemplo, físicas sino también durante el resto del ciclo vital.

En nuestra sociedad actual, los 65 años viene a ser la edad en la que comienza la tercera edad y que, frecuentemente, coincide con el momento de la jubilación. En parte, es claro y evidente que la vejez se ha reglamentado; ésto en razón del hecho de que la edad arbitraria y obligatoria de la jubilación es aproximadamente la ya señalada. No obstante, el grupo o colectivo de los mayores engloba un amplio abanico de edades. Y, en efecto, si se considera la distribución por edades de los mayores, se comprueba que se halla repartida entre dos o más generaciones; podemos contemplar, al menos, una tercera y una cuarta edad (mayores jóvenes y mayores ancianos). Es decir, los mayores jóvenes se muestran todavía activos y están aún libres o liberados de problemas claramente invalidantes asociados a un avanzado envejecimiento (Sáez, 1996; Iglesias de Ussel, 2001; Stefani & Feldberg, 2006) . 

El fenómeno de identificación con los estadios tradicionalmente reconocidos como constituyentes de la juventud, la edad madura o la vejez generalmente acompaña a la edad cronológica. Pero, es evidente y lógico que la identificación con el grupo de jóvenes, adultos, mayores o ancianos no depende exclusivamente de la edad del sujeto sino también de su estado de salud así como de su manera de comprender los términos empleados para designar los diferentes estadios del ciclo vital.

Parece existir relación entre la edad cronológica y la serie constituida por los acontecimientos de la vida; sin embargo, los umbrales arbitrarios establecidos conforme a la edad resultan a menudo engañosos ya que son frecuentes las diferencias individuales y los cambios suelen ser graduales. Por tanto, ya que se envejece de modo diferente desde el punto de vista físico, social, emocional, ... la edad cronológica sirve para que objetivamente se marque la edad del sujeto.

En segundo lugar, el envejecimiento físico se desarrolla gradualmente de forma que resulta a menudo arbitrario precisar el momento en que una persona es físicamente mayor.

Las personas para quienes es importante su condición física o las que se preocupan de su aspecto físico, pueden apercibirse de su envejecimiento fisiológico con más facilidad que aquellas cuyas actividades no están centradas en su estado físico. Las modificaciones graduales se aprecian cuando alcanzan un umbral crítico que provoca un cambio.

Es sabido, y concluyente, que los mecanismos físicos declinan muy pronto al comienzo de la edad madura; la mayoría de las personas no toman conciencia del hecho más que en el momento en que afecta notablemente a sus actividades cotidianas. La imagen que se tiene de uno mismo puede cambiar cuando comienza a darse cuenta de que el vello se vuelve grisáceo o más escaso, cuando aparecen arrugas y la sequedad de la piel, e incluso, aumento de peso. En definitiva, el envejecimiento físico no solo modifica la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino que también provoca cambios de comportamiento de los demás hacia nosotros (Kleiber, Hutchinson & Williams, 2002).

El término envejecimiento evoca habitualmente cambios físicos desagradables como pérdida de fuerza, disminución de la coordinación, dominio del cuerpo, alteraciones de la salud. Pero, la naturaleza y la amplitud de los cambios físicos así como la forma en que éstos se relacionan con factores procedentes del entorno y del medio social determina las diferencias individuales. Los cambios fisiológicos del envejecimiento deben, pues, ser considerados en sus relaciones con los factores sociales, culturales, ... así como los hábitos propios del sujeto.

En tercer lugar, atendemos al envejecimiento psicoemocional que está íntimamente relacionado con las experiencias del sujeto. Se considera que una persona es psicológicamente madura en la medida que puede asumir sus responsabilidades para con la sociedad (Jerram & Coleman, 1999; Stebbins, 2002, 2005; Amdam, 2011). Se entiende a priori que la experiencia es más nutrida, cualitativa y cuantitativamente, a los 70 que a los 30 años; pero, no obstante, variables relativas a la instrucción pueden compensar la falta de experiencia en los jóvenes.

El cambio se ha convertido en un modo de vida en sí mismo; y, los cambios psicológicos pueden contemplarse bajo dos planos: el plano de lo cognitivo que aglutina a todos aquellos cambios que afectan a la manera de pensar así como a las capacidades personales y, por otro lado, el plano afectivo y de la personalidad. Estas modificaciones no son, como ya ha quedado patente, espontáneas. La personalidad y las funciones cognitivas se ven afectadas por acontecimientos como la jubilación, la muerte del cónyuge, ... La manera de afrontar y reaccionar ante las múltiples experiencias determina aspectos importantes del envejecimiento.

Y, en cuarto lugar, el envejecimiento social que viene designado y determinado por los roles que se pueden, se deberían, se pretenderían, se desearían o han de desempeñar en la sociedad. Llegados a este punto, hay que postular que determinados roles sociales pueden entrar en conflicto con los apropiados a determinadas edades cronológicas (Kirkwood & Chabas, 2000; Schreiber, Endrass & Kathmann, 2012).

El conflicto entre las edades social, psicológica y cronológica constituye una forma de disonancia. Es el caso, por ejemplo, de aquellos que no están conformes con su rol de trabajador y desean, antes de la edad propia de la jubilación, jubilarse.

Determinadas variables sociales es evidente que evolucionan con la edad, pero sin seguir necesariamente a la edad cronológica. Una de estas variables puede ser la dependencia-independencia; mientras que se va emancipando de manera gradual la siguiente generación, los padres puede llegar a retornar a un estado de dependencia respecto de sus hijos o de la propia sociedad (Saez, 2001; Lang, Rieckmann & Baltes, 2002; Villanueva, 2003; Haynes et al., 2009). Esta dependencia puede producir efectos diferentes en unas y otras personas en función de factores sociales y psicológicos.

 

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