PsicoMundo Argentina - Canal informativo

La sombra del 30 de diciembre

Patricia Ramos y Silvia Fernández de Nieva (x)
Enero 2005

Pasó acá. Tan cerca. Tan cerca de la casa, del lugar de trabajo. Tan cerca de los amigos, tan cerca de sus hijos. Tan cerca de los amigos de sus hijos, tan cerca que fueron los propios hijos los que murieron. La muerte de los hijos. Eso que no tiene nombre. En serio.

Fue en un boliche como tantos, atestado de chiquilines que desconocían los peligros que corrían, tampoco pudieron imaginar siquiera el peligro mortal que acechaba desde el inflamable techo construido con codicia empresarial, a sus bebés.

Fue en un boliche de once. Aunque fueron pibes, mocosos, también de las zonas nortes. Porque el rock & roll, no tiene barrios.

Fue tan, pero tan cerca, que fue en el centro de nuestro hospital, sede sanitaria de la catástrofe donde se desencadenó la segunda tragedia. Se transformó en el segundo dentro de la desesperación y de la muerte, pero también de la asistencia, la vida y el mayor compromiso ético y profesional que puedan imaginar.

En la zona de República de Cromañón no hubo triage, es decir ese procedimiento que se desarrolla en el lugar del hecho y consiste en la dificilísima pero imprescindible tarea de clasificar los vivos y los muertos. Separarlos. También incluye determinar el estado de gravedad de un paciente y en una emergencia, en donde sabemos que lo que no hay es tiempo, decidir la durísima decisión de a quién se va a atender y a quién no.

Habitualmente lo hacen bomberos y equipos de emergentólogos. El caos era de tan magnitud que las ambulancias no pudieron llegar. No es nuestra intención hacer aquí una crítica a lo que no hubo. Para eso están los canales orgánicos de cualquier sistema. Simplemente tratar de trasmitir algo de lo intransmitible de una experiencia. En principio de la nuestra.

Nuestro trabajo, como integrantes del Servicio de Salud Mental de nuestro hospital (psicólogos, psicopedagogos, psiquiatras, psicoanalistas), comenzó, a las pocas horas de la catástrofe. Bajo los 52 grados que emanaban del pavimento del Hospital Ramos Mejía escuchamos y atendimos a muchos jóvenes, sobrevivientes, sanos clínicamente, que necesitaban hablar, también a sus familiares. Acompañamos a todos los que tuvimos internados y fallecieron, a sus allegados. Pusimos presencia diariamente a todos aquellos que aún permanecen internados y saludamos con alegría a los que se van a sus casas, recitándolos conforme al protocolo adecuado a estas situaciones para seguir en contacto con ellos. Los callejeros cantan: "hace mucho tiempo que escucho voces y ninguna palabra". Se trataba entonces de darle lugar a las palabras.

Queremos destacar el testimonio que habla por sí mismo del compromiso como ciudadanos de la polis, y como trabajadores de la salud, en la mención del hecho de que, más allá de la convocatoria formal de un hospital en alerta roja, inmumerable cantidad de médicos, enfermeros, instrumentadores, camilleros, psicólogos, psiquiatras, administrativos, etc. nos autoconvocamos para la ocasión. Algunos incluso, suspendieron las vacaciones que estaban a punto de iniciar.

Hora a hora fuimos alojando ese padecer innombrable. Nos cuesta trabajo determinar qué fue lo más desgarrador que escuchamos de los chicos. Pero nos inclinamos a ubicar en ese lugar al testimonio horriblemente culposo de tener que pasar por encima de otros, de sus cuerpos, para poder salvarse, para poder salir de ese encierro corrupto de humo venenoso mortal. Un joven lo decía de esta manera: "perdoname Dios –me dije- pero quiero vivir... y empecé a pisar gente para poder llegar a la puerta. No me pudo olvidar de los gritos."

El "no me quiero morir" salía desde adentro de las paredes de la disco, ya no se sabía de dónde provenían los gritos –decía otro mocoso, mientras lo acompañaba al quirófano.

Luego, muchos muchachos tuvieron además la horrible experiencia de que otro "chabón" se les muriera en brazos, "es que los médicos no daban a basto – decía Maxi de 17 años – así que como yo me sentía bien (tiene el 15 % del cuerpo quemado) me puse a ayudar".

Llegaron de entrada más de 40 jóvenes y niños muertos. Los depositaban rápidamente en el piso del hall de la guardia del hospital y volvían a chillar las ambulancias para buscar más. Pero nadie sabía si estaban vivos o muertos, porque estaban inconscientes, en principio. Sin sangre, sin traumatismos visibles, sólo como una gran masa de "deshollinadores" apilados uno encima de otro. El triage entonces debió realizarse en el hospital, restando milagrosos y escasísimos minutos a cada médico y a cada asistente para determinar esa dolorosísima fatalidad.

Los médicos, camilleros, asistentes, instrumentadores, enfermeros, residentes, anestesistas, internistas, concurrentes, telefonista, y demás afectados a la guardia del 30 de diciembre, fueron dando su testimonio en grupos de trabajo que o bien fuimos convocando o bien se gestaron espontáneamente. Hablaron de su dolor, de su impotencia pero también para algunos de la satisfacción de haber estado allí para aliviar al menos algún sufrimiento humano. Y no sólo los jóvenes residentes, también aquellos que esgrimían sus 30 años de hospital. Ellos también tuvieron su momento de "quiebre", su llanto, su desesperación.

¿Por qué escribimos esto? - nos preguntamos - . Sin ninguna duda primero que nada para agradecer. Agradecer a todos nuestros compañeros del hospital. Pero también a todos los compañeros de los demás hospitales, socorristas y bomberos, por la entrega plena que tuvieron para salvar a cada uno de los jovencitos que tuvieron delante.

Pero es más que eso. Escribimos para intentar tramitar y transmitir algo de lo imposible.

No vamos a adentrarnos en lo que todos saben, al menos por haberlo leído, acerca de la culpa del sobreviviente ("¿porqué yo estoy vivo y mi amigo no?", etc.) o en alguna otra de las emociones que puedan suponer surgidas en esa ocasión. Esas que nos permiten intentar entender. Y decimos intentar entender, porque la verdad nadie puede entender. Es que, al decir de una médica de cirugía de la guardia de ese día : "nadie, ninguno de mis colegas médicos.. cuando hablo con ellos y les cuento me devuelven el gesto de tuviste una guardia difícil... no entienden. Nadie que no haya estado ahí sabe de qué estoy hablando. Esto fue como 10 AMIAS juntas".

Los chicos también dicen lo mismo. Dicen que nadie que no haya estado ahí puede entender de qué hablan o lo que sienten. Y nosotras mismas podemos decir lo mismo: nadie que no haya estado estos infinitos días escuchando lo que nosotros escuchamos puede saber de qué hablamos o qué sentimos. Es por lo intransmisible del "evento", como lo ha dado en llamar el gobierno de la ciudad.

Otros médicos, de terapia intensiva, lloraban avergonzados por eso incluso, en el medio del grupo de trabajo que compartimos esta semana. Uno de ellos decía: "Me tocó estar en la tablada, en Moreno, en AMIA, en la Embajada de Israel, el 20 de diciembre, pero ¡esto! No lo vi nunca!! Tantos muchachitos, niños, cientos y cientos, apilados, padres desesperados corriendo por los pasillos, buscando identificar a sus hijos, que tienen la edad de los míos!!"

Los médicos no sabían si un chico estaba vivo o muerto. Reanimar. Intubar. ¿A quién?: "No podíamos tomarnos todo el tiempo para reanimar a alguien. Era horrible, porque no teníamos ese tiempo. Probábamos tres veces y pasábamos a otro!" - decía una médica , ya con todo muy elaborado... Otros en cambio testimoniaban que no podían cambiar de paciente: "Venía un compañero y me decía, que ya estaba... que estaba muerto que lo dejara.... pero no. Yo decía ¡No está muerto!! Era como que cada paciente era mi paciente, y no se podía morir."

"Lo peor – nos decía Miguel – era que finalmente lo aceptabas y daban a alguien por muerto, pero nunca en mi vida sentí tanta desesperación como cuando alguno de ellos daba luego una pequeña señal de estar vivo y entonces, corríamos como locos a reanimarlo pero además querías empezar a revisar a cada uno que se dio por muerto".

Tampoco se podían morir los bomberos o los socorristas. Los que estuvieron en la calle, en la fatídica noche, cuando no podía llegar la ambulancia más que a 100 mts., mientras los desesperados sobrevivientes golpeaban las ambulancias, insultaban a sus integrantes y les abrían las puertas para darles niños bajo el grito amenazador de "¡llevate a éste, hija de puta, porque te mato!", nos cuentan además que se decían unos a otros: "no cargues bomberos, los bomberos no se pueden morir". El martes nos decía Verónica: "no podíamos aceptar que se muriera un bombero, por eso no lo podíamos trasladar; son como nosotros, ellos no se pueden morir ahí".

Sólo la mirada, buscada entre cada médico, entre cada enfermero, cada socorrista... cada tanto levantando la vista para encontrarse con el compañero, nada más pero nada menos que eso lograba que cada uno pudiera sostener por una rato más, lo insostenible de asistir a niños que se morían una y otra vez y en cada muerte se les iba un pedacito de cada uno: "Nos buscábamos - decía Pedro – nos mirábamos y eso alcanzaba para seguir trabajando."

Muchos sobrevivieron, y a algunos de ellos los tenemos en nuestro hospital. Verónica, anestesista, decía que no puede dejar de ir a visitara la sala a Facu o a Seba, a quienes asistió con fortuna esa madrugada. Juan, cirujano, le decía en cambio: "Yo no tengo ningún Facu o Seba para ir a ver, porque todos a los que asistí murieron.". Vanesa, instrumentadora, decía que como le había dado su celular a varios chicos que se iban recuperando, para avisar a sus familias, se sentía tentada de llamar a esos números de TE que le quedaron gravados en su teléfono... pero al mismo tiempo, la inhibía el miedo... El deseo de encontrarse con vivos, sanos y en su casa tropezaba con el temor de alguna mala noticia posterior.

Y cuando los familiares aparecían era toda otra historia. Un rasgo alcanzaba hasta para los más "médicos" para quebrarse... adquiría un nombre. Era fulana de tal. Y el dolor de los padres hacía imposible dejar de ocuparse de ella. Eran los hijos de todos. Los sobrinos de todos, los hermanos de todos.

Las enfermeras atendían a sus pacientes sin poder parar de llorar, las instrumentadoras quirúrgicas bajaron apenas con unas gasas porque escucharon que había algunos heridos. En un hospital general hay pocos expertos en intubar. Son los anestesistas y los médicos de terapia intensiva. Sumaban 5 en total si contamos a una residente de 1ro. que con gran valentía pudo afrontar la situación. Nos decía: "cuando bajé y vi en el box 4 personas, pensé desencajada ¿¡4 para intubar, juntos?! Cuando me di vuelta vi a 100, todos asfixiados y necesitados de oxígeno... creí que me moría yo también".

El ingenio argentino, a veces tan denostado por su picardía, adquirió relieve cuando los enfermeros y los médicos inventaron un sistema de urgencia para asistir con un solo tubo de oxígeno a 10 jovencitos que lo necesitaban al mismo tiempo. Pero seguían y ya eran 20 y 50 y 100. También primó la solidaridad entre los pacientes, ellos mismos decidían compartir las mascarillas de oxígeno, entre los que estaban relativamente bien.

Esta semana siguieron muriendo. Mocosos, niñas y niños. También se fueron a sus casas otros, y siguen llegando quienes necesitan hablar. Amanece cada nuevo día y nuestros compañeros médicos y demás trabajadores del hospital van retomando la cotidianidad de su trabajo: sus urgencias, sus pacientes, sus cafés, sus estadísticas, sus vacaciones y todo eso que hace a las delicias de la vida hospitalaria.

Pero la sombra sigue "sombreando". Y seguirá sombreando cada vez más a menos que logremos pasar a la experiencia colectiva el acontecimiento del que todos salimos heridos, aunque de distinta forma. De lo contrario, si reducimos a un mero "stress post-traumático" singular y exclusivo de cada afectado por esa fatalidad, estaremos en la puerta de un fenómeno similar a lo que nos aconteció con los chicos de Malvinas: en estos 22 años, murieron por suicidio una cifra equivalente a los que murieron en las islas. Porque nunca lo pasamos a una experiencia colectiva. La expulsión, el "yo no estuve ahí" y sus deslizamie ntos cultivaron la desolación que se hizo carne y arrasó el cuerpo de esos muchachos, ayer tan adolescentes como los de la república de Cromañón. Bufonesca parodia de lo que debiera ser la dignidad de una República...

Andrés Eloy Blanco decía, celebrando el nacimiento de un niño:

Cuando se tiene un hijo,
Se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,
se tiene al hijo que cabalga en el cuadril de la mendiga y al del coche
que empuja la institutriz inglesa.

Es más, cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
Que la calle se llena

Y cuando muere un niño, se derrumba también la calle entera.

(*) Patricia Ramos: Psicoanalista. Coordinadora de Docencia del Servicio de Salud Mental del hospital Gral. de Agudos Ramos Mejía
Silvia Fernández de Nieva: Psicoanalista. Jefa del Servicio de Salud Mental del hospital. Gral. de Agudos Ramos Mejía

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