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Número 24 - Junio 2009

Las responsabilidades del adulto mayor asociadas
al afrontamiento en su desarrollo biopsicosocial.

Juan Francisco López Paz
Universidad de Deusto

1. Introducción: enfoques teóricos para la vejez en el ciclo vital.

La relevancia del enfoque del Ciclo Vital en el estudio del desarrollo humano se explica por la ruptura que realiza con las teorías evolutivas tradicionales. En efecto, gran parte de las aportaciones de la Psicología hasta la década del 70 tenían su fundamento en un reduccionismo mecanicista u organicista que resultaba insuficiente para explicar el desarrollo en las edades posteriores.

Simplificar los cambios que acontecen en la vejez desde la metáfora de la máquina (aprendizaje supuestamente por procesos de condicionamiento) o desde el supuesto evolutivo de la maduración de un organismo vivo (la vejez vista como decrepitud o deterioro), es encorsetar un proceso con muchos ángulos y matices (Lehr y Thomas, 2003). En líneas generales, la mayoría de las teorías anteriores acentuaban los aspectos de crecimiento biológico en cuya concepción subyace una analogía con el modelo finalista de los organismos vivos (nacer, crecer, morir).

Si atendemos a las revisiones de los últimos quince años sobre envejecimiento y psicología (Birren y Schaie, 199 6; Abramson, 2009) se postula la existencia de tres modelos psicológicos que, históricamente, han dado cuenta del envejecimiento: la psicología de la vejez, la psicología de las edades y la psicología del envejecimiento. Cada uno de estos modelos está basado en una metáfora y se focalizan en aspectos distintos y diferenciales. Según los diversos autores, la metáfora orienta la teoría mientras que el modelo funciona como un conjunto de metáforas más extendido, más general y más sistemático que conecta la teoría con la investigación empírica.

En el caso de la psicología de la vejez se centró en el estudio de las personas muy ancianas y su campo de reflexión se define como el estudio de las personas ancianas con problemas o sin ellos desde una perspectiva psicológica. La metáfora utilizada para explicar el envejecimiento es el problema médico o biológico. Este modelo psicológico está contaminado con concepciones biomédicas, razón por la que enfatiza la enfermedad o los procesos de deterioro.

El modelo psicogerontológico basado en las diferencias de edades, denominado como psicología de las edades, se centra en el estudio de las diferencias entre sujetos de distintas edades, en investigaciones transversales. La metáfora utilizada es la de la vida humana como una curva, ya que el desarrollo y el envejecimiento son vistos como una singular cúspide que es paralela al crecimiento y la declinación biológica (Fernández Ballesteros, 2009).

La psicología del envejecimiento, por el contrario, examina los cambios típicos sobre las funciones medias que ocurren en el transcurso del tiempo. Para Birren y Schaie (1996), la psicología del envejecimiento explica el cambio en el funcionamiento promedio de un sujeto durante el transcurso del tiempo.

La metáfora utilizada para describir el envejecimiento es la de la duplicación ya que en todos los puntos de la vida, el desarrollo es una expresión conjunta de los rasgos de crecimiento (ganancias) y declinación (pérdidas). Se asume, de este modo, que cualquier proceso de desarrollo al mismo tiempo que abre nuevas capacidades adaptativas supone, paralelamente, pérdida de capacidades previas existentes en el sujeto (Alcalá y Valenzuela, 2000; Dubert, Hernández y Andrade, 2007).

" Una efectiva planeación para una sociedad que envejece requiere prestar atención a los aspectos cualitativos del envejecimiento como a sus aspectos cuantitativos. Estos aspectos definen en gran parte la calidad de vida en cualquier edad e incluyen no sólo el estado de salud, sino también aspectos relacionados con el entorno físico y social de las personas " (Soldo y Logino, 2003).

En síntesis, se puede concluir con diversos puntos en que coinciden la gran mayoría de las teorías:

Desde el nacimiento a la muerte, en primer lugar, la vida humana se caracteriza por la continua adaptación a los cambios. La adaptación es definida como la habilidad para enfrentarse con los eventos producidos por la combinación de las modificaciones internas (personalidad, cognición, ...), en contacto con lo que externamente sucede; es decir, la interacción entre mundo interno y eventos externos.

Por otro lado, pese a que los diferentes autores relacionan los estadios a determinadas edades cronológicas, esto no significa necesariamente que cada persona experimente una crisis en un punto del tiempo de su vida. Esto constituiría una interpretación mecanicista a modelos que pretenden ser una guía heurística para estudiar el desarrollo humano. Las transacciones no tienen que estar indefectiblemente ligadas a las edades, sino que cada estadio representa el nivel de desarrollo alcanzado por el sujeto en la comprensión de su propia existencia.

Así mismo, cualquiera que sea el enfoque del desarrollo adulto, todos reconocen que hay una progresión de tareas que acompañan los roles sociales a través del curso de la vida. Sea en la teoría de los estadios (Erikson), la teoría del desarrollo moral (Kohlberg) o la teoría del desarrollo cognitivo (Sternberg) en todas subyace el supuesto que el crecimiento personal y el aprendizaje están fuertemente vinculados.

Un apunte más sostiene que los estudios del ciclo vital describen el desarrollo como una secuencia de periodos de estabilidad entremezclados con periodos de inestabilidad, en los que surgen incertidumbres. La transición de una fase a otra se realiza en un marco de incertidumbre y el pasaje a una nueva fase de estabilidad es uno de los más significativos momentos de la vida.

Esos periodos de transición son claves para el crecimiento personal y el desarrollo. Es obvio que las transiciones ocurren en tiempos diferentes para personas diferentes y que un amplio número de ellas están controladas por factores sociales, económicos, culturales, psicológicos, ...

Un quinto punto contempla que enfrentarse a la idea de la propia mortalidad, de la finitud de la existencia y el envejecimiento inevitable es propio de la crisis. La idea de tiempo vivido es reemplazado por la del tiempo que queda por vivir.

Finalmente, una de las ideas más relevantes es que las personas adultas que se hallan en la segunda mitad de la vida experimentan una crisis personal que resulta en un cambio importante sobre cómo ellos se ven a sí mismos. Ser persona adulta y mayor, anciano tiene diferentes significados en diferentes tiempos pero, además, siempre cambiará para cada individuo.

Los estudios transversales tradicionales del proceso de envejecimiento sugieren que a partir del mismo momento en que acaba la adolescencia lo normal es que se inicie el declive. No obstante, cada cohorte sucesiva llega a una determinada edad en mejores condiciones de salud. Lo cual esto nos conduce a afirmar que, en general, los estudios transversales nos aportan más bien poco sobre los modelos individuales de envejecimiento, las diferencias que existen entre las personas en lo referente al ritmo que éste sigue; en definitiva, pueden arrojar luz sobre el envejecimiento primario, es decir, aquellos cambios que son inevitables. De ahí la importancia de los estudios longitudinales que acometen estas posibles limitaciones y complementan a los anteriores (García Rodríguez y Ellgring, 2009).

Tal y como reconocen la mayoría de los gerontólogos, el envejecimiento no tiene por qué ser un proceso patológico y tampoco acompañar, de forma generalizada, de limitaciones relevantes.

La reducción de ritmos no se puede identificar con enfermedad, aunque los conceptos de salud y enfermedad están determinados por el contexto histórico, geográfico, cultural y social. La mejor forma de situarnos y definir un envejecimiento óptimo o saludable sería acudir al enfoque multidisciplinar.

Por el contrario, un envejecimiento patológico sería aquel que viene determinado en gran medida por una mayor posibilidad de enfermar y que ésta, a su vez, provoque consecuencias negativas en el organismo. La enfermedad crónica es la más habitual según avanzamos en edad y tiene efectos acumulativos; pero, por otro lado, la enfermedad aguda, aunque menos frecuente, tarda más en curarse y sus consecuencias son más graves.

Entre las causas que motivan la enfermedad crónica, según avanzamos en edad, están las siguientes: la disminución de la resistencia del organismo y factores psicosociales como la soledad, la ausencia de un rol social activo, disminución o carencia de obligaciones, responsabilidades, en definitiva, mayor desocupación incide en una menor resistencia orgánica frente a la enfermedad.

Es extraordinariamente relevante para una evolución saludable que la vejez y el envejecimiento no giren en torno al cuidado, sino más bien orientado a las medidas preventivas y el autocuidado.

Según vamos madurando, evolucionando y transformándonos, lo que llegamos a ser está ligado de forma inexorable a la naturaleza de nuestro mundo exterior. Reaccionamos en efecto ante las influencias culturales y sociales, por ejemplo al estilo de vida relacionado con un lugar específico, con una determinada época, en una sociedad concreta, con sus actitudes, sus creencias, sus normativas (Austad, 1998; García Rodríguez y Ellgring, 2009). Experimentamos igualmente la influencia del entorno, como es el caso del régimen alimenticio, la higiene, el desempeño laboral, ...

Se puede atender al proceso de envejecimiento bajo cuatro puntos de vista: cronológico, psicobiológico, psicoafectivo y social. Todo ello puede dar una visión integral e integradora de este importante y central proceso relativo al ciclo vital del ser humano.

El plano cronológico atiende, como su propia denominación indica, al transcurso de los años desde la aparición de la persona (comienzo de su ciclo vital). Este transcurso puede efectuarse de forma gradual o de forma rápida y posiblemente traumática.

La importancia de los cambios que se van produciendo reside en su valor indicativo. Esto determina nuevas reacciones y, en consecuencia, su manera de vivir. Las diferencias individuales no sólo se manifiestan al comienzo de las transformaciones, por ejemplo, físicas sino también durante el resto del ciclo vital.

En nuestra sociedad actual, los 65 años viene a ser la edad en la que comienza la tercera edad y que, frecuentemente, coincide con el momento de la jubilación. En parte, es claro y evidente que la vejez se ha reglamentado; ésto en razón del hecho de que la edad arbitraria y obligatoria de la jubilación es aproximadamente la ya señalada.

No obstante, el grupo o colectivo de los mayores engloba un amplio abanico de edades. Y, en efecto, si se consi dera la distribución por edades de los mayores, se comprueba que se halla repartida entre dos o más generaciones; podemos contemplar, al menos, una tercera y una cuarta edad (mayores jóvenes y mayores ancianos). Es decir, los mayores jóvenes se muestran todavía activos y están aún libres o liberados de problemas claramente invalidantes asociados a un avanzado envejecimiento.

El fenómeno de identificación con los estadios tradicionalmente reconocidos como constituyentes de la juventud, la edad madura o la vejez generalmente acompaña a la edad cronológica. Pero, es evidente y lógico que la identificación con el grupo de jóvenes, adultos, mayores o ancianos no depende exclusivamente de la edad del sujeto sino también de su estado de salud así como de su manera de comprender los términos empleados para designar los diferentes estadios del ciclo vital.

Parece existir relación entre la edad cronológica y la serie constituida por los acontecimientos de la vida; sin embargo, los umbrales arbitrarios establecidos conforme a la edad resultan a menudo engañosos ya que son frecuentes las diferencias individuales y los cambios suelen ser graduales. Por tanto, ya que se envejece de modo diferente desde el punto de vista físico, social, emocional, ... la edad cronológica sirve para que objetivamente se marque la edad del sujeto.

En segundo lugar, el envejecimiento físico se desarrolla gradualmente de forma que resulta a menudo arbitrario precisar el momento en que una persona es físicamente mayor.

Las personas para quienes es importante su condición física o las que se preocupan de su aspecto físico, pueden apercibirse de su envejecimiento fisiológico con más facilidad que aquellas cuyas actividades no están centradas en su estado físico. Las modificaciones graduales se aprecian cuando alcanzan un umbral crítico que provoca un cambio.

Es sabido, y concluyente, que los mecanismos físicos declinan muy pronto al comienzo de la edad madura; la mayoría de las personas no toman conciencia del hecho más que en el momento en que afecta notablemente a sus actividades cotidianas. La imagen que se tiene de uno mismo puede cambiar cuando comienza a darse cuenta de que el vello se vuelve grisáceo o más escaso, cuando aparecen arrugas y la sequedad de la piel, e incluso, aumento de peso. En definitiva, el envejecimiento físico no solo modifica la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino que también provoca cambios de comportamiento de los demás hacia nosotros (Kleiber, Hutchinson & Williams, 2002).

El término envejecimiento evoca habitualmente cambios físicos desagradables como pérdida de fuerza, disminución de la coordinación, dominio del cuerpo, alteraciones de la salud. Pero, la naturaleza y la amplitud de los cambios físicos así como la forma en que éstos se relacionan con factores procedentes del entorno y del medio social determina las diferencias individuales. Los cambios fisiológicos del envejecimiento deben, pues, ser considerados en sus relaciones con los factores sociales, culturales, ... así como los hábitos propios del sujeto.

En tercer lugar, atendemos al envejecimiento psicoemocional que está íntimamente relacionado con las experiencias del sujeto. Se considera que una persona es psicológicamente madura en la medida que puede asumir sus responsabilidades para con la sociedad . Se entiende a priori que la experiencia es más nutrida, cualitativa y cuantitativamente, a los 70 que a los 30 años; pero, no obstante, variables relativas a la instrucción pueden compensar la falta de experiencia en los jóvenes.

El cambio se ha convertido en un modo de vida en sí mismo; y, los cambios psicológicos pueden contemplarse bajo dos planos: el plano de lo cognitivo que aglutina a todos aquellos cambios que afectan a la manera de pensar así como a las capacidades personales y, por otro lado, el plano afectivo y de la personalidad.

Estas modificaciones no son, como ya ha quedado patente, espontáneas. La personalidad y las funciones cognitivas se ven afectadas por acontecimientos como la jubilación, la muerte del cónyuge, ... La manera de afrontar y reaccionar ante las múltiples experiencias determina aspectos importantes del envejecimiento (Pérez Cano, Malagón y Amador, 2006).

" Proceso de interacción personal que consiste en tomar parte activa y comprometida en una actividad conjunta y que es percibida por la persona como beneficiosa ... (...). La satisfacción que experimentan los individuos como resultado de su participación en las actividades sociales que realizan en el medio familiar, en el centro de trabajo y en el ámbito comunal y nacional " (Monchietti, 2001)

Y, en cuarto lugar, el envejecimiento social que viene designado y determinado por los roles que se pueden, se deberían, se pretenderían, se desearían o han de desempeñar en la sociedad. Llegados a este punto, hay que postular que determinados roles sociales pueden entrar en conflicto con los apropiados a determinadas edades cronológicas.

El conflicto entre las edades social, psicológica y cronológica constituye una forma de disonancia. Es el caso, por ejemplo, de aquellos que no están conformes con su rol de trabajador y desean, antes de la edad propia de la jubilación, jubilarse.

Determinadas variables sociales es evidente que evolucionan con la edad, pero sin seguir necesariamente a la edad cronológica. Una de estas variables puede ser la dependencia-independencia; mientras que se va emancipando de manera gradual la siguiente generación, los padres puede llegar a retornar a un estado de dependencia respecto de sus hijos o de la propia sociedad (Lang, Rieckmann & Baltes, 2002; García Martínez, Rabadán y Sánchez Lázaro, 2006). Esta dependencia puede producir efectos diferentes en unas y otras personas en función de factores sociales y psicológicos.

 

2. Procesos contemplados en el mayor para su desarrollo personal

La vejez dentro del proceso vital y reconocido su componente de diversidad, resulta pertinente considerarla atendiendo a sus capacidades y habilidades en relación con su vida cotidiana en los distintos entornos en los que ésta se desarrolla. No es posible abordar las competencias o los niveles de autonomía sin incorporar los aspectos culturales o sociales o las características del hábitat. Asimismo, la vejez debe considerarse una etapa cambiante a lo largo del tiempo. En la actualidad, un mayor número de años y la mejora de las condiciones sociales y sanitarias son algunas de las características que configuran el envejecimiento y la vejez.

El importante número de personas mayores y su mayor proporción respecto al conjunto de la población constituye un elemento característico de las sociedades occidentales en la actualidad. El aumento de la esperanza de vida acompañado del descenso de la natalidad ha modificado la estructura, antes piramidal, de la población. Al tiempo que se produce el incremento de los subgrupos de edad más avanzada, en los que la fragilidad se da en mayor medida, se plantean nuevos requerimientos tanto a los miembros de sus familias, adultos activos laboralmente o jubilados, como a la comunidad y a los sistemas de protección social (Birren, J. y Birren, B., 1990; Abramson, 2009). Cambian las representaciones sociales, las expectativas, los valores y los modos de hacer. En este contexto surgen nuevas propuestas, opuestas a la visión exclusiva las personas mayores como ciudadanos receptores de pensiones y de cuidados, sin capacidad de aportar, elegir, decidir o desear algo distinto a lo que se les ofrece.

En lo que se refiere al desarrollo biofisiológico podemos acuñar la creencia de que el ser mayor implica pensamiento confuso, desorientación y la incapacidad para resolver los problemas es incorrecta. El envejecer está asociado con los cambios en el cerebro y el sistema nervioso, pero en los individuos sanos las consecuencias prácticas son relativamente poco importantes. Sensación y percepción se encuentran estrechamente interrelacionadas en la vida real.

La forma en que percibimos está relacionada con diversos comportamientos y rasgos, tales como la forma de conducir, el estilo de aprendizaje o las características de personalidad. Además, el enlentecimiento en la realización de diversas tareas, la precaución con que se hagan o la mayor o menor rigidez en los comportamientos, tienen amplias repercusiones sobre la vida diaria de las personas mayores. La estimulación del entorno llega al cerebro a través del sistema sensorial. A medida que las personas envejecen, los cinco sentidos se vuelven menos agudos, lo que conlleva que el acceso al conocimiento de lo que los rodea sea más difícil de obtener (Hamilton, 2002). La mayoría de las personas necesitan más tiempo para procesar la información. Necesitan más tiempo para entender cómo funciona un programa de ordenador, ...

Al envejecer, los sentidos pierden parte de su funcionalidad, llegando a afectar tanto al estilo de vida habitual como a las relaciones sociales de los ancianos. La pérdida de audición y visión, por ejemplo, contribuyen al aislamiento social, por un lado, y a la pérdida de estimulación cognitiva, por otro. A la luz de los diferentes hallazgos, el proceso de envejecimiento afecta en mayor o menor grado a todos los canales sensoriales. Entre los más destacados están:

En primer lugar, los cambios en la visión: a lo largo de la vida, el cristalino aumenta de tamaño y de grosor, lo cual, además, de una pérdida de elasticidad, causa una reducción de su transparencia. Esta opacidad que es progresiva, puede producir las conocidas cataratas en la persona mayor. En la actualidad, eliminar un problema de cataratas se reduce a una intervención quirúrgica sencilla, pero hasta hace unos años éste representaba uno de los mayores problemas sensoriales a los que se enfrentaban las personas de la tercera edad.

Un segundo apartado lo constituyen los cambios auditivos: en general, los déficits auditivos a partir de los 65 años son más comunes que los visuales y son más frecuentes en los hombres que en las mujeres. Entre los cambios que acompañan al proceso de envejecimiento destacan: una reducción del umbral auditivo, la aparición progresiva de dificultades para discriminar las diferentes frecuencias de los sonidos, una mayor sensibilidad a la interferencia de los ruidos que impiden una buena captación de otras señales más importantes, dificultades en la localización del sonido.

La pérdida de audición en la edad avanzada es uno de los motivos más frecuentes de aislamiento social. La audición es muchas veces considerada como el sentido social por excelencia, puesto que permite al individuo entenderse y ser entendido con facilidad por todos los miembros de la comunidad. La persona mayor con déficit auditivo tiende progresivamente a reducir sus relaciones sociales y a la incomunicación con el medio. Desde el punto de vista cognitivo, la falta de comunicación equivale a la falta de estimulación; es decir, tiene mayores posibilidades de que sus funciones intelectuales tiendan a deteriorarse con más facilidad.

Otro de los apartados viene constituido por los cambios en olfato, gusto y tacto: la pérdida de receptores y la alteración que se produce en algunas vías neuronales con el envejecimiento, puede producir cambios en la percepción olfativa y gustativa. Estos cambios en el gusto y el olfato incluyen una alteración de los umbrales perceptivos, de la intensidad con que se perciben los estímulos y de la capacidad para discriminar un olor o un sabor de otro semejante.

Es discutible sin embargo y, de hecho, aún no está claro, si estas reducciones en la percepción del olor y los sabores se deben realmente a un proceso propio del envejecimiento o son el resultado del efecto de otros factores que interfieren, por ejemplo, tabaco, diabetes, déficits dietéticos, en la utilización de determinados medicamentos que reducen la sensibilidad gustativa y olfativa en las personas.

Y respecto al tacto, algunos estudios han mostrado también cambios a este nivel. Parece ser que se reduce ligeramente la sensibilidad táctil de la palma de la mano, de la planta de los pies, y de los dedos respecto a la presión, pero se mantendría conservada la sensibilidad del resto del cuerpo.

Un cuarto apartado se refiere a los cambios motóricos que, a medida que avanzan los años, se produce progresivamente una ralentización en las funciones motrices. Esta ralentización es ya precoz en el curso de la vida puesto que comienza a partir de la tercera década. Además, esta pérdida de velocidad motora se acompaña además de: una disminución del tiempo de reacción, un aumento de la fatiga muscular, una imprecisión en los movimientos finos, dificultades en los desplazamientos, una pérdida progresiva de flexibilidad motora y dificultades para iniciar los movimientos.

Estos cambios son la consecuencia de la degeneración que se produce en el sistema cerebral motor y particularmente en el sistema extrapiramidal. No obstante, estos cambios no se manifiestan de forma homogénea en todos los individuos. En este envejecimiento tiene un papel relevante el ejercicio y la estimulación intelectual y social que la persona ha recibido a lo largo de toda la vida.

Desde este punto de vista, la actuación psicomotora en personas de edad avanzada debe ser considerada como una estrategia preventiva interesante, capaz de aminorar los efectos que estas pérdidas motoras comportan sobre el resto de la vida de estas personas y, al mismo tiempo, de proporcionar una mayor satisfacción vital a unos individuos que todavía pueden sentirse activos.

En lo relativo a la evolución de procesos cognitivos es evidente que todos los aspectos de la función cognitiva pueden considerarse en términos del modo en que se procesa la información (Baltes, H. y Baltes, P., 1986; Fernández Ballesteros, 2009). La información se manipula, se almacena, se clasifica y se recupera. Utilizamos mecanismos básicos de la cognición como el reconocimiento, la exploración del entorno, la integración de la información de diversos sentidos y el aprendizaje.

La mayoría de los investigadores está de acuerdo en que, por término medio, el envejecimiento se acompaña de un declive en la habilidad para procesar nueva información. Dicho declive se ha encontrado consistentemente en tareas experimentales relacionadas con la atención, el aprendizaje y la memoria (Belsky, 1996; Park y Schwarz, 2003). Pero dicho deterioro es menos severo y se produce en una proporción más pequeña de lo originalmente pensado.

Puesto que las sucesivas generaciones gozan de mejor salud y educación, obtienen mejores resultados en las pruebas que las generaciones más mayores, por lo cual los declives con la edad reflejarían realmente mejoras en generaciones sucesivas (Calero, 2000).

El aprendizaje y la memoria son dos procesos que están íntimamente relacionados. Ambos deben ser inferidos a partir de la ejecución. El aprendizaje viene a ser la adquisición de asociaciones estímulo-respuesta o también como un cambio sistemático en el comportamiento que se produce en una situación determinada. Generalmente implica algún esfuerzo o intención por parte de quien aprende. Frente a esto, la memoria se ha definido como un proceso más abstracto, que también depende de la experiencia, pero que no necesariamente está adscrito a una situación específica como ocurre con el aprendizaje (Fu & Leung, 2003).

En el caso de los condicionamientos, no hay razón suficiente para señalar que no se puedan condicionar tan rá pidamente como personas de otras edades. Se ha sugerido que el debilitamiento de la respuesta involuntaria se puede deber a la pérdida de células en el cerebelo, fundamentalmente, en la coordinación del movimiento; o incluso, que el tiempo que se permite para la aparición de la respuesta podría afectar los resultados puesto que a los mayores les lleva más tiempo registrar los estímulos y responder a ellos. La conducta, no obstante, puede cambiar en función de las consecuencias que se derivan de la acción que se realiza. Y, en este caso, no tiene por qué haber diferencias significativas relativas a la edad.

Atendiendo a procesos involucrados en lo memorístico o rutinario, parece existir un declive notable en el aprendizaje verbal con la llegada de la tercera edad. Progresivamente se van presentando dificultades en la organización espontánea de la información y, más concretamente, en la codificación y almacenamiento de la misma.

Por otro lado, es indudable que el envejecimiento va acompañado generalmente de cambios en el sistema de memoria (Sáez, Rubio y Dosíl, 1996). A pesar de que en el sistema visual se producen diversos cambios con la edad, no se han demostrado déficits consistentes a medida que aumenta la edad ni en la capacidad para identificar estímulos visuales presentados brevemente, ni en la persistencia de la información almacenada en el registro sensorial visual.

En la memoria a corto plazo, sí se comprueba la afectación que sufre con la edad, sobre todo, en lo referido a la recuperación y organización de la información que se produce de manera más lenta; la familiaridad, por ejemplo, reduciría las diferencias. Y, en la memoria a largo plazo, vuelven a aparecer las dificultades fundamentalmente con la codificación; ésta mejora notablemente si se acompaña de una intervención pautada.

Los procesos atencionales tienen, sin duda, un relevante valor por su apoyo al procesamiento cognitivo. La edad influye negativamente en situaciones en las que se debe atender simultáneamente a dos o más tareas, o en las que se debe discriminar entre lo relevante e irrelevante (Kramer, Humphey, Larish, Logan, y Strayer, 1994; Dubert et al., 2007). Generalmente, los mayores suelen necesitar más tiempo para procesar información previa.

En lo relativo a la evolución de la inteligencia, podemos acercarnos a la tipología básica de aptitudes fundamentales como inteligencia fluida e inteligencia cristalizada, abarcando y recogiendo en ellas las diversas aptitudes intelectuales específicas.

En el caso de la inteligencia fluida que asume procesos cognitivos básicos independientes de la educación formal, más influenciables por posibles lesiones, nutrición, salud.

Y, en el caso de la inteligencia cristalizada que atiende al conocimiento adquirido y a las habilidades intelectuales desarrolladas y aplicadas a contenidos culturales. Estas son susceptibles de mejora con los años y la experiencia del sujeto.

En definitiva, es de destacar la importancia que tiene el mantenimiento estimulativo adecuado, de cara a la conservación el mayor tiempo posible de las facultades intelectuales de la persona mayor (Barash, 1994; Bubert et al., 2007). La estimulación ambiental acostumbra a tener un papel preponderante en cuanto a facilitar la movilización psíquica y física de la persona.

En lo que se refiere a la evolución socioafectiva, finalmente, acuñamos el concepto de socialización como aquel que abarca el conjunto de procesos que hacen desarrollar al individuo y convertirle en un ser social capaz de participar en la sociedad. Pueden presentarse hasta cuatro tipos de dependencia: económica, física, psíquica y social (Altman, Lawton y Wohlwill, 1984). El estar considerado y el tener roles que corresponden a la edad del ciudadano mayor con frecuencia es percibido como un descenso en el estatus y en el poder (Hayslip y Panek, 1993).

La experiencia de ocio, en estos términos, deberá contribuir a que el individuo desarrolle habilidades y competencias sociales, no se perciba sometido a presiones externas, posea sentimientos de control y dominio, y esté dominado por el desafio (Iso-Ahola & Coleman, 1993; Ogden, 1996). Ello implica que cuando se encuentra ante situaciones potencialmente estresantes (rutinarias, aburridas, frustrantes) las interprete de forma positiva y lleve a cabo acciones encaminadas a modificar las circunstancias de la situación, a prevenir el estrés y las consecuencias negativas que de él se puedan derivar (Rodríguez Marín, 2001; Walker, Deng & Dieser, 2005).

El caso de la jubilación como símbolo social de transición a la vejez, constituye un signo para el individuo y para la sociedad de que algo importante ha cambiado. En ocasiones, se ha visto el envejecimiento y la jubilación como dos aspectos convergentes; sin embargo, la jubilación es sólo uno de los acontecimientos más importantes de la vida de una persona que contribuye al significado de la vejez en nuestra sociedad. La jubilación no puede ser equivalente a la vejez. Esta etapa evolutiva puede definirse de muchas formas.

El hecho de que una persona se perciba como jubilada depende de la definición que adoptemos de jubilación. Esta puede definirse como: una ausencia de participación en el trabajo, una aceptación de una pensión, una reducción en las horas de trabajo, una percepción subjetiva de jubilado, un abandono de la propia carrera profesional (Agulló, 2003).

Presenta, en definitiva, múltiples formas en cada persona y en cada situación. En las últimas décadas se ha convertido en un destacado factor de organización social y de regulación del empleo y de la productividad (jubilación voluntaria/involuntaria, total/parcial). Indudablemente, es un proceso continuo que pasa por diversas etapas (Atchley, 1989; García Martínez et al., 2006): la prejubilación, la propiamente de jubilación atendiendo a una vivencia relativa a luna de miel, rutina o relax, una tercera etapa de desencanto y depresión, una más avanzada de reorientación, la rutinaria y, por último, la final.

Puesto que la economía en la vejez se produce a través de una pensión, la remuneración pasa a un lugar secundario y la importancia del trabajo para la salud y el bienestar del individuo accede a un primer plano.

En estos momentos se empieza a hablar más que de trabajo, de actividad. La actividad diaria es fundamental para la satisfacción personal. El ocio genera bienestar físico y psíquico, y se encuentra muy relacionado con los índices de satisfacción de la vida. Durante la vejez, las actividades de ocio adquieren especial relevancia. Pero, si el ocio no obedece en general a una planificación, con ritmos definidos en la estructura del mismo que intenten motivar al individuo a partir de un conocimiento de sus necesidades reales, se podrá convertir en receptáculo de ansiedades (Blackshaw, 2003; Mc Pherson, 2004). Para adecuar el ocio hacia metas de eficacia funcional, debemos profundizar previamente su diseño y aplicación en varios aspectos básicos (Bevil, O´Connor, y Matón, 1993): el tiempo libre como objeto, la valoración del objeto en su utilidad funcional, la profundización desde una visión dinámica (integración de lo interno y externo del mayor) y la valoración del proceso desde una visión teleológica.

El ocio, lógicamente, dependerá del equilibrio biopsicosocial del mayor, de su educación, estatus, nivel socioeconómico y experiencias previas, ... Cada persona crea su propio repertorio de actividades de ocio en función de la competencia percibida y del confort psicológico que le reportan (Lefrancoise, Leclerc y Poulín, 1998; Dubert et al., 2007).

Como ser social que es, sigue y debe seguir estableciendo relaciones sociales con ese conjunto de personas con las que esta persona se siente vinculado en algún sentido. Esta malla, construida por individuos y constituida por la familia, conocidos, ... está formada por dos tipos de lazos grupales que, si en el caso del colectivo adulto es fácilmente diferenciable, se confunden muchas veces entre el colectivo de mayores.

En este colectivo, los límites de esta división se diluyen: el que había sido un compañero de trabajo (reuniones formales) se convierte, en algunos casos, en un amigo con quien jugar a las cartas o con quien ir al monte (relaciones informales). Y a los miembros familiares (relaciones informales) se les obliga a cumplir funciones concretas y muy definidas, tales como tramitar burocracia en un sentido amplio, acompañarle al médico (funciones de tipo formal), incluso estas relaciones se establecen en nombre de los lazos afectivo-familiares, que deben respetarse aunque no lo considere así el familiar (Stebbins, 2002; García Rodríguez, et al., 2009).

La disolución de la red social del mayor es lo que denominamos como desarraigo social, y que se puede dar en mayor o menor medida de si vive lejos o cerca de su familia o carece de ella, si es trasladado o no a una residencia extraña o no, si mantiene contacto con su medio habitual (red social) hasta este momento (Parker, 1996). El primer paso del desarraigo puede ser la jubilación, y el siguiente puede ser causado por la disgregación de la estructura familiar tradicional y la muerte de sus amistades.

La calidad de las relaciones sociales del mayor viene condicionada por variables como el nivel cultural formal, la forma de residencia, el nivel económico, el pasado individual, el sexo, el estado físico y mental, el contexto social en que habita, ... y prefigura que sean satisfactorias o bien que estén teñidas por el desarraigo parcial o total.

La intervención en y desde el ocio, en definitiva, se puede orientar a modificar las relaciones entre individuos, grupos y organizaciones que originan las desigualdades y problemas sociales, con el fin de provocar un cambio social y personal positivo (Dumazedier, 1998). Entender el ocio como estrategia de prevención y promoción de la comunidad significa que es utilizado para potenciar los recursos (psicológicos, de relación, de servicios, de infraestructura) de la comunidad de referencia que favorezca el desarrollo de las competencias sociales e individuales (Maibach & Murphy, 1995).

3. El comportamiento adaptativo en el mayor como responsabilidad vital

El hecho de vivir supone la exposición a toda una serie de potenciales adversidades, situaciones o cambios negativos (pérdidas, disminuciones y presiones ambientales) en áreas destacadas de la vida y del funcionamiento personal, pero al mismo tiempo presupone la posibilidad de ocurrencia de toda una serie de oportunidades y cambios positivos y la emergencia de toda una serie de recursos culturales adaptativos, tendentes no sólo a afrontar satisfactoriamente aquellas limitaciones, sino también a hacer frente a la diversidad de tareas adaptativas.

La vida humana es, a la par, riesgo y oportunidad, peligro y desafío. Somos seres de posibilidades y, por tanto, el desarrollo personal es la oportunidad que nos da la vida de ser y explicarnos como personas y de responsabilizarnos tanto de la naturaleza como del futuro de nuestra especie.

Nuestra peculiar evolución nos ha otorgado flexibilidad, variabilidad, cambio y diversidad para poder coevolucionar y hacer frente a retos y desafíos que los tiempos y el contexto social generan. Por ello, el envejecimiento y el desarrollo personal son procesos biopsicosociales complejos. Afrontamos un desarrollo ontogenético de la mente y del comportamiento dinámico, multidimensional, multifuncional y no lineal con un vigoroso acento en lo contextual, en lo adaptativo, en lo probabilístico y en la dinámica autoorganizativa (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Fernández Ballesteros, 2009).

El conocer y optimizar aquellas situaciones, condiciones o comportamiento por medio de los cuales se pueda favorecer una calidad de vida razonable es tarea prioritaria de la gerontología. Ocuparse en, y preocuparse por, una vida de calidad está pasando a ser la meta más perseguida y valorada en gerontología.

El énfasis tradicional dado a la supervivencia, a añadir exclusivamente más tiempo a la vida, está siendo equilibrado por el interés en añadir más salud a ese tiempo de vida y más vida a esos años.

No es de extrañar, por tanto, que los indicadores de esperanza de vida estén dando paso a los indicadores de esperanza de vida activa o libre de discapacidad. Incluso desde la geriatría se insiste en que el objetivo de la atención a la persona mayor es la prevención y reducción de la discapacidad y la mejora de su calidad de vida (Kaplan, 1994; Burns, Pahor y Shorr, 1997).

La salud, las creencias positivas o las existenciales, los recursos y las condiciones materiales, las habilidades sociales o el apoyo social, podrán ser importantes, pero nunca determinantes para una vida de calidad. El comportamiento es la cuestión central para un envejecimiento y vejez de calidad.

Se viene defendiendo, en la actualidad, la teoría de que el envejecimiento y la vejez implican tanto pérdidas y disminuciones como aumentos, ganancias y perfecciones. Los estudios actuales van demostrando que las personas mayores son eficaces a la hora de mantener una sensación de control y una visión positiva tanto de sí mismos como del desarrollo personal (Csikszentmihalyi, 1998; García Rodríguez et al., 2009).

Desde distintos modelos se ha intentado dar respuesta a una adecuada descripción y explicación de los modos más convenientes de lograr un comportamiento adaptativo y en elevado bienestar psicológico.

Una de las primeras propuestas ha sido la teoría de la vinculación–desvinculación social que aporta un modelo fundamentalmente descriptivo que permite aclarar si resulta conveniente o no seguir comprometiéndose en actividades sociales que se llevaban a cabo anteriormente, y si ello resulta adaptativo y satisfactorio para la persona.

En esta línea, otros autores como Havihurst con teoría de la desvinculación-vinculación selectiva han destacado que con los años lo que se desea es una reestructuración cualitativa de las actividades sociales y no tanto una disminución cuantitativa.

Por otro lado, el modelo psicoecológico de Lawton (1991) y el modelo de optimización selectiva con compensación de Baltes (1993) constituyen un destacado avance al situar al mismo nivel tanto los recursos de competencia personal como la presión o influencias del contexto.

La probabilidad de presencia de condiciones positivas de comportamiento adaptativo y de bienestar psicológico o afecto positivo se verá favorecida por el equilibrio entre la presión del entorno y los recursos de competencia del individuo. Si la presión ambiental no supera mucho el grado de competencia, se estará potenciando en el mayor un comportamiento de desafío, alerta, satisfacción, un mayor grado de autonomía y actividad; en definitiva, una mayor calidad de vida. Si la competencia no excede mucho el grado de presión ambiental, la comodidad y la seguridad de la persona mayor queda asegurada. Y, por otro lado, una presión fuerte junto a un nivel de competencia bajo, o un nivel alto de competencia junto con una presión ambiental baja, favorecerían la aparición de comportamientos desadaptativos y de afecto negativo.

Es el desarrollo y afianzamiento del ocio lo que, por tanto, proporciona recursos que ayudan a las personas a sentirse con capacidad para afrontar efectivamente los problemas. Al respecto, Coleman e Iso-Ahola consideran que el efecto preventivo del ocio se produce a través de dos procesos básicos. Por una parte, la participación en actividades de ocio incrementa la percepción de apoyo social, puesto que favorece las relaciones interpersonales, la competencia social y el desarrollo de una identidad social por medio de la pertenencia a grupos (Macneil, Winkelhake & Yoshioka, 2003; Stefani & Feldberg, 2006). Por otra parte, aumenta la autodeterminación, es decir, la percepción de control y dominio de los acontecimientos y situaciones potencialmente estresantes.

En el modelo de Baltes, referido a la optimización selectiva con compensación, se establece que para conseguir una vida efectiva la persona mayor debe hacer modificaciones en sus tareas previas, entre otras: debe seleccionar determinadas actividades, debe optimizarlas con, por ejemplo, más tiempo, más ensayos, y debe compensar para afrontar pérdidas y disminuciones (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Fernández Ballesteros, 2009). La aplicación de los mecanismos de optimización selectiva con compensación, aplicados a cualquier ámbito de la vida, posibilita una mayor longevidad y salud biológica, salud mental y otros aspectos positivos como eficacia cognoscitiva, competencia social, productividad, control personal y satisfacción. En definitiva, lo que hace la persona mayor y cómo lo hace pasa a ser el aspecto fundamental de la calidad de vida en gerontología.

3.1. Afrontamiento responsable asociado al bagaje cognitivo

A lo largo del desarrollo personal, el proceso de aprendizaje posibilita la adquisición de información y de conocimientos necesarios para la vida, para realizar las tareas cotidianas y adaptarnos con eficacia a nuestro entorno.

El aprendizaje constituye uno de los principales vehículos de la adaptación del comportamiento y un poderos impulso del progreso social y cultural. El aprendizaje nos convierte, a la vez, en únicos y flexibles.

Gran parte de lo que hace o desarrolla la persona mayor está influido por las consecuencias en su medio. Se ha llegado a afirmar que la pérdida del funcionamiento adaptativo en muchos ancianos no es únicamente el resultado de un declive o de cambios biológicos negativos, sino sobre todo resultado de un ambiente que establece y decide la ocasión para el comportamiento deficitario y que refuerza el comportamiento ineficaz y de dependencia (Heatherson y Weinberger, 1994). Más concretamente, las personas hacen más a menudo lo que se espera de ellas que lo contrario, la importancia de nuestras expectativas en el grado de actividad y competencia del anciano es notoria; en definitiva, aseguramos su probabilidad de aparición.

Los estudios sobre aprendizaje de los últimos 30 años nos confirman que la adquisición y asimilación de nuevos comportamientos, conocimientos, aptitudes, actitudes o hábitos se puede dar en cualquier edad. Puede modificarse, eso sí, la velocidad o tiempo de asimilación, o el aprendizaje asociado a rendimiento y a productividad. Tiempo, interés, práctica y motivación constituyen los ingredientes fundamentales para un aprendizaje efectivo para y en la vejez, desde la adquisición y mantenimiento de comportamientos sencillos hasta la tarea de aprendizaje complejo propia y final de la vejez consistente en encontrar un sentido a la vida como totalidad, en aprender a comprender.

El comportamiento aprendido y por aprender pasa a ser la cuestión central, tanto para un envejecimiento y desarrollo personal saludables y satisfactorios como para una atención psicoeducativa de calidad.

Es a través del comportamiento como detectamos y atendemos diferencialmente la aparición de condiciones patógenas en nosotros mismos y en los demás, de manera que uno de los principales motivos por los que se reconoce la presencia de un problema de salud estriba en el grado de interferencia que dicho proceso presenta en los hábitos adaptativos, en nuestra funcionamiento de vida habitual.

El comportamiento de la persona mayor, en los distintos procesos de conceptualización y de consolidación que se considere, es funcional e instrumentalmente tan competente, cuando menos, como en otras edades adultas para afrontar posibles problemas de salud, situaciones que afecten a su calidad de vida, o para reconducir nuevos programas personales significativos en la vida.

Las personas mayores, en principio, y en comparación con otros adultos más jóvenes, se comportan de manera más sana, asumen menos riesgos, son más cautelosos, más activos en la prevención de enfermedades, y afrontan mejor las consecuencias de deficiencias y problemas de salud (Jerram y Coleman, 1999). Todo ello, a pesar de que los problemas de salud y la declaración de enfermedades aumentan con los años, y la salud autopercibida como buena disminuye con la edad, las personas mayores continúan siendo competentes y eficaces, manteniendo una adecuada sensación de control y conservando una visión positiva de su autoconcepto y del desarrollo personal (Baltes, Staudinger y Lindenberger, 1999; Yanguas Lezaun, 2006). Esta imagen positiva de la adultez tardía se apoya, asimismo, en una serie de modelos que se han propuesto para explicar por qué la gran mayoría de las personas mayores afrontan razonablemente bien el envejecimiento y la vejez.

3.2. La influencia del plano afectivo

El afecto es necesario e imprescindible para una adaptación satisfactoria en la vida. Tanto los afectos positivos como los negativos son claves para una adaptación con éxito y para nuestros sistemas intrapersonal e interpersonal.

Estos no son los extremos opuestos de un continuo, sino que coexisten en frecuencia e intensidad. Autores como Birren, Lubben, Rowe y Deutchman (1991) han plasmado el interés por el estudio de la afectividad en la persona mayor en base a una serie de motivos o razones, entre otros: conocer y comprender los factores que regulan el comportamiento con la edad, conocer el papel de la afectividad en los cambios que se producen a nivel fisiológico, expresivo, funcional, cognoscitivo o social, estudiar la afectividad para entender la salud física y mental de los mayores, y conocer los cambios afectivos asociados a edad.

La idea de una elevada prevalencia de afecto negativo en la vejez queda rebatida por innumerables estudios que demuestran lo contrario (Birren y Schaie, 1996). Los datos avalan no sólo una mayor estabilidad emocional con los años, sino una disminución en malestar psicológico. Incluso, con anterioridad, ya señalaba Bromley (1988) que las emociones intensas son de más duración en los mayores y éstos presentan mayores dificultades en su neutralización.

El estereotipo predominante establece una mayor rigidez con la edad y poca oscilación de los estados afectivos; sin embargo, los datos apuntan a una menor variación a nivel de un mismo día, pero se reconoce una mayor variabilidad en las fluctuaciones periódicas. La presencia de una menor unidimensionalidad en la vivencia emocional, de más matices en las experiencias afectivas (Schieman, 1999).

Las personas de mayor edad son menos irritables y muestran un menor grado, por ejemplo, de ira en comparación con adultos jóvenes. Es decir, todos estos datos apuntan que es el ambiente, tanto estructural como psicosocial, lo que determina el riesgo de este tipo de emociones negativas.

Los afectos funcionan, pues, como dispositivos adaptativos de la condición humana (función activadora de ganancia, peligro, abuso, pérdida), y expresarlos y canalizarlos adecuadamente constituye una señal inequívoca de salud.

Su transformación en riesgo patológico vendrá dada por una serie de variables: la intensidad (alta), la reacción (desproporcionada), la duración (prolongada), la repetición rígida y prolongada, el sufrimiento o daño (alto y duradero) o el grado de interferencia (profundo) en lo biopsicosocial (García Rodríguez et al., 2009).

3.3. Referentes personales asociados al funcionamiento vital

La psicología de la personalidad estudia las características psicológicas que identifican a un individuo, o a un colectivo de individuos, su génesis, estructura y funcionalidad, desde su origen hasta su desaparición (Pelechano, 1996).

Este es un constructo integrador de las disposiciones o tendencias básicas, del autoconcepto, de las adaptaciones típicas, de la biografía objetiva y de las influencias externas, que permite describir, explicar y predecir el comportamiento, en este caso, del mayor (Costa y McCrae, 1995).

El énfasis puesto en cualquiera de estos cinco conceptos ha dado lugar a posicionamientos distintos en la psicología de la personalidad y relativo al desarrollo y envejecimiento personal.

Las teorías intrapsíquicas que presuponen unos elementos estables y consistentes (rasgos, tendencias) de la personalidad que permiten explicar el comportamiento independientemente del ambiente y de los acontecimientos. Así, por ejemplo, se encuentran el modelo pentafactorial norteamericano de Costa y McCrae o el modelo europeo de Eysenk.

Otro posicionamiento corresponde al marco del aprendizaje social reconociendo el ambiente externo como condicionante más importante del comportamiento. El ambiente y las situaciones moldean, desde la perspectiva conductista de las teorías ambientalistas, cómo sienten, piensan, actúan y son las personas.

Y, las teorías interaccionistas asumen una relación recíproca entre las características de la persona y el ambiente; y, desde aquí, se entiende la personalidad como el producto de la interacción específica en un momento concreto de la vida entre las tendencias básicas del sujeto y los acontecimientos que vive con sus intereses y preocupaciones personales; la continuidad aquí significa estabilidad, pero con pequeños cambios y adaptaciones.

La personalidad de las personas mayores se relaciona con los resultados de salud, de calidad de vida y, en definitiva, con un envejecimiento saludable gracias a que: a) la personalidad influencia la salud como variable etiológica de implicación directa o como predisposición; b) algunas disfunciones o deficiencias en su salud dejan huella en la personalidad; c) la personalidad crea el medio que genera y mantiene la mala salud; d) la personalidad y la salud son producto del mismo proceso subyacente; e) la personalidad y la dimensión estresante del contexto como factores de riesgo para la salud; f) la personalidad como variable moduladora de la repercusión del estrés sobre la salud; y, g) los autoinformes de salud o de sintomatología vinculados a determinados rasgos de personalidad.

A modo de síntesis se pueden contemplar los ejes vertebradores de la personalidad, las tendencias básicas, las adaptaciones típicas y el autoconcepto en dos patrones básicos y diferenciales del envejecimiento: el patrón abierto a la vida o el patrón cerrado a la misma (Reig, 1998; Fernández Ballesteros, 2009).

La persona mayor abierta a la vida se considera valiosa y capaz; utiliza el humor como reacción positiva; se siente bien consigo misma y con los demás; piensa que merece la pena el esfuerzo de vivir y de comprometerse con determinadas metas objetivas. Poseedora de este autoconcepto positivo, tiende a percibir los hechos, los cambios y las dificultades de la vida como desafíos a resolver, como acontecimientos susceptibles de aprendizaje, como ganancias en descubrimiento y comprensión.

Los rasgos como la tendencia a no claudicar, el sentido de coherencia, el control personal, el lugar interno de control, la confianza interpersonal, el optimismo disposicional, la integridad del yo o la personalidad tenaz y resolutiva hacen que este mayor presente un acomodamiento a la vejez con serenidad, con integridad y con calidad de vida. Los estilos adaptativos principales que caracterizan el papel de éste son, en definitiva, los de serenidad, generosidad, sabiduría, sentido del humor y dignidad.

La persona mayor cerrada a la vida, sin embargo, se siente inferior a los demás; se ve rodeada de un ambiente hostil y amenazador; se rechaza a sí misma y a los demás; desconfía de todo; se cree incapaz e incompetente; esclava de la voluntad ajena; siente que cualquier esfuerzo es inútil, que nada vale la pena.

Dominada por este autoconcepto negativo, los hechos, los cambios, las dificultades se perciben como amenazas, injusticias y pérdidas irreparables. Incapacitada para afrontarlas con estrategias flexibles y adaptativas, bloqueada como defensa y desmotivada para aprender, su adaptación típica se caracteriza por la presencia de comportamientos de frustración, resentimiento e indefensión aprendida. Los rasgos predominantes son el dominio del control externo y la pérdida de control personal. Este mayor se instala en la vejez con amargura, en la línea de la desesperanza.

En definitiva, el cambio de actitudes de la sociedad y de la propia persona es nuestro principal reto, siempre y cuando entendamos que: por un lado, el principal recurso es la propia persona y, por otro lado, la formación sólida de una conciencia colectiva (identificación con y de diferentes colectivos).

El significado implicado en el término conceptual de "intentar asumir el envejecimiento", debe entenderse como la respuesta madura resultante de valorar objetivamente la real y nueva situación de cada persona, sin adoptar conductas de escape permanente o de evasión continuada; para lograrlo, a estas personas les resultará de suma utilidad toda mejora de su calidad y capacidad comunicativa, de su ubicación física y afectiva, así como de la vivencia de utilidad subjetiva de su existencia, destacando en ello la respuesta ambiental a sus necesidades (Kirkwood y Chabas, 2000; Abramson, 2009).

El envejecimiento saludable debe fomentarse en la persona mayor atendiendo a dos cuestiones claves: por un lado, el planteamiento de cambios o la introducción de nuevos hábitos y, por otro lado, búsqueda del nivel en el que se debe realizar la intervención.

Las intervenciones para plantear un cambio de conducta saludable implican, entre otras cuestiones: fomentar una conciencia y motivación en el mayor para que adopte prácticas de salud, iniciar el entrenamiento para el aprendizaje del hábito, promover una red de apoyo para que mantenga el nuevo aprendizaje o modificar el ambiente para reducir el esfuerzo necesario para llevarlo a cabo, prevenir el abandono o las recaídas durante la fase de adopción del hábito, y mantener a largo plazo la práctica deseada (Belando Montoro, 2000).

Primeramente, es imprescindible tener en cuenta la motivación de las personas mayores hacia el cambio, el estilo de comunicación que se va a emplear para fomentarla y los patrones individuales de conducta. Debe analizar la motivación del sujeto hacia lo saludable y la compatibilidad entre la motivación que favorece un cambio en las conductas de salud y el resto de las motivaciones de este mayor.

No es infrecuente que algunas personas mayores utilicen, por ejemplo, servicios de salud para otros fines como reducir la soledad, mantener el contacto con iguales o como vía para la descarga emocional.

Por otro lado, es deseable atender a la utilización de estilos y roles de comunicación más apropiados para el apoyo y fomento de un envejecimiento saludable. El cambio conductual se puede producir más fácilmente desde las relaciones interpersonales y la comunicación homogénea, es decir, aquella que se produce entre sujetos con características similares en educación, situación económica, intereses socioculturales, ...

Los años posteriores a los 65 ofrecen oportunidades únicas para el individuo crezca, se desarrolle y cambie. Las personas mayores, con más recuerdos y una historia más larga, conservan la capacidad y deseo humano de controlar el entorno y la necesidad de amar y ser amados.

El modo en que cumplen sus tareas evolutivas depende en gran medida en cómo han cumplido las anteriores en etapas previas de su vida. Aunque la mayoría de las personas de la tercera edad están dispuestas a renunciar a su responsabilidad con la sociedad, muchos todavía permanecen activos e involucrados con las generaciones más jóvenes (Dubert et al., 2007. De hecho, la creciente población de adultos jóvenes y mayores, que están sanos y vigorosos, están alargando la fase de la generatividad a la tercera edad. Esto significa que para muchas personas la tarea final de la vida, enfrentarse a la muerte, llega más tarde en su ciclo vital que para sus padres y abuelos.

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