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Se expresan los adultos mayores

"Juventud, divino tesoro"

Laura Andres Minguell
laminguell@wanadoo.es

El silencio puede oirse. Es tan profundo y denso que, en esta noche de Julio, ni siquiera se oye el estridular de los grillos, el grito lúgubre del autillo o el susurro de los árboles comadreros. Todo permanece quieto y callado. En este rinconcito turolense en el que vivo, olvidado de todos y por todos, tengo la sensación, ahora, de hallarme completamente sola frente a la inmensidad de la noche y del mundo.

Dos gruesos lagrimones zigzaguean por mis mejillas mientras, inconscientemente, musito aquellos versos premonitorios de Ruben Darío:

"Juventud, divino tesoro,

ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro,

y a veces lloro sin querer..."

Voy a cumplir 60 años y llevo francamente mal eso de envejecer. Advertir la lenta e inexorable degeneración de mi cuerpo es un hecho que me produce desasosiego y dolor. Mis pechos grandes, turgentes y hermosos, cuelgan hoy flácidos y rugosos como dos enormes y secas brevas. El vientre, deforme e hinchado como un odre, se extiende hasta la cintura que ha dejado de tener ese nombre porque ya no existe. Las nalgas, antaño prietas y globosas, empiezan a descolgarse escurriéndose hacia abajo en un afán irreprimible de acabar con la redondez de mis glúteos. Mi piel tersa, fresca y lozana ayer, áspera al tacto hoy, es un intrincado laberinto de arrugas, un mapamundi de riachuelos azulados por los que corre mi sangre espesa y revejida. Mis hermosísimos ojos, (de los que me sentía legítimamente orgullosa), mis sugestivos ojos negros, grandes, vivaces, dicharacheros, tan parlanchines que me eran innecesarias las palabras, se hunden empequeñecidos en las órbitas, exangües tras las gafas que les robaron su brillo y expresividad. Los perfiles de los labios se difuminan, parecen sumirse en el abismo de la boca desdentada. La prótesis engañosa de dientes simétricos y destellantes que luzco, no mitiga ese complejo de vieja decrépita que me acogota desde el punto y hora en que mis dientes desaparecieron.

¡Y luego están los alifafes y los ajes!. Y el reúma, y la artritis, y la tensión, y el colesterol, y esa pesadez de plomo que van adquiriendo mis miembros, y esa agilidad perdida, y ese andar lento y cansino de mula estragada... El inevitable deterioro de mi organismo, de todas mis facultades tanto físicas como mentales, es un proceso que no puedo o no sé aceptar con estoicismo, con resignación y conformidad.

En el umbral de esos 60 años que me esperan agazapados tras este 13 de Julio de aspecto inofensivo, recuerdo aquel lejano día en el que, por vez primera me llamaron "señora". Contaría, por aquel entonces, unos 30/33 años. Yo me sentía pletórica de vida. Hermosa. Me sabía deseaba. Me encontraba atractiva dentro de aquel vestido que moldeaba mi cuerpo. El 1,55 que mido se empinaba sobre unos inverosímiles zapatos de "tacones de aguja" que me proporcionaban una elegante esbeltez. Entré en una cafetería a tomar algo. El camarero, solícito, se acercó a mí preguntando: "¿Qué desea la "señora"?". Estupefacta miré a mi alrededor buscando a esa "señora". No había nadie...¡El camarero se dirigía a mí!. ¡¡Botella de champán!!. Burbujas desenfrenadas ascendían por todo mi cuerpo desde la punta de los pies hasta los ojos amenazando con erupcionar y pulverizar al camarero. Le miré con todo el desprecio de que fui capaz y, sin decir palabra, me marché de allí, lenta y majestuosamente, cual reina ofendida.

Durante varios días aquel "señora" impertinente resonó obsesivo en mi cabeza. Me examinaba atentamente tratando de averiguar qué había cambiado en mí para pasar a convertirme, de la noche a la mañana, en una...

"señora". Paulatinamente fui oyéndome llamar "señora" cada vez con más asiduidad, hasta que llegó un momento en el que ya nadie me llamó, nunca más, "señorita" y me dí cuenta de que me había metido en los 40.

Fatídico fue el día aquel en el que quise comprarme una falda de mi talla: la 42. Intenté ajustarla a mi cintura de "avispa" sin ningún éxito. Dos dedos de nada tenían la culpa. "Su talla es la 44" me dijo amablemente la dependienta. Me estremecí. Embutí esos "dos dedos de nada" en una estranguladora faja y, satisfecha, pude ajustarme la 42.

Pero los estragos causados por el tiempo no iba a detenerlos faja alguna y, convertida ya en una "apetitosa jamona" llegué a la talla 48.

Comenzaron a salir las primeras canas; a definirse las primeras arrugas de las comisuras de los labios, de la frente, y las incipientes "patas de gallo" se convirtieron en todo un gallinero. Empecé a sentirme insegura sobre los altos tacones de aguja, y ya no me apetecía verme reflejada en las lunas de los escaparates. Las miradas de los hombres (si es que las había) ya no expresaban la codicia lujuriosa de antaño, sus miradas lascivas iban tras esa jovencita de andares sinuosos a la que, en verdad: "yo no sé lo que le ven"...

Más tarde, el hijo de mi hija me llamó "abuela"...¡¡dios!! nunca una palabra me había parecido más insultante que esa. Llamar "abuela" a la viejecita de 90 años que era la madre de mi madre, me parecía normal, pero ¿cómo era posible que yo, a mis 47 años, tuviera que oirme llamar "abuela"?.

"La vejez es más negra que la pez", dicen en mi pueblo y mientras contemplo, a través de la pequeña pantalla, las gráciles evoluciones de esa famosa "top model" que desfila por la pasarela, me regodeo interior y malévolamente pensando que también a ella le llegará el momento de usar una talla 48....

L.A.M.

Pitarque, 13 de Julio de 1996

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